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Los ‘expats’: ellos se van, pero la cocina se queda

Opinión

Los países que forman parte del círculo virtuoso de la economía suelen distinguirse por tener, entre sus habitantes, una bolsa importante de población conformada por profesionales que, por motivos diversos, residen y trabajan en un país distinto al de su origen de manera temporal o permanente. A este grupo de personas se las han bautizado como expats, abreviatura de expatriados, y en un mundo globalizado, su presencia creciente es cada vez más influyente en la cotidianidad de los países de adopción.

Si hay una disciplina sensible es la gastronomía. Y la cada vez más numerosa comunidad de expat está variando la oferta culinaria de nuestras ciudades, con unos restauradores siempre atentos al poder adquisitivo de los clientes potenciales. El prototipo de expat es aquel que forma parte de un sector económico que hoy trabaja en Moscú, dos años más tarde en Barcelona, en cuatro años se habrá instalado en Montreal, y en su trasiego laboral va dejando una red de restaurantes acorde con unos gustos globalizados y monocordes alejados, generalmente, de la cocina autóctona.

Debo aclarar, pero, que es fácil acusar al expat de la pérdida de identidad de la cocina tradicional de una gran urbe, pero esta gastronomía apátrida no existiría sin un empresario de la restauración dispuesto a hacer negocio rápido y sin grandes riesgos.

Turistas bebiendo y comiendo en una taberna de Málaga

Sorin Opreanu Roberto

La cocina de los expat es fácil de distinguir. Los sabores, las texturas y los olores que definen sus platos suelen ser poco estridentes, agradables al paladar y olvidables en la memoria del comensal una vez paga la factura. No suele ser barata, pero tampoco cara para el poder adquisitivo de un profesional con un sueldo por encima de la media, y un plato que define esta gastronomía son los huevos Benedict, la salsa holandesa sirve para un roto y un descosido, o cualquier plato en el que el aguacate tenga el efecto de una crema hidratante sobre unos productos ya de por sí suficientemente hidratados como puede ser un salmón ahumado.

La cocina de los expat que se expande como una mancha de aceite de coco por nuestras ciudades –maldita sean las ínfulas de cosmopolitismo– es un fenómeno que puede convertir la oferta gastronómica en irrelevante y hacer que en un futuro inmediato comer en Barcelona no difiera de lo que se come en Berlín. Lo más ridículo de toda esta pandemia gastronómica es que su irrelevancia gustativa, suele ir acompañada del sello eco friendly como garantía de bienestar. Una estupidez que resucita en mi mente boomer aquel chiste de Joan Capri: el problema del matrimonio es que el amor se acaba, pero ella se queda. Y quien dice ella, puede decir él.

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Con los expats y la gastronomía sucede lo mismo: ellos se van, pero la cocina se queda.

A mí me educaron en la creencia de que si uno se va a vivir a un lugar, tiene que adaptarse a las costumbres y no tratar de que los vernáculos se adapten a ti. Y en eso incluyo tanto la lengua, como los hábitos socioeconómicos y, siguiendo la escala de valores, las tradiciones gastronómicas del lugar si las hay. Y tal como van las cosas, si somos lo que comemos, la lenta desaparición de nuestros platos tradicionales con la adopción de una cocina apátrida para agradar al expat nos va a convertir en ilustres defraudadores de nuestra identidad.

Deberíamos estar orgullosos de ser ciudadanos de un país en el que cada autonomía –lo de regiones lo dejo para los nostálgicos– tiene un patrimonio culinario excepcional. Y cuando un país tiene un corpus gastronómico excelso, merece que los expats se adapten y aprendan a ser exigentes cuando vayan a vivir a otras ciudades o países en los que la oferta gastronómica solo es apta para los que en un tiempo se les llamó los viajeros accidentales, gente muy parecida a estos ciudadanos que vienen y se van como el amor en un matrimonio.