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Dejar atrás un árbol

Opinión

Staff Writer

Hay una flecha siempre en el cielo, nunca llegará a la herida. Hoy tiene dulzor frío, reposa en unas baldosas de barro que comienzan a romperse por la hierba. También un nido que fue, huesecillos de quienes no alcanzaron el primer vuelo, restos de azahar que en días de calor dormían en una mesita de noche. Si regreso a este rincón de una casa que hoy ocupan los fantasmas es porque no dejo de recordar. ¿No es así el pasado? Conjugo este tiempo verbal porque sigo mirando atrás: estoy allí, a pesar de. Domingo de invierno, el mismo menú en la casa grande. Mi abuela Teresa hacía el mejor puchero. Afuera el frío hostil, la danza de las ramas en los cristales; adentro el apetito, rebañar la pringá con el pan de pico, felicitar a la cocinera que nunca tuvo un trabajo remunerado, limpiar el hule de plástico que se empaña, esperar al postre. Ahí puede que resida esa clase de dolor —¿o quizás deba llamarlo problema?—, ese que nace de aferrarse a las cosas que desaparecen, pero que no nos sueltan del todo. Porque la memoria me permite volver, cambiar el cuadro, las frases sin decir, el jersey de cuello alto que ella llevaba, romantizar los días de descanso para los de siempre mientras otras nunca disponían de un día libre. 

El ritual lo llevo conmigo, a pesar de que no puedo hacerlo. Salir al patio, coger las naranjas más grandes, las más maduras. En las manos el saber elegir el fruto. Dejarlas en la mesa, regalar un bocado de invierno al paladar, ser niña que disfruta del privilegio al lado de los hombres, sentada de verdad, sin la inclinación ni la disposición lista para levantarse en cualquier momento. Escuece el jugo, entre las uñas el albedo, una navaja siempre prestada. En la cocina se friegan los platos; en la mesa se habla de cosas importantes. Vuelvo con fiereza a esa naranja, al árbol mirándonos desde la altura después del cristal. Quiero para él y para otros —limonero, celinda, rosal, camelia, culantrillo— lo que quizás también quiera para mí.

Francisco de Zurbarán. Bodegón con cidras, naranjas y rosa

Museo Nacional del Prado. Madrid

¿Siempre podrás volver? ¿Habrá sitio para una más a la mesa? Comienza otro año y no hay lista de propósitos, solo tachaduras, palabras sin perfilar, apuntes acerca de esquejes y frutales. Esa es ahora la nostalgia: las naranjas que no puedo comer desde hace varios inviernos. El naranjo enfermó, en mi cabeza el patógeno culpable es una casa vacía, un arriate sin nadie que lo cuide. Puede que el remedio se esconda detrás de una venda. En hacerse aprendiz de yemas durmientes y vegetantes, de coronas y patrones. En conocer qué circunstancias permitirán el arraigo, qué enfermedades y condiciones me encontraré a la adversa. En aceptar que hay árboles que resisten a la tristeza, y que otros quedarán sin enraizarse. Mientras llega el conocimiento, en la mochila varias naranjas. Las acarreo conmigo al año nuevo, camino al norte, no quiero olvidarlas; ellas me enseñan a mirar las cosas de otra forma. En cualquier trocito de tierra la posibilidad de agarrarse, la paciencia y la consciencia de un estado de vulnerabilidad que nos entrelaza a todos. ¿Qué esperas del año que entra? ¿Qué te quieres llevar? Preparar un injerto. Sé que aún está por venir: cicatrizar, brotar, madurar, hacerse, saborear el futuro.