Robar el aire

Opinión

Robar el aire
Lakshmi Aguirre

Él es inglés; lo sé por su acento. Ella asiática, de tez morena y porte de isla. Ocupan la mesa contigua a la nuestra, donde un niño nos tienta para jugar al siete y medio con una baraja de cartas que ha sobrevivido, a duras penas, a los últimos días de playa. La niña, de año y medio —que a veces parecen tres—, trata de robar las patatas fritas que nos han sacado con unas bebidas que, en esta época del año, nunca están lo suficientemente frías.

Rozan las ocho de la tarde en la terraza del restaurante. Marbella se quita el salitre del cuerpo y se engalana —siempre demasiado en verano, como si fuera lo debido aquí, como si quienes habitamos en esta ciudad nos sumergiéramos en brillantina antes de salir de casa— para cenar en muchos, cualquiera, de sus locales. Ellos lo han hecho: él, el inglés, con su camisa de lino blanco con los dos primeros botones desabrochados; ella, con un vestido verde de seda que envidio cuando mi hija me permite mirarlo. Comparten una botella de vino blanco con hielo. Comen sin darle importancia. Fuman como si les fuera la vida en ello.

Una foto en blanco y negro

Una foto en blanco y negro

David Triviño

Cada una de sus bocas absorbe, mastica, expulsa humo como en una fábrica metalúrgica de la Euskadi de los noventa. No comparten el paquete de cigarrillos: los de ella son finos, alargados, como sus dedos. Cuando el inglés apaga el suyo, la mujer toma uno del paquete que descansa junto a su plato y lo prende. Se turnan en una cadena de montaje nicotínico: uno, otro; uno, otro; uno, otro… al ritmo de una canción que contemplamos, pero que no somos capaces de escuchar. Es como presenciar la escena onírica de la película Dumbo en mute: volutas como elefantes alzándose en una danza geométrica.

Nos desesperamos.

Somos cinco personas en una burbuja en la que nos han introducido sin permiso y de la que intentamos zafarnos a manotazos. Un suspiro gris y ajeno acompaña cada bocado; viaja en el tenedor que llevamos a la boca y marida el pan, el queso y ese tomate que deberían haber mantenido fuera de la nevera. Una bruma gris nos embota el olfato, el nuestro y el de mis hijes.

Nos removemos en las sillas.

Mi madre abandona la mesa; se aleja entre cinco y diez metros para darle un par de caladas a un cigarro que ella misma lía con una habilidad inusitada y cuya ceniza guarda en un cenicero portátil con cierre que lleva en el bolso. Siempre lo hace. Es fumadora desde los doce —ella dirá que desde los dieciocho, pero hace tiempo que una foto en blanco y negro la traicionó— y ha visto y padecido la cada vez mayor delimitación de los espacios para fumadores. No se queja.

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Mientras, el resto rezamos, sin saber a quién, para que sincronicen sus caladas y nos den un respiro. No lo hacen. Uno, otro; uno, otro; uno, otro… Las llamas se encienden en un tres por cuatro de manual de solfeo. Intentamos adivinar la procedencia de la pareja. Apostamos: no tienen descendencia. Apostamos: pedirán otra botella y ningún plato más. Apostamos: seguirán sin dirigirse la palabra el resto de la cena.

En las terrazas, donde vamos a comer, beber y conversar, el aire pasa a ser propiedad privada en cuanto alguien enciende un cigarro. El humo no entiende de metros de distancia ni de corrientes de aire: se instala. Lo hace en el queso, en la servilleta, en el pelo de mis hijes. Los que fuman lo saben aunque traten de no mirar hacia los lados; aunque se hagan los sorprendidos cuando les pedimos que, al menos, no les lancen su bruma acre a bocajarro. No, no tengo la suficiente nostalgia para justificar que el olor del tabaco sea parte del inventario de un bar.

La prohibición de fumar en las terrazas —anteproyecto que aún está pendiente de aprobación por parte del Consejo de Ministros— no sería un gesto autoritario. Sería un acto mínimo de cortesía colectiva. Como apartar una silla para que pase alguien o bajar la voz en un cine. Cosas que no se hacen por ley, sino por respeto. Solo que, en este caso, habrá que escribirlo en el BOE para que ocurra. Apostamos: no ocurrirá nunca.

Solo en uno de los vaticinios nos hemos equivocado. Una mujer —probablemente una au pair— y tres niños se sientan con la pareja en la mesa. Los pequeños comparten rasgos y también los restos que su padre y su madre han dejado sobre los platos. Pensamos que quizá, solo quizá, dejen ahora el tabaco. No lo hacen.

Pedimos la cuenta. Antes de girar la esquina, mientras empujo un carro de bebé destartalado, miro hacia su mesa. Un vagabundo se ha parado para mendigarles un cigarro. Se lo niegan en un gesto paradójico, casi cruel. Las volutas de humo les rozan la camisa y el vestido verde de seda que no me ha dado tiempo de envidiar, para después alzarse y desaparecer bajo la luz de las farolas. Aquí, lejos de ellos, el cielo de la noche es limpio. Cerca, el aire sabe a otra cosa.

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