Platos que son puentes

Opinión

Izzeldin Boukhari llegó a la ciudad hace unos días. Vino para organizar una cena. Lo hizo, también, para abrir puertas, tender puentes a través de sus platos. “Cuando te sientas a la mesa estás cara a cara con el otro; cuando compartes comida, sabes que hay una confianza mutua. Cuando invitas a alguien a comer, le estás haciendo saber que es bienvenido”, defiende.

Es una filosofía sencilla, pero gana en complejidad, se hace aún más necesaria, cuando sabes que parte de la familia de Izzeldin está en la Franja de Gaza, en la que él mismo solía hacer tours gastronómicos con sus clientes.

Ahora, este palestino viaja por el mundo utilizando la cocina como argumento. Cuando llegó a la ciudad había pasado ya por Manchester, Edimburgo, Amsterdam, Viena; desde aquí partía hacia México. Sus platos son sencillos, caseros, elaborados con productos que a nosotros, habitantes del sur de Europa, nos resultan cotidianos.

Sin embargo, hay en su propuesta algo poco conocido. La cocina libanesa es una de las más populares del este del Mediterráneo, la siria cuenta, como la egipcia, con una representación bastante significativa en las principales ciudades europeas. Incluso la cocina israelí tiene iconos que nos resultan reconocibles y a autores como Yotam Ottolenghi que a través de libros como Jerusalén (2012) hacen una labor realmente importante para divulgarla.

El chef Izzeldin Bukhari

El chef Izzeldin Bukhari 

@sacredcuisine

Palestina, sin embargo, se ha quedado, también en esto, a la sombra. Es cierto que hay intentos puntuales, algún librro, restaurantes que se centran en esa gastronomía, pero la verdad es que, pese a ello, la cocina palestina, como su cultura, sigue en buena medida sin existir para el mundo.

No es, seguramente, un hecho casual. Es una manera más de borrado, de invisibilización; algo que encaja con el ninguneo sistemático que la comunidad internacional ha asumido como natural, sin cuestionárselo, durante décadas y del que hoy vemos las consecuencias más atroces, inimaginables hace tan solo un par de años.

Silenciar una cultura -también una cultura gastronómica- es silenciar a un pueblo, a sus habitantes; es relegar su día a día, los elementos que la cohesionan, que la identifican y que la convierten en una realidad única y compleja, a la oscuridad; condenarla a un papel subordinado, inferior, frente a otras que se difunden, se apoyan y se reivindican. Hay pocas decisiones culturales que sean inocentes, fruto de la casualidad, por eso sorprende que no nos hayamos preguntado antes por algunos vacíos en el mapa de las cocinas de aquella parte del Mediterráneo que hemos asumido como lógicos, por algunos silencios que resultan atronadores.

Es por eso por lo que un plato sencillo, una ensalada con tomate y hierbas, una receta de arroz con berenjena coronada con unos granos de granada puede tener una resonancia particularmente profunda. La tiene como una ventana que se abre a una cultura, como una puerta que propone ser atravesada; como el gesto de alguien que nos lleva a su casa y nos invita a sentarnos a su mesa. Porque compartir comida nos acerca, nos hace parte de algo en común; humaniza al otro, le pone rostro, gustos, preferencias, manos.

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Y porque en este caso nos enfrenta a una realidad, nos genera un conflicto. Nos obliga a recordar el hambre utilizada como arma, como herramienta para el exterminio de una sociedad, de una cultura y de un pueblo; nos fuerza a tener presentes a quienes hoy están privados, de una manera programada y sistemática, del acceso incluso al más esencial de esos platos. Y eso nos incomoda, nos coloca en una posición que nos fuerza a pensar, aunque logra hacerlo sin increpar, sin culpabilizar. Cada plato tiende un puente, invita a entrar, acoge y abraza, pese a todo.

Izzeldin lo sabe, como los sabemos los que decidimos pagar por sentarnos a su mesa por una noche. Hace lo que hace porque es su modo de vida desde hace años, probablemente también porque no puede hacer mucho más para aportar algo, para invitar a conocer, a humanizar y a sentir un poco más cerca.

Quien acude a una de sus convocatorias descubre una cocina lejana y afín al mismo tiempo, sabores reconocibles que adoptan acentos nuevos; viaja a través de las influencias que la historia ha ido dejando en ese gran cruce de caminos que es Palestina, en el que Asia encuentra el Mediterráneo y por el que han pasado musulmanes, judíos, cristianos, otomanos y beduinos, árabes y griegos, egipcios, persas…

A su mesa se descubre una cocina que para nosotros ha sido un gran silencio y que es hoy una invitación a compartir, una propuesta de encuentro, una herramienta diplomática poderosa en la que casi todos podemos sentirnos acogidos, una mirada a los ojos -ese es el poder de la gastronomía- que cuesta mantener porque podemos, ahora que la hemos visto, reconocernos en ella.

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