Mañana no como

Opinión 

Mañana no como
Lakshmi Aguirre

Dice C que nunca consiguió ver el horizonte entre sus piernas. Se ríe, pero en realidad es dramático. Le da vueltas con la cuchara a una ensalada de tomate que Adrián, mano derecha de Fernando Alcalá en Kava, nos ha preparado. B también se ríe, aunque conoce la gravedad del asunto. Nunca lo vislumbró porque sus muslos siempre se rozaron y no le permitían ver más allá. Carne con carne. C ahora es vegetariana.

Cuenta que, cuando se fue de Erasmus, solo comía chicle para engañar al estómago y lograr que la luz atravesara su cuerpo. Ahora se lleva las manos a la cabeza. Entonces, se las llevaba a la cintura, a los pliegues, al contorno de los brazos. Todas lo hicimos, solas frente al espejo. Calculábamos calorías porque, al traducir la comida a números, las cuentas salían. Las matemáticas son tajantes como cuchillos.

C, B y yo pertenecemos a esa generación en la que la delgadez era sinónimo de belleza, éxito, poder. En la televisión, en las revistas, el bombardeo: Kate Moss, Christy Turlington, Esther Cañadas pisaban la pasarela con una firmeza que devolvía las líneas rectas que todas aspirábamos a tener. No era una cuestión física. Decirlo a estas alturas sería reduccionista: ningún TCA es una cuestión de imagen. Sin embargo, aquellos ángulos convexos sí eran un disparador.

Salva, el sumiller, nos ha servido un cóctel elaborado con fermentos propios con los que están experimentando. C y B beben más despacio de lo que a mí me gustaría, porque yo no puedo beber. Tengo a mi hija en el pecho. Hablamos de lo afortunadas que son las nuevas generaciones, del movimiento body positive, de la satisfacción que nos da ver a las chicas de hoy con tops y pantalones cortos que nosotras nunca nos atrevimos a llevar. De esa confianza en ellas mismas que jamás se nos ocurrió que podíamos tener. Sobre todo si nuestros muslos se tocaban. Y claro, lo hacían.

Ojalá haber nacido ahora.

La niña termina de mamar y pasa de brazo en brazo. Todos le gustan. Come cuanto necesita y cuando quiere. No se pregunta por qué, ni si es el momento adecuado o si es demasiado. Ese es un discurso que vamos asimilando con el tiempo y que hemos pervertido. Siguen saliendo platos: ajoblanco con gambas, pez limón, pintada con curry e higos, siempre salsas acogedoras, postres que nos cuidan. A C le versionan las recetas con vegetales suculentos. Durante el menú degustación, ninguna de nosotras, afortunadamente, se pregunta aquello de “uf, cuántos quedan”, ni menciona el horroroso “mañana al gimnasio” o el igual de detestable “mañana no como”. Con las matemáticas también llegó la culpa. Ninguna lo verbaliza, pero todavía estamos aprendiendo a navegarla.

Ángulos cóncavos y convexos en un postre de Kava

Ángulos cóncavos y convexos en un postre de Kava

CLV

Frases como estas se han convertido en un mantra, incluso entre profesionales que se dedican a escribir sobre restauración. Se repiten a un lado y otro de la mesa y siempre acaban salpicándonos. Manchan. Son innecesarias, punitivas, el reflejo de un sistema que nos ha hecho pensar que el disfrute necesita penitencia. Que comer esto o aquello -o las dos cosas- es señal de debilidad. Que si se rozan nuestros muslos nos quedaremos sin horizonte. Porque el horizonte hay que merecerlo.

Os pediría que guardarais silencio. Las palabras pesan más que los cuerpos.

Han pasado varios meses desde aquella cena con B y C. Hoy nos compartimos titulares por WhatsApp: “La revolución Ozempic y el nuevo culto a la delgadez frenan la aceptación del cuerpo”, “Adiós al culo: regresa el heroin chic”, “#SkinnyTok y la secta del ‘no eres fea, solo estás gorda’”. Nos han montado en el DeLorean a la fuerza y hemos salido expulsadas hacia los 90. B reconoce que, desde aquella década, le han atraído los cuerpos delgados. C, que siempre ha querido tener unos cuantos kilos menos, aunque intenta no darle demasiadas vueltas.

Tengo aún a la niña en el pecho. La lactancia me da un hambre y una sed atroces. Me avergüenza estar comiendo todo el día. En Kava alcanzamos a vislumbrar un futuro más sencillo para mi hija, descolonizado de la mirada ajena. Escribe Gabriela Wiener: “Aceptar el cuerpo no es una llegada, es una práctica diaria, una pelea interna contra lo que nos enseñaron a odiar”. Desafortunadamente, la herida todavía supura.

Etiquetas
Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...