Mafalda en Coney Island

Mafalda nunca había sido traducida al inglés hasta ahora. La semana pasada se presentó en Nueva York el legendario cómic de Quino, traducido por Frank Wynne y publicado por Archipelago Books. Mientras el escritor Álvaro Enrigue conversaba con el editor Lucas Adams, pensé que Mafalda es para el mundo hispano lo que Los Simpsons es para los norteamericanos: historietas que apelan tanto a niños como a adultos, porque no sólo retratan las servidumbres de la edad adulta, sino que lo hacen a través de protagonistas niños, o adultos inocentes, que exponen desde su ingenuidad lo absurdo o lo cruel del mundo: la violencia en el colegio, lo irracional de las familias, los abusos de poder en la política.

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Joaquín Salvador Lavado, Quino, con una figura de Mafalda 

Getty

Si lo genial de Mafalda es ese aspecto pueril y político –la crítica social de una niña que pide explicaciones ante las desigualdades sociales–, hay algo todavía más tierno, explicaba Álvaro Enrigue a los americanos: que la clase media argentina, a la que pertenecía la niña Mafalda, ha resistido pese a las dictaduras, pese a la violencia, pese a la opresión que coincidió con la emergencia del personaje de Quino. Milagrosamente, Buenos Aires sigue siendo la mejor ciudad del mundo: con las mejores librerías, los mejores restaurantes, la mejor literatura. Eso es conmovedor, el movimiento y la reinvención perpetua de una sociedad, el anhelo de no sucumbir, de resistirse con pericia y humor, con formas renovadas ante cada nuevo panorama social aterrador. Esto apeló a muchos de los asistentes, paralizados ante el momento político actual en Estados Unidos.

‘Mafalda’ es para el mundo hispano lo que ‘Los Simpsons’ es para los norteamericanos

El día siguiente era veintiuno de junio, solsticio de verano. Fui a pasarlo a Coney Island, conocida por su playa y su parque de atracciones, tan bello como decadente, con la segunda noria más vieja del país, que todavía funciona, que todavía rueda. En plena celebración del solsticio, bailes y desfiles llenaban el muelle de Coney Island, y la banda de tambores terminaba en el mar, metida hasta las rodillas. Los espectadores también: niños, adultos, sanos, enfermos. Los locos de Nueva York, aquí, parecían simplemente estar poseídos por la música, y ya no eran peligrosos los jóvenes drogados, ni obesos los adolescentes con sobrepeso. Madres, padres y perros poblaban el agua, bailando a un ritmo tan propio como común. Toda una sociedad en movimiento.

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Al fondo, la noria seguía girando. Observar una noria es ser testigo de que la vida gira hacia adelante, incluso cuando parece haberse parado, y montarse en ella es ver el futuro desde un nuevo ángulo a cada segundo, como hizo Mafalda en los sesenta. Es inevitable sentirse bloqueado ante circunstancias personales o políticas fuera de nuestro control, pero es posible encontrar los lugares y las personas que nos recuerdan lo que otros quieren hacernos olvidar: el movimiento es perpetuo, y podemos montarnos en él.

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