La urbanización, los horarios rotativos, la expansión suburbana, el teletrabajo y el aislamiento digital transformaron la comida en un momento funcional, individual y, en muchos casos, silencioso. Comer se ha convertido en un trámite, no un encuentro. Así, la práctica ancestral de compartir la mesa se ha ido perdiendo, y con ella, los beneficios emocionales y sociales que aporta.
Según el World Happiness Report 2025, los países donde más se come en compañía presentan mayores niveles de apoyo social y reciprocidad y menores índices de aislamiento. En este sentido, comer acompañado tiene un impacto comparable al de tener empleo o ingresos estables.
La neurociencia lo respalda. Investigaciones recientes, publicadas en la revista Adaptive Human Behavior and Physiology, han demostrado que las comidas sociales activan el sistema de endorfinas del cerebro. Es decir, comer en compañía desencadena placer, confianza y conexión. Es una forma directa de segregar oxitocina y dopamina, las llamadas “hormonas del vínculo”.
Estudios de Frontiers in Public Health y Clinical Nutrition afirman que los adultos mayores que comen en grupo se sienten menos tristes y aislados. Lo mismo ocurre con los adolescentes que comparten la mesa familiar con frecuencia: presentan menos síntomas de ansiedad, estrés y depresión.
Sin embargo, en España cada vez más personas comen solas, tanto al mediodía como por la noche. Según un estudio de 2022 de la Fundación Mapfre y la Universidad CEU San Pablo, uno de cada cuatro adultos come o cena sin compañía durante la semana. Cuando pasa esto, también cambia la forma en que nos alimentamos. De acuerdo con el estudio EPIC-Norfolk de la Universidad de Cambridge, quienes viven solos comen menos vegetales y su dieta suele ser menos saludable. Y en tiempos en los que la soledad crece en silencio, una comida en compañía puede ser un pequeño paso hacia el bienestar.