Dejó la alta cocina para ocuparse del restaurante de sus padres: así reinventa Kiwon Kim Lee la comida coreana en Gracia

San Kil

Con creaciones como croquetas de kimchi y albóndigas de bulgogui, el cocinero ha interrumpido su trayectoria gastronómica en grandes casas de España para renovar el tradicional establecimiento familiar

En él lidia con algunas limitaciones y expectativas de continuidad

Kim Lee, con pasos por casas como Disfrutar, ABac y Azurmendi, asumió el año pasado el establecimiento que era de sus padres, quienes decidieron jubilarse

Kim Lee, con pasos por casas como Disfrutar, ABac y Azurmendi, asumió el año pasado el establecimiento,tras la jubilación de sus padres

Joy Madera

Sentado en la sala de su restaurante, bajo la misma luz brillante y amarilla, Kiwon Kim Lee (35) recuerda esas tardes que se volvían noches en las que alineaba tres sillas desocupadas para acostarse y dormir un rato en un rincón, mientras su padre cocinaba y su madre atendía las mesas. Coreanos, ambos, se habían conocido en Barcelona y fundado en 1993 el restaurante San Kil, en Gracia, uno de los primeros en la ciudad en hacer cocina del país asiático peninsular.

Kiwon había nacido tres años antes y le tocó crecer en el establecimiento, como pez en una pecera de la que quería salir. “Al principio era muy reacio a este estilo de vida, porque veía las horas que trabajaban. Pero tampoco tenía idea de lo que quería… intenté diseño gráfico, luego estudié sonido, hasta que un día fui a la escuela de hostelería del CETT y vi todo tan bien montado que dije, hostias, igual esto es lo mío”, cuenta. Se formó allí, y tras nadar por el acuario español de la cocina vanguardista —pasó por Disfrutar, Calima, Azurmendi y ABaC, entre otros—, volvió a contracorriente y con sus cuchillos afilados al intacto establecimiento de sus padres, quienes hace un año decidieron jubilarse.

La croqueta de kimchi fue uno de los primeros platos que implementó en su regreso: según él, es una manera más amigable de introducir el fermentado coreano de col

La croqueta de kimchi fue uno de los primeros platos que implementó en su regreso: según él, es una manera más amigable de introducir el intenso sabor del fermentado coreano

Paola Auquilla

A su llegada, los ingredientes pasaron de una disposición intuitiva en la nevera a estar organizados en un tetris de tuppers etiquetados. Cambió el horno, que no funcionaba y era solo un depósito de sartenes, por uno que efectivamente calienta. Renovó los fogones, también, y ahora tiene cuatro quemadores, en vez del único bueno y dos a medias con los que operaba su padre.

Un chico, Hari, le asiste en la cocina, y una chica, Gabriela, es la que lleva la sala que, a diferencia de las estufas, no ha podido renovar aún: sus mosaicos de piedras grafito, los grabados de paisajes orientales que cuelgan en las paredes blancas, además de las siete mesas de madera y las amigables toallitas que hay para secarse las manos en el baño —en vez del áspero papel de dispensador— evocan al imaginario de un restaurante asiático familiar, que por sencillo no deja de ser limpio y cordial, y que ofrece una extensa variedad de platos entendidos como típicos.

La sala de San Kil, en Carrer de la Legalitat 22, Gracia

La sala de San Kil, en Carrer de la Legalitat 22, Gracia

Joy Madera

El banchan (6,5€), un aperitivo casero con kimchi, pepinos y berenjenas encurtidas, es uno de los que todavía coincide con esas expectativas. También el japchae (13€), un salteado de fideos de boniato con verduras y ternera que hace salivar y comer sin levantar la cabeza ni respirar. Y poquito más.

El resto de la propuesta de Kim Lee encaja mejor con su propia definición de “comida coreana un tanto peculiar”, con la que se quiere diferenciar de la bullente competencia en la ciudad. “Mi cocina no es auténtica. No podría serlo, porque nací y crecí acá, además de que yo no trabajo para los coreanos. Si fuera así, intentaría ser lo más purista posible, pero es que creo que eso a los locales no les gustaría”, argumenta.

Yo no trabajo para los coreanos. Si fuera así, intentaría ser lo más purista posible, pero es que creo que eso a los locales no les gustaría

Kiwon Kim LeeChef y propietario del restaurante San Kil

Que su cocina no es fusión, dice, o al menos prefiere que no se reduzca a esa palabra: “Porque se entiende como que, ah, mira, este loco está mezclando cosas. Y no es eso”. Su intención, explica, es introducir sabores coreanos, de mucha soya, fermento y picante, a través de formatos familiares y cómodos para su público, que viene principalmente del barrio residencial que rodea la estrecha Carrer de la Legalitat.

Así, su korequeta de kimchi (2,75€) es una esfera crocante e intencionada, con esa bechamel suave rebozada que en vez de jamón lleva col enrojecida, habitualmente muy ácida y efervescente, pero que en este caso da solo un toque en la lengua, como un índice en el hombro que te dice oye, que estoy aquí, que te gires. 

Similar camino que han seguido sus albóndigas de bulgogui (14€), plato tradicional del que rescató el sabor pero modificó el formato, porque encontraba que el filete de ternera marinada y salteada quedaba algo chiclosa; o el naengmyeon de gazpacho (12€), unos fideos soba en un caldo frío, claro y ligero que versiona con la clásica sopa andaluza, pero con vinagre de sushi y un picadillo de encurtidos.

