Serás un árbol

Opinión 

Fue el último día de primavera. Quizás por eso las yeguas caminaban despacio cuando abrió la mañana. Salieron al prado en silencio, añorando la tierra húmeda que dejaba hace no tanto la lluvia. En el aire, un olor distinto. No lo sabré nombrar aún, más tarde intentaré decir una cosa y vendrá un sueño: el fin de algo, una despedida, un umbral.

Aún quedan en el tejado huellas del frío que se fue. Líquenes, restos de un breve tornado, algún fragmento suelto que ya no encaja y espera a que alguien suba, lo recoloque en su posición original. ¿Estarán aquí todas las cosas que no se dicen y quedan en el aire? Puede que las sostengan ahora las golondrinas que volvieron otra vez a casa. Algunas anidarán; otras se balancean entre el tendido de la luz y los nuevos senderos de los animales salvajes que, cada noche, van abriendo la hierba.

En los cerezos un sonido áspero, que no para quieto, que salta impaciente entre nosotros. Son los estorninos. Parece que árboles y pequeños frutos no les bastan. Más tarde aprenderé que estos pájaros no siguen a toda la bandada: solo a sus siete vecinos más cercanos. Así pueden mantener la integridad del grupo, y responder de manera casi instantánea a un depredador o a un cambio de ruta. Así también hacen, al atardecer, este cielo.

Habrá un trozo de tierra donde la hierba tardará más en crecer. Algo se detiene ahí. La luz, el agua, unas manos intentan colocar unas piedras con cuidado, delimitar el espacio donde el suelo necesitará su propio ritmo, donde quisimos dejar un árbol.

No sabíamos qué hacer con ese cuerpo tan pequeño, tibio aún cuando lo envolví en un paño viejo de cocina. El cachorro había llegado en primavera, con el hambre torpe y el dolor metido en los ojos. No vivió mucho, apenas unas semanas. Pero dejó una costumbre: la de esperar su calma cada vez que él le daba de comer muy despacio, separado de los otros. La casa parecía más llena cuando él dormía.

Red dog. Franz Marc, 1911.

Red dog. Franz Marc, 1911.

F.M

No le pusimos nombre. No por indiferencia, frialdad o descuido. Ahora sé que quisimos que habitara en otros lenguajes: el del frutal y el relincho, el del zorro que se cuela antes de acabar la noche para comer las cerezas que caen. Tal vez, sin saberlo, le protegimos del vínculo que a veces se impone cuando se nombra. De ese gesto tan humano de pensar que todo aquello a lo que se le da la palabra se convierte en pertenencia.

Elegí una especie donde las flores se esconden dentro del fruto. No quise enterrarle solo. Un árbol que siempre regresa, como la memoria, incluso en aquellos lugares donde se piensa que nada podrá crecer. Planté con él una higuera, para que algún día pueda ser hoja, sombra, dulzor y alimento para otros.

A la mañana siguiente llegó la tormenta. Nos despertamos con la lluvia. En ese espacio de duermevela, quise creer que el verano había entendido esa primera tarea que tenía pendiente: regar esta herida.

Enraizar un árbol —ahora lo entiendo— no es solo abrir la tierra y plantar. Es quedarse, cuidar el suelo, poder regresar a casa. Ahora está ahí, tan frágil todavía. Un tallo casi desnudo y dos hojas minúsculas a ras del suelo me enseñan: crecer también es darse cuenta de que no hay forma de retener aquello que amamos. Pero sí de hacer sitio.

Quizás un día—cuando ya no estemos— alguien se acerque a esa higuera, arranque un fruto maduro y se lo lleve a la boca. Quizás no llegue a saber de ti ni de nosotros, pero compartirá tu luz y un eco seguirá recordando. Eso también será un lenguaje.

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