Podía verlos desde la ventana. Pasaban los días y seguían desperdigados por el suelo. Fueron otros quienes se encargaron de la poda porque yo estaba fuera, y los árboles todavía no entienden de clases, excusas, viajes, charlas o proyectos. No esperan. Se me pasó el tiempo, y la hierba hizo su trabajo: romper la tierra y crecer, a pesar del peso de las ramas. Algún pájaro llegó, y seguro intentó construir un nido. Se resguardaron insectos, abrieron nuevos caminos las hormigas. Alguna mantis comenzó a segregar una especie de masa viscosa para producir diferentes capas superpuestas: así crean una envoltura para proteger a sus huevos. Quién mire desde fuera podría pensar que en este lugar del mundo nunca pasa nada.
El ordenador delante, la ventana detrás. Y los restos, siempre ahí. Pasaban los días y yo seguía mirando la tarea fuera de la pantalla, mientras las yeguas se acercaban primero con el olfato, su rodeo a los pequeños troncos después de experimentar también con los cascos, venía a recordarme qué lugar habito a veces tras el cristal. El día en el que por fin me puse a cumplir con mi parte de la faena, vinieron las flores y comenzaron a dejarse ver los jilgueros. Decidí quebrarlas una a una, igualar su tamaño, apilar un nuevo montón para luego anudarlas, separarlas de una vez del árbol. Restos de poda: higuera, peral, manzano. Recojo las ramas secas, las miro, doblo las muñecas, las empequeñezco. Una a una cada brazo, cada hoja que fue, se me aparece como una idea, un poema, una imagen, un texto que está por escribir. Trabajo sin guantes, me agacho, confundo algún brote nuevo con la posibilidad de que, a pesar del corte, el frutal insista. Así también la escritura, fuera del gesto y del papel, se resguarda en lo que no se alcanzó a decir porque no hubo instante, porque simplemente no se pudo.
Ilustración de pájaro de un bestiario árabe medieval (c. 1200)
Algunos tallos crujen, otros aún cuestan quebrarlos, todavía huelen a una mezcla entre dulce, también fresco, algo agrio y fermentado. ¿Existe una palabra para este aroma que hoy me acompaña porque llegué tarde? Cada rama representa algo que no escribí, un día que pasó. Cada montón, ideas y preguntas que surgieron mientras lavaba los platos, preparaba el huerto, recogía todo lo que quedó después de la poda. Algunas se resisten porque di tiempo a las ortigas. Escuece la piel desnuda y sucia, y me hace pensar en todo lo que está creciendo a cada momento, aunque no prestemos atención. En las historias que se escriben fuera de la palabra, con otros lenguajes y gestos, con el cuerpo, los saberes, la memoria. Quizás fuera de lo humano, más allá de jerarquías y centros, podamos intuir otros modos y recetas para habitar con otros ritmos y formas este mundo. Aquí, mientras apilo, no dejo de pensar. Hay una conversación que me acoge: se desenvuelve entre el cuerpo y la tierra, y me recuerda que también escribí. Con otra voz, desde lo pequeño, desde el hacer, con las manos.
Termino un ramo más, me dirijo hacia otro. Sé que no terminaré todo en una sola mañana. Una abeja pasa cerca, zumba, parece que quisiera detenerse junto a mí, en este instante. Sigue. Ella también realiza su labor, improvisa en el aire la miel de mañana, quizás baila para que sus compañeras sepan dónde encontrar el sustento. Nunca llegará tarde. Quiero imaginar que yo tampoco. Vendrá otra estación y también la palabra, y usaré los restos de poda para cocer el pan cuando quiera regresar el frío.