Cada vez que oigo la palabra panetone -en italiano, las dos tt le dan una sonoridad especial- me apetece ponerme a cantar Piazza grande, la canción de Lucio Dalla. Cada vez que alguien pronuncia la palabra panetone, tengo ganas de volver a ver Amici miei, la película de Mario Monicelli. Cada vez que huelo un panetone, me apetece recitar un verso del poeta Giuseppe Ungaretti: Cerrado entre cosas mortales, También el cielo estrellado acabará, ¿Por qué ansío a Dios?
Muchas veces me he preguntado si el secreto del universo está dentro de un panetone. Y la respuesta es que quizá sí y que esa es la razón por la que, una vez ingieres un pedazo y este llega a los territorios del paladar, se produce un Big Bang incomparable de emociones.
La primera vez que probé un panetone fue a principios de los noventa, en la casa milanesa de Ada, la mamma de mi amigo Marcello y desde ese día he permanecido fiel a un bollo que crea adicción. Lo que jamás pensé, aunque no me extrañó cuando sucedió, es que ese dulce cruzara el Mediterráneo y fuera adoptado por los hogares españoles con un furor que, en Navidad, casi ha terminado con la hegemonía del turrón.
Panettone
El origen del panetone es un misterio, aunque, como sucede con casi todas las cosas importantes, dicen que nació de manera accidental. A finales del siglo XV, a un cocinero al servicio de un duque milanés se le quemó el postre que preparaba y Toni, uno de sus ayudantes, decidió salir del entuerto improvisando un pan dulce mezclado con las cosas que tenía a mano. Así nació el pan de Toni, que con el tiempo terminó derivando lingüísticamente en panettoni. Y como dicen los italianos: si non è vero, e ben trovato. Tampoco se sabe a ciencia cierta si Toni también tuvo la idea de colocarlo boca abajo una vez lo sacó del horno para que no se achatara, pero si realmente fue ese pinche el creador de la genialidad, merece ser beatificado por haber creado un milagro gustativo.
De tipos de panetone hay para todos los gustos, aunque a mí, como buen amante de lo clásico, me gusta el de Toni, considerado el tradicional. Cualquier añadido, sea el chocolate u otros ingredientes que no sean pasas y frutas confitadas, me parece un ruido para un paladar, el mío, que siempre busca el reencuentro con aquella primera experiencia milanesa. Y sé que los muy chocolateros no entienden un panetone sin chocolate, pero a mi parecer, no deja de ser una extravagancia. Con el panetone y su explotación comercial puede acabar sucediendo lo que ha ocurrido con el turrón, que de tantas excentricidades, parece haber entrado en un agujero negro de dimensiones galácticas. ¿Hay demanda para tanta variedad?
Treinta años más tarde de mi iniciación en el mundo, universo, galaxia del panetone, no existe una pastelería que se precie sin que tenga un pan de Toni colocado en sus vitrinas a modo de trofeo creativo. Preparar un buen panetone, el no industrial, por supuesto, no está al alcance de todos los profesionales de la pastelería. La elaboración de uno de los buenos requiere de un día y medio y como dice textualmente la página de internet consultada, de dos días si se retarda la segunda fermentación. Un proceso laborioso que hace del dulce italiano un producto caro si pides liebre y te dan gato.
La semana pasada me paré a tomar un café en una panadería degustación y servían, a modo de reclamo, una porción minúscula de panetone de chocolate. Hay panetone que asemejan, por cementosos, a una bola de cañón y ese me pareció un claro indicio de degradación de un producto que basa su excelencia en la delicadeza. La textura del panetone debería ser esponjosa y sedosa, como lo es el panetone que preparan en La pasticceria di Gracia. Cada miércoles suelo ir a ese establecimiento junto a mis amigos Jofre Horta y Natal Vallvé, hipnotizados por la calidad de sus dulces. Allí todo es sublime. Su canollo, su crostata, su sfogliatella me permiten hacer un viaje a Italia sin salir del barrio de Gràcia y volver, gracias a su panetone, a esa tarde sentado en la cocina de la casa milanesa de Ada. Tenía 25 años y muchos panetone por delante.

