“No hay inteligencia sin memoria. Sin memoria y sin conocimientos siempre estaremos en manos de manipuladores experimentados.” Nos lo advierte José Antonio Marina, entrevistado por Antonio Ortí.
Si hablamos de comer, lo mejor debería ser lo que más nos gustase. Un ideal que representa el equilibrio perfecto entre el yo hedónico y la sabiduría para una relación sana y satisfactoria con la realidad. Un ideal inalcanzable pero que ha movido la historia de la humanidad y sus apetitos.
Antes teníamos nuestros propios gustos: locales (comunitarios) y personales (individuales). Cuanto más aprendíamos, cuanto más habíamos conocido y probado, cuanto más sabíamos, mejor.
Quizás la modernidad esté, hoy, contra los gourmets. ¿Para qué saber de sabor? ¿Para qué conocer el qué, el cómo y el porqué de las comidas y bebidas? ¿Para qué probar? ¿Para qué aprender y cimentar una personalidad gustativa si todas las respuestas están categorizadas, ordenadas, actualizadas y hasta geolocalizadas en las redes?
Nos advierte también el filósofo y pedagogo “Nuestros alumnos han llegado a la conclusión de que no vale la pena aprender lo que se puede encontrar en internet”.

Una multitud usa teléfonos en un concierto
Y es que desde cualquier lugar accedemos ya 24/7 con nuestros móviles a esa red digital que usamos como memoria externa prácticamente infinita. Y aceptamos esta nueva condición de ciborgs de una manera inconsciente, sin reparar en las consecuencias que comporta para nuestra relación con el mundo.
El privilegio de estar permanentemente conectados a internet es efectivamente un superpoder. Pero un gran poder comporta una gran responsabilidad, no sólo con los demás, también con uno mismo y su equilibrio mental. Los cómics de Marvel han sido mucho más premonitorios de lo que nunca pretendieron en este aspecto.
Tanta memoria externa no integrada es una fatalidad. Nuestra conexión dependiente de la red nos ha convertido en el personaje borgiano Funes el Memorioso, quien en el cuento reconocía que su memoria era un vaciadero de basuras. “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”, escribió Jorge Luis Borges. La inmediatez puede ser muy peligrosa.
En realidad, los seres humanos siempre hemos aprovechado esta capacidad de utilizar en red el conocimiento generado por nuestros congéneres. Nadie sobreviviría si tuviera que inventar ex novo cada uno de los artefactos físicos o intelectuales que nos asisten desde el momento en que nacemos. Por suerte aprendemos a comer, a hablar, a cocinar, a relacionarnos, a pensar racionalmente… El conocimiento compartido nos hace humanos y ciudadanos de una serie de comunidades concéntricas que van de la familia al mundo mundial. Exactamente así funciona la cultura. También esa parte específica llamada ciencia y esa otra a la que adjetivamos como cultura alimentaria, con sus gustos compartidos.
Aprendemos a que nos guste aquello que gusta de los miembros de la tribu que son nuestros referentes porque entendemos que es lo que nos conviene. O al menos así lo hacíamos hasta ahora.
Los humanos tenemos (¿teníamos?) culturas alimentarias, con conocimientos, habilidades, prácticas, preferencias y gustos compartidos que no paraban de evolucionar porque eso favorece (¿favorecía?) una relación provechosa y sostenible con el entorno. A la vez desarrollábamos habilidades, gustos y pensamientos propios porque esto nos definía como personas, nos hacía individuos con personalidad. Ciudadanos plenos y autónomos con espíritu crítico.
Pero de golpe y porrazo el mundo se coinvirtió en digital y nadie nos había educado para ello. Fuimos improvisando nuestra relación con este entorno tan diferente intentando adaptarnos para sobrevivir agarrándonos a la red para no ahogarnos en los nuevos e inestables tiempos líquidos.
No hay inteligencia sin memoria, o no puede haber inteligencia sin integrar la memoria para ordenar el pensamiento. Lo importante son las preguntas, hay que saber preguntar, sí, pero para preguntar hay que saber. Hay que aprender a preguntar y también a cuestionar las respuestas porque las respuestas siempre son interesadas, pero quizás no las mueva el interés compartido, el interés común. Ni la responsabilidad. Ni la ética.
Sin memoria (del gusto), sin conocimientos, sin curiosidad, sin identidad, sin personalidad y sin espíritu crítico quedaremos a merced de aquellos manipuladores experimentados que habitan en nuestras pantallas y tratan de que engullamos piensos ultraprocesados convenientemente refinados de cualquier traza de paisaje, paisanaje, compromiso, textura, aroma, sabor y hasta vergüenza.