Al llegar, el cocinero también redujo la variedad de platos desde tres páginas de carta a solo una

Además de cocinar, Kim Lee lleva los demás ámbitos del negocio: asegura no tener detrás a ningún inversionista ni a sus padres

Joy Madera

“La transición ha sido una montaña rusa de emociones, con muchos altos y bajos”, confiesa. Alguna vez le han recriminado que no cocina como su padre, mientras que sus cambios han generado una que otra queja en Google, con notificaciones de madrugada en el móvil causantes de taquicardias e insomnios: “Yo siempre salgo, pregunto y escucho. Preferiría que me lo dijeran en persona, en vez de publicar una reseña dañina”, arguye.

También cuenta la historia de dos parroquianos eternos del restaurante, que siempre pedían el mismo plato y que no han vuelto a venir, porque hace unos meses vieron que su opción de toda la vida ya no estaba: justo la había quitado cuando redujo la carta de comida de tres páginas a una.

El bossam es uno de sus platos favoritos de la carta: lleva arroz, salsa picante y carrillera glaseada, que se envuelven en hojas de lechuga, como taquitos

El bossam es uno de sus platos favoritos: lleva arroz, salsa picante y carrillera glaseada, que se envuelven en hojas de lechuga, como taquitos

Cedida por el restaurante

Antes de su regreso, además de los pasos por casas estrelladas, había dirigido cocinas como las de Mediamanga, La Colosal y Sushi Gallery, un vasco-japonés en Durango, de las que a veces extraña el espacio y los aparatos, como un horno multidisciplinar o una máquina heladera profesional.

Pero el cocinero se las ha ingeniado para ejecutar en lo básico algunas herencias de su trayectoria en lo sofisticado. Su tartar de atún (14€) con teriyaki y ponzu es una isla en un lago de ajoblanco espumoso que lleva lichi; fruta asiática que vuelve chuche a los cubitos de pez, generando al mismo tiempo una sonrisa y una arruga en la frente, por la duda de si el entrante es en realidad un postre, o de si acaso tiene sentido, todavía, pensar en entrantes y postres. En ese contexto, el preciso quenelle de helado de aceite de oliva que dispone sobre la proteína es tanto una decoración como un recurso retórico de insistencia.

El tartar de atún, con el banchan y unas croquetas a medio acabar al lado. Es recomendable ir en grupo y poner todo en el centro de la mesa

El tartar de atún, con las croquetas y el banchan a medio acabar al lado. Es recomendable ir en grupo y poner todo en el centro de la mesa

Paola Auquilla

“Hay días en que extraño llegar en la mañana y decidir qué hacer según los productos disponibles. O estar en mi partida y poder concentrarme solo en una cosa, en la técnica, en despejar un pescado enorme. Acá tengo que ser más práctico, porque tampoco tengo tanto espacio para guardar”, detalla.

También echa de menos la visibilidad de estar en la cresta de la ola, con una faceta comunicacional de la que no se ha podido ocupar, porque además de cocinar, lleva la contabilidad, encarga los ingredientes y hace compras urgentes: a veces acude al mercado a medianoche en búsqueda de insumos para el día siguiente. Luego vuelve a las diez de la mañana para la producción. Después llega gente a comer. Sale a saludar, agradece, se despide. Vuelve a la cocina. Le piden hacer un menú especial. O su ayuda para mover unas mesas. Le avisan que se acabaron los limones. Otra vez al mercado, a medianoche.

Cuenta que le flipan igualmente StreetXO y Xavier Pellicer. Que goza tanto un desayuno inglés como un brunch o un esmorzar de forquilla.

Y repite: son las once de la mañana y unas carrilleras ya reanudaron el borboteo suave en el que se habían sumido la tarde anterior. Cuando estén blanditas, ilustra, las va a glasear para que sean el relleno de sus bossam (18€), que son taquitos en hojas de lechuga que también llevan arroz y samyang, una salsa a base de soja fermentada y chiles rojos. La versión tradicional suele ser sosa, para su gusto, porque lleva cerdo cocido en vez de ternera melosa.

Platos como este son los que le dan vida, asegura, porque le gusta hacer cocina del mundo, pero con algo de su cosecha. Cuenta que le flipan igualmente StreetXO y Xavier Pellicer. Que goza tanto un desayuno inglés como un brunch o un esmorzar de forquilla. Y que podría hablar de comida por días. De comida rica y emocionante, aunque sea simple.

El hotteok pancake es su interpretación de un postre típico, con la masa más parecida a una tortita americana, a diferencia de la receta coreana, que lleva harina de arroz

El hotteok pancake es su interpretación del postre coreano, con una masa más parecida a la de una tortita americana, a diferencia de la receta original, que lleva harina de arroz

Paola Auquilla

De pronto aparece en la sala con su hotteok pancake (6,5€) y lo pone en la mesa como un rapero que estira el brazo, ladea el micrófono y lo deja caer. Es una especie de tortita americana, doblada por la mitad, rellena de un cremoso de cacahuete y azúcar moreno y canela, con miel  y helado de caramelo-vainilla, que se derrite de a poco sobre la masa tibia y esponjosa. Está inspirado en un postre coreano que es como un mochi planchado y humeante que se come por las calles de Seúl en tardes gélidas.

Al ver las sonrisas y escuchar los mugidos y los choques de las cucharas, que son espadas en la batalla por un bocado, se acuerda de los altos de la montaña rusa, de la gente que se va contenta, de los vecinos que disfrutan y vuelven, por los que quiere mantener, a toda costa, las raciones y los precios: un grupo puede probar varios platos y salir satisfecho y eufórico por el efecto del soju y la serendipia de no haber gastado más de 30 euros por persona. “A veces siento que lo más fácil sería vender esto, pagarle al banco y a mis padres, e ir a trabajar a otro sitio. Tengo ofertas… Pero no quiero tirar la toalla, porque quiero que la gente conozca mi cocina”, declara. 

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