En su segundo y definitivo destierro de Santa Elena (que también se puede escribir con hache), Napoleón confesó al conde de Bertrand, que le acompañó al exilio, el lema de su familia en Córcega, su tierra natal: “No gastar, no malgastar”. Esta familia de la pequeña nobleza corsa invertía el dinero “en lo absolutamente necesario, como vestidos y mobiliario, pero por lo que respecta a la mesa vivíamos de lo que nos daba la tierra”.
Años después, el general victorioso en Italia y en tantas otras campañas llevaría al extremo ese principio de vivir de la tierra, aunque ya no se refería a los campos de sus padres, sino a las cosechas de sus enemigos. A medida que los retos del militar transformado primero en cónsul y luego en emperador y conquistador de Europa se hicieron más y más grandes, más creció su necesidad de intendencia y víveres.
Los convoyes de suministro fallaron estrepitosamente en la desmesurada empresa de la invasión de Rusia, donde el hambre, el cansancio, las enfermedades y el frío fueron más letales para la fuerza plurinacional liderada por Napoleón que los cañones del ejército del zar. Pero esa es otra historia. Volvamos con aquel niño de Córcega que, según confesó en su ocaso, consideraba un “lujo” productos ultramarinos, como el azúcar y el café.
Y si eso era así para los Bonaparte (entonces, Buonaparte), cómo sería para las clases humildes de la isla, posesión de Francia desde 1768 (Napoleón nació un año después). En aquella casa no escaseaba el pan, el vino, el aceite y la leche. La familia tenía un horno y un molino que sus aparceros usaban a cambio de harina y pescado, entre otros pagos en especie. La carne de cordero, de cabra o de buey funcionaba como moneda de trueque.

El bicornio de Napoleón
Los festines con carne, sin embargo, no eran frecuentes, ni siquiera en aquel hogar de Ajaccio, donde pescados, legumbres y sopas eran platos habituales. El pequeño Napoleón soñaba con la fruta, en especial con las cerezas de Génova. Cuando podía, robaba higos, como dice uno de sus biógrafos más importantes, Jean Tulard, profesor de la Universidad de la Sorbona, que acaba de publicar Napoléon, vérités et légendes (Perrin).
Ya en la Francia continental, la escasez marcó sus menús en la escuela militar de Brienne, aunque la dieta mejoró en cantidad y calidad en la de París. “Nos trataban como a oficiales”, dirá el futuro señor de Europa. Pero la frugalidad regresará en los primeros compases de su vida como oficial, donde ya desarrollará su predilección por el Chambertin, el vino que le acompañará tanto en la guerra como en las mesas imperiales.
No era un gran gastrónomo cuando alcanzó el generalato por la brillante toma de Toulon, uno de los pocos aciertos de la película de Ridley Scott. Laura Junot, viuda del general Junot (apodado la Tempête), duquesa de Abrantes y amante de Balzac, recuerda en sus Memorias sobre la vida de Napoléon (Crítica) que por aquellos días tenía “una figura esquelética”. Todo eso lo cambiará Josefina, su gran amor. Ella sí era una gourmet.
“Mi vida, ¡qué novela!”, dijo Napoleón. Y no le faltaba razón. En 1804, el niño que robaba higos en Córcega, el joven famélico de madame Junot, ocupa el palacio de las Tullerías y el trono de Luis XVI. Mesas opulentas y etiquetas regias de una nueva aristocracia. Francia no solo conquistó la Europa continental con sus soldados; también con sus cocineros. Los primeros acabarán siendo derrotados; la cuisine française, no.

El cocinero Antoine (o Antonin) Carême
Es la época de Antoine Carême, al servicio de Talleyrand, el ministro de Asuntos Exteriores, pero que a veces también cocinó para la familia imperial. Decían que sus hojaldres parecían volar mecidos por el viento, de ahí el nombre de volován (según la RAE) o vol-au-vent. Rousseau (el chef, no el filósofo), Dunant, Guignet, Farcy y Laguipière, que murió en la desastrosa huida de Rusia, fueron otros cocineros de postín.
Pierre Branda (La saga des Bonaparte) afirma que la cocina de las Tullerías encargó en 1810, entre otras cosas, “252 kilos de azúcar, 6.000 huevos y media tonelada de mantequilla”. Es la época de la opulencia y del pollo a la Marengo (con vino blanco, tomate, ajo, huevos, cangrejos y picatostes), así llamado en honor a la victoria francesa de 1800. O del bizcocho puente de Arcole, del repostero Lebeau, admirado por el gran Carême.
En 1810, París adoptó el 'servicio a la rusa', plato tras plato, no todo a la vez”
El emperador adoraba el pollo rustido, la morcilla con compota de manzana, el estofado de cordero, las albóndigas… La pasta italiana y el parmesano eran su perdición; el alcohol, no: nunca se le vio ebrio y rebajaba su vino chambertin con agua. Pese a su sobriedad de puertas para adentro, la etiqueta era fastuosa en palacio, con un ejército de sirvientes (el prefecto De Lussy, creó más de 300 recetas con el pollo como ingrediente principal).
Salvo en las recepciones oficiales, explican otros biógrafos, Napoleón comía solo siempre que podía. Él, que impuso un protocolo riguroso, usaba en la intimidad “más los dedos que los cubiertos, olvidándose de la servilleta y manchando sus ropas”. No masticaba, tragaba. En unos minutos acababa, lo que explica sus malas digestiones, entre otros problemas (es archiconocido que sus hemorroides le jugaron una mala pasada en Waterloo).
El menú de Napoleón en Waterloo
Muslo de pollo, queso parmesano y vino rebajado con agua
Waterloo, en 1815, fue la derrota definitiva, pero el principio del fin se gestó tres años antes, en Rusia. La retirada se convirtió en una desbandada y hubo centenares de miles de muertos. Muchos desgraciados que lograron cruzar de vuelta el Niemen y llegar a zonas bien aprovisionadas murieron de atracones, como los supervivientes de los campos de concentración: después de tantas privaciones sus estómagos no lo resistieron.
La abdicación, Santa Elena... Y la muerte el 5 de mayo de 1821. La gloria y el fracaso. Trajo la desolación a infinidad de familias, dentro y fuera de Francia (“el gran hacedor de huérfanos y viudas”, lo llamó Chateaubriand). Sabemos, incluso, cuál fue su última cena: un caldo frío y agua de flor de naranjo. Pero nunca sabremos si antes de esa comida lo hubiera cambiado todo por volver al paraíso de la niñez y robar higos, allá, en Córcega.