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Montia: radicalidad serrana con alma de bosque

En la Sierra de Guadarrama 

Con una carta cambiante e imprevisible como la Sierra misma, el restaurante de Dani Ochoa expresa un compromiso con productores y paisajes que el comensal puede palpar en cada bocado

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El cocinero Dani Ochoa, quien sufrió el incendio de su primer local en 2021, regenta este proyecto ya consolidado, con estrella Michelin y dos soles Repsol

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Amanece en la Sierra de Guadarrama con un aire frío que baja de los pinos, un repicar de campanas en el monasterio y esa luz azulada que parece cincelar las piedras de San Lorenzo de El Escorial. Entre ciervos huidizos y cornejas vocingleras, se esconde un templo mucho más reciente y menos solemne: Montia, restaurante que ha convertido al monte Abantos en despensa y al calendario de las estaciones en dogma de fe. No hay claustro ni retablo, pero sí una liturgia pagana que celebra los dones del campo con la misma devoción con la que antaño se cantaban maitines.

El artífice de este milagro serrano es Dani Ochoa, cocinero obstinado en demostrar que la alta cocina puede hablar en dialecto de pueblo, con resonancias de huerta, micología azarosa y cabritos de Fresnedillas. Tras el incendio que en 2021 arrasó su primer local, Ochoa renació de las cenizas con la tozudez de los cornejales. Hoy, con el restaurante plenamente consolidado, luce una estrella Michelin –¿por qué no una estrella verde?– y dos Soles Repsol, prueba de que la fidelidad a unas convicciones sensatamente radicales puede convertirse en virtud.

El restaurante asemeja un refugio de montaña con un fantástico porche-comedor

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Sala de Montia

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El local, discreto y acogedor, rehúye la grandilocuencia estética. Más bien asemeja un refugio de montaña con un fantástico porche-comedor y un pequeño huerto externo de hierbas aromática. Aquí no hay murales vanguardistas ni lámparas de diseño: el lujo se mide en artesanía y honestidad. Montia propone dos menús degustación —115 y 130 euros, sin maridaje— y un recorrido más abreviado entre semana (80 euros). Pero en realidad, la carta es la Sierra misma: cambiante, imprevisible, marcada por las lluvias, los caprichos de la micología o el ánimo de un campesino o un pastor. No se trata de un relato impostado sobre sostenibilidad, sino de un compromiso real con productores y paisajes que el comensal puede palpar en cada bocado.

La liturgia arranca, sobre una gastada mesa de olmo llena de cicatrices y sin mantel, con los panes del obrador Abantos —de trigo duro, de maíz, de centeno— y la mantequilla de cabra de La Cabezuela, untuosa y levemente ácida, espolvoreada con sal de Saelices. Junto a ellos, el vermú casero del propio restaurante —fresco, especiado, con un punto de ajenjo serrano— y una cerveza artesana elaborada en colaboración con la micro-brewery Bailandera. El mensaje es claro: antes de hablar de técnica, hablemos de territorio.

Espárragos, caldo de anchoas y mantequilla

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El restaurante cuenta con un pequeño huerto externo de hierbas aromática

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Los aperitivos, servidos sobre una piedra de río, funcionan como contraseña del estilo Montia: tortilla de chalotas con mayonesa de trufa, galleta de paté de paloma y una tosta de cangrejo. Son bocados mínimos, casi juguetes, que abren la puerta a una sucesión de pases donde la naturaleza se impone sobre la retórica. Llega entonces un tomate de Los Molinos con hierbas de ribera de un naturalismo desarmante: toda una declaración de intenciones. Luego, una ostra en escabeche de flor de saúco y ciruela, donde Dani muestra modales de alta cocina, seguida de una trucha con ledipium y champiñón y, reincidiendo en los sabores montaraces, un rebozuelo con mantequilla y azafrán, delicado como un haiku.

Lo fascinante es que buena parte de esas hierbas y brotes los recolecta el propio equipo. Marcos, uno de los cocineros, reparte su tiempo entre los fogones y el campo: sale cada semana a buscar corujas, colletas, espárrago velloso o montia fontana, una planta acuática que da nombre al restaurante. Esa búsqueda convierte cada servicio en una crónica botánica de la Sierra. En Montia no hay un recetario estable, sino una conversación continua con el entorno.

