Contra la perfección en la sala
Opinión
París. Cruzo en taxi el Bois de Boulogne, el de Bresson y sus damas. El conductor me deja a la entrada de un edificio de principios del siglo XX, un palacete blanco y estoico como un aristócrata que no se resigna a desaparecer.
Molesté y hablé mucho con Philippe Regol antes de plantarme aquí, en la puerta del restaurante Le Pré Catelan*** de Frédéric Anton (ex Veissière y Robuchon), con Mehdi Sgard al frente. Regol valoró mis circunstancias, tanteó mis posibilidades —sobre todo, mis expectativas—, supo leer lo que necesitaba en una primera visita en solitario a París. Acertó. Suele tener la manía de hacerlo.
Y ahora, Mégane Pantanella —piel cálida, ojos atentos, cabello recogido con la precisión de quien no permite el desborde— extiende los brazos cuando cruzo la puerta. “Es un gran placer conocerte”, me dice.“¡Bienvenida!”. No sé cómo reaccionar. Me siento torpe, no sé andar con tacones, mi francés es de primaria, mi inglés de andar por casa. Cuando me encuentro en ambientes lujosos es como si un niño me hubiera colocado, cual muñeco de Playmobil, en un set que no me corresponde. Y Mégane, un derroche de elegancia calma, ha sido tan afectuosa —afectuosa en Francia, no lo olvidemos— que me ha pillado desprevenida.
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Bandeja de plata pequeña, bandeja de plata mediana, bandeja de plata grande. Todas fulguran en el aire. Los camareros que las sostienen no andan: se deslizan. La lámpara, con sus 24 brazos pálidos como un pulpo futurista, los observa desde arriba. Abajo, terciopelo verde, mármol, espejos, se disputan el protagonismo con el brillo del metal de candelabros y cubertería. Grandes ventanales permiten a los jardines entrar al comedor; también a las estatuas que se reparten aquí y allá. Y, sin embargo, resulta extrañamente acogedor.
En la mesa, una vela llamea al paso de la nueva y vieja guardia. Llega un cracker como una joya: una lámina de salmón poco más gruesa que un folio cubre un pan rectangular. Tiene el perfume de la cebolla tierna que lo corona. Llegan: una envolvente bullabesa de langosta en una taza de capuccino, una tartaleta crujiente de stracciatela y guisantes. Hay hierba, hay mar, hay mantequilla. Al morderla se derrama un corazón de caviar que llora como si se lo hubieran partido por desamor.
Algunos de los camareros son insultantemente jóvenes. Otros sobrepasan los sesenta. Mégane vuelve de vez en cuando, sin hacer ruido, para comprobar que estoy bien. Cómo no estarlo. Charlamos de que viajo sola —sin niñes— por primera vez, de su pasado en otros restaurantes (entre ellos, en el Jean Imbert au Plaza Athénée* y Jules Verne**, también de Anton, en lo alto de la Torre Eiffel), de cómo ha logrado llegar a dirigir este restaurante a una edad temprana. No impone su presencia, ni ella ni su equipo. No hay un ápice de aspereza ni de teatralización. El servicio está calibrado al milímetro, pero han naturalizado tanto los gestos que consiguen que no resulte artificioso, frío.
Estoy en Francia, pero es como si no lo estuviera y este pensamiento me vuelve a pillar desprevenida. Rememoro mis últimas experiencias en los tres estrellas españoles, incluso en alguno de dos, y, salvo excepciones, la sala me ha parecido mucho más rígida, distante, forzada que esta. Me he encontrado con personal que no mira a los ojos, que canta los platos como les hijes de los 80 repetíamos la lección, palabra por palabra, en una clase aburrida e impasible. Los saludos, las descripciones, las despedidas, son un eco que rebota en las paredes y pasan de una mesa a otra. Interrumpen conversaciones, confidencias, besos —con suerte—.
Con el avance de los principales, se va desmoronando la función. A los jefes de sala, con la frente sudada y la garganta como la de una profesora de párvulos, se les caduca la simpatía. Sus gestos —una caída de párpados, un suspiro elocuente al retirarse de la mesa, un dedo traicionero— delatan que están hartos de repetir lo mismo día tras día, de defender menús degustación interminables, de ser el anfitrión ideal para otros en una casa que hacen suya, pero que no lo es.
Son humanos, no robots que alguien se ha empeñado en programar para que lo sean.
Se ha estandarizado un modelo de servicio que se mide en estrellas y que es reflejo de un lujo clásico, heredado. En su momento una guía consideró que era el conveniente. Los restaurantes entendieron que era un pase al cielo y los comensales se sentían halagados por el trato, privilegiados por poder participar de la liturgia y obtener esa legitimación cultural. También entran en juego sus expectativas.
A mí me resulta intimidante, estricto. Lugares en los que tengo que demostrar mi capacidad de saber estar en vez de relajarme, en los que se me otorga un papel pasivo, complaciente, en el que tengo que pedir disculpas cada vez que tengo que ir al baño (y soy de las que lo visitan mucho, he parido dos veces —así se lo conté a uno de estos jefes de sala hace poco, dadas sus miradas de reproche-).
Siempre a vueltas con la perfección, cuando en la mayoría de las ocasiones resta frescura, autenticidad y capacidad para leer a quien se sienta en la mesa —y para comprender a quien la sirve—. La experiencia de sala es tan trascendente como la de la cocina, y hoy, quizá más que nunca, pedimos cercanía, conexión. Que nos vean, vernos, en el sentido más amplio. Eso sería lo perfecto.
Mégane lo hizo. Me vio (también Regol). Y por eso este lugar, tan blanco, tan barroco, tan ajeno, terminó por ser una de las mejores experiencias que he tenido en un restaurante. La comida fue extraordinaria; el servicio, también.
Hay rituales que perviven, pero ya sin una narrativa sólida. No hablan nuestro idioma, no pertenecen a nuestra época. O, al menos, no a la generación —ni a la clase— a la que pertenezco. No estoy contra la perfección; ni siquiera contra el lujo. Sí, definitivamente, a favor de resignificarlos.