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‘Fucking’ guiris

Opinión

Lakshmi Aguirre

Lo malo de mudarse es darse la vuelta. Si lo haces, ves que el espacio que ocupabas tú, tus cosas y su memoria no ha quedado vacío, inmutable, sino que lo ha ocupado otra persona, una que quizá, en un primer momento —una hora o ni siquiera eso—, sintió que ese lugar no le pertenecía. Hasta que lo hizo.

En la que fue tu casa, desconocidos caminan desnudos, bostezan, tienden la ropa que tú interpretas desde afuera como banderas de conquista; se apoyan en tus paredes para alcanzar el baño en la oscuridad; se queman con el agua de la ducha porque todavía desconocen que el grifo tiene truco. Como en la Casa tomada de Cortázar, se hacen con tus pasillos, tus habitaciones —si has tenido la suerte de contar con más de una—, con tu sala de estar, con la cocina. La casa ya no te espera. La ciudad tampoco.

No queda hueco. La barra del Casa Urola no está para ti. Tampoco la de la Cuchara de San Telmo, ante la que hacen cola alrededor de veinte extranjeros para tomarse tu pintxo favorito de foie con manzana. Ya no existe A Fuego Negro. Hay lista de espera en la cafetería de tus colegas, te dejan sin gambas gabardina en la taberna a la que te llevaba tu aitxitxa cuando no llegabas al metro de altura

Y, de pronto, no sabes si porque te has quedado sin gambas o porque se dirigen a ti en inglés o en francés dando por hecho que no eres de aquí, desde lo más profundo de las entrañas, desde algún punto entre la aorta abdominal y el intestino delgado, escala una frase terrible que eres incapaz de tragar: “Fucking guiris”.

Se te llena la boca en su idioma.

Turistas en un restaurante

Lakshmi Aguirre

Entonces, te viene a la cabeza tu mejor amiga, medio belga, medio sueca, que ahora vive en Cuenca (Ecuador) y cuya hija mayor, marbellí, es tu ahijada; también la inglesa y sus tres niñas, una de ellas catalana; en lo que pronuncias esa ese sibilina del plural, recuerdas al marido belga de origen vietnamita de la madrina de tu hija pequeña, cuya madre —la de ella— era de Manchester, pero se enamoró en el sur; a tu compañera de trabajo venezolana y su niño con ocho apellidos vascos; piensas en tus hijes, en cuyas venas corre sangre de Euskadi y de Andalucía (y más allá, de Galicia y de Cantabria). El contacto entre forasteros y locales produce relatos, enriquece la vida de las ciudades. Y la nuestra.

Fucking guiris”, dices. Y te arrepientes.

Además, sabes —en el fondo lo sabes— que tú también lo eres. Que, como el resto, cruzas líneas invisibles, ocupas el espacio de otros, terminas con las mejores raciones de otras barras. Que no tienes mejor gusto, ni eres más lista, ni menos culpable de la gentrificación. Viajar, aunque se disfrace de ocio inocente, nunca es un gesto neutro. Cada reserva, cada vuelo, cada mesa que ocupas altera un ecosistema, un barrio, una forma de vida. Ser turistas no te exime de responsabilidad: al contrario, te obliga a mirar con más cuidado dónde pones los pies, qué historias interrumpes, qué recursos agotas.

Escribe Martín Caparrós que “el turismo es una de las fuerzas sociales más potentes de estos tiempos: redibuja lugares, los vuelve caricaturas de sí mismos”. No se equivoca. Solo hay que visitar los mercados de abastos de cualquiera de nuestras capitales. Sin embargo, también genera espacios de conexión. Con todo lo superficial que pueda parecer, el turismo es también una forma de ir detrás de sentido, de belleza o de consuelo. Algunos viajes se realizan por supervivencia.

En Estuve aquí y me acordé de nosotros, ese fabuloso cuaderno editado por Anagrama, Anna Pacheco saca a colación, entre otras cosas, que el turismo modifica no solo lo físico, sino lo simbólico de la ciudad. ¿Y quién posee ese espacio simbólico, el de la ciudad que dejas atrás y el de la que te recibe? Puedes llevar dentro lugares, pero eso no quiere decir que te pertenezcan.

Al final, a falta del sentido común de nuestros gobernantes, quizá lo único que nos quede es el nuestro y hacer un pacto silencioso, uno con el espacio público para que cuando nos vayamos, no dejemos solo la huella de nuestro consumo, sino también la de un respeto que permita a esa ciudad seguir siendo algo más que un decorado para nosotros. Quizá solo nos quede reconocer que todos somos guiris en alguna parte.