Garbanzo en verde con trufa de verano y chenopodium

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Ochoa y su sumiller, el italiano Marco Masolini, llevan esa radicalidad también al plano líquido. Lejos de buscar vinos fáciles, optan por fermentados de uva de mínima intervención, algunos casi domésticos, que obligan a repensar qué significa un maridaje. “No pretendo que nuestros vinos estén buenos”, explica el anfitrión, “me basta con que realcen los platos”. Ese es el pacto: aquí no se busca agradar al paladar acomodado, sino zarandearlo.

En el turno de los principales, el menú no escatima intensidad. La terrina de conejo de monte, limón y ajedrea da paso al ravioli de asadurilla encebollada con aceite de pino, un bocado que resulta tan expresionista que casi huele a resina: mientras que el cordero lechal colmenareño, apenas acompañado por un delicadísimo fondo de su jugo, abre la puerta a la imprescindible casquería. En este caso, los célebres callos de Montia, presentados en dos tiempos: primero, en forma de albóndiga de morcilla con salsa de pata de vaca; después, los morros, patas y toalla de toda la vida, ortodoxos, melosos, con su chispa de guindilla. En ambos casos, la copa juega un papel tan provocador como el plato: una Hot Sangría especiada que rinde homenaje a la costumbre popular de avivar los guisos con picante.

Callos

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Cangrejos

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El apartado dulce, lejos de ceder al convencionalismo, mantiene la misma coherencia radical. Una ensalada de espinacas con helado de queso invierte convierte lo vegetal en pre-postre. Más adelante, el pastel ruso con horchata de bellotas cubre las expectativas de los más golosos, seguido de unas fresas con frambuesas, vino rancio y merengue de almendra amarga con las que Dani demuestra su buena mano con la sobremesa. Como borche de oro, rompiendo de nuevo los esquemas, unos cordyceps al whisky, con aceituna y helado de piñón que uno se llevaría envasados a casa…

Y hablando de eso: Montia no se limita a poner platos en la mesa. Es, en palabras de sus impulsores, un “universo” que invita a conocer el origen de los ingredientes antes de verlos transformados en cocina. Se organizan salidas al bosque, visitas a productores, experiencias de pesca sostenible en los riachuelos serranos o recolección de setas guiada por los propios cocineros. Para prolongar el hechizo, el restaurante ofrece además un Club Montia con cajas estacionales y una tienda online que envía productos de la Sierra a domicilio. La gastronomía se convierte así en estilo de vida, casi en religión laica.

Montia es consciente de que sus vinos turbios, sus callos incendiados o su ravioli de asadurillas pueden inquietar a quienes buscan certezas

No se trata, sin embargo, de una utopía bucólica sin grietas. Montia es consciente de que sus vinos turbios, sus callos incendiados o su ravioli de asadurillas pueden inquietar a quienes buscan certezas. Pero esa incomodidad forma parte del pacto. Si lo que se persigue es una experiencia vital, un recordatorio de que la cocina puede ser tan agreste e inesperada como un paseo por el monte, entonces Montia es destino obligado.

El incendio de 2021 pudo haber puesto punto final a la aventura. Lejos de eso, sirvió como catarsis. Hoy, Montia es un restaurante renacido, más coherente que nunca, con un equipo que defiende a capa y espada una manera de entender la gastronomía profundamente anclada a su entorno.

Berujas, chirivías y caviar

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Al salir del restaurante, uno se encuentra de nuevo frente a la mole del monasterio, severa y marmórea. El contraste no puede ser mayor: dentro, la cocina bulle, imprevisible, natural, radical. Fuera, la historia petrificada del Imperio. En medio, el comensal, agradecido de haber sido partícipe de un ritual que no se parece a ningún otro. Montia es, en definitiva, un restaurante que no solo se visita: se vive. Y esa vivencia, hecha de terruño, de estaciones y de inconformismo, se queda con uno para siempre.