Hace unos años, Netflix diagnosticó el hábito de navegar por su menú sin decidirte por ninguna película o serie en concreto. Definió esta indecisión patológica en un contexto de oferta abundante como “fatiga de la decisión”. Una vez diagnosticado, este problema de primer mundo se consolidó como lugar común popular en las conversaciones sobre series. La prueba es que fue rápidamente fagocitado como material por monologuistas costumbristas y cuñados de barbacoa. La idea se ha mantenido como cliché y las plataformas se han esforzado en traducirla en estadísticas, como la que afirma que esta frustración degenera en que, si tardas más de un minuto en dar con algo que te apetezca, el riesgo de abandonar la plataforma se multiplica.

Un usuario consume Netflix
Esta semana, en Catalunya Ràdio, Jaume Ripoll, cofundador y director editorial de la plataforma Filmin, aportaba un punto de vista interesante sobre esta cuestión. Explicaba que el problema detectado inicialmente por Netflix es general y que, en el caso de Filmin, se agrava porque sus abonados deben decidir qué les apetece de la oferta, digamos, convencional (estrenos, festivales) y, si se sumergen en las zonas del catálogo dedicadas a monográficos temáticos o de autor, tendrán que volver a tomar una decisión complementaria. Ripoll ponía el ejemplo de Alfred Hitchcock. Imaginaba las dudas de un usuario que pretenda descubrir la obra de este cineasta que propone Filmin y que tropieza con una veintena de carteles de películas y no dispone de ninguna prescripción que jerarquice sus prioridades. Consciente de la dificultad de encontrar atajos, apeló hábilmente al verbo japonés que describe el placer de pasear por una librería sin acabar de decidirte por ningún libro. Y proponía que los usuarios transformáramos lo que hoy parece un obstáculo en un placer parecido al de badar, es decir: abstraerse y encantarse mirando algo.
Aunque no compres ningún libro, al salir de la librería no tienes la sensación de decepción
La analogía con las librerías es astuta. En efecto, pasear por ellas sin acabar de decidirte proporciona una satisfacción que permite seguir una corriente aleatoria de estímulos. Te distraes con la foto de los autores, con la densidad de muchos textos de solapa o con el ingenio de los títulos. Puedes enamorarte de la ilustración de una portada o volver a preguntarte cómo es posible que el recurso de las fajas con elogios superlativos se mantenga como cebo comercial. Y al salir de la librería, aunque no hayas comprado ningún libro, no tienes la sensación de fatiga o frustración. Es verdad que los menús de las plataformas pueden tener un aliciente añadido –Ripoll lo comparaba a cuando íbamos al videoclub y nos entreteníamos mirando carátulas–, pero la experiencia física de moverse entre las mesas y los estantes de una librería y los sentidos que intervienen –todos menos el gusto– enriquecen eso que los franceses denominan embarras du choix y que, en según qué nivel de indecisión, en catalán llamamos “ser un cagadubtes”.