En una de las series más aclamadas de esta primera mitad de siglo, y no desvelaré su nombre, el protagonista/antagonista (depende del espectador) muere de la forma más inesperada y anodina: de un simple infarto. Para mí, la grandeza de la serie se elevó con esta decisión. Todos esperábamos una muerte hamletiana y maquiavélica, y nos encontramos con que, a veces, la propia vida se encarga del trabajo sucio. Salvo en esta serie, no recuerdo un recurso parecido en la ficción, técnica cercana al deus ex machina, pero ¡quién si no Dios para superar la efectiva maquinaria de guionistas! Y las insaciables expectativas del público.
Paula Luchsinger, Pablo Larraín, Gloria Munchmeyer y Alfredo Castro, director y reparto de “El Conde”
Ahora me vienen a la cabeza algunas producciones donde el malo de la película recibía el diagnóstico de una enfermedad terminal, generalmente de un cáncer en una fase avanzada, pero siempre le quedaba tiempo para terminar los asuntos que había empezado –como, por ejemplo, la destrucción del mundo–.
¿Por qué no recuerdo escuchar en las noticias que el mandamás de turno racista e inhumano ha muerto de la noche a la mañana?
En la vida real, por paradójico que parezca, pasa tres cuartos de lo mismo. ¿Por qué no recuerdo, en 35 años, haberme levantado de la cama y escuchar en los informativos que el mandamás de turno racista, machista, homófobo, chovinista, insensible, inhumano, enfermizo… ha fallecido de la noche a la mañana?
No quiero entrar en detalles ni caer en descripciones morbosas, pero cuento con casi una decena de conocidos que fallecieron por causas totalmente arbitrarias, que, a ojos humanos, nos resultaron totalmente injustas: en una atracción de feria, después de un baño en la piscina, cerrando una verja, vareando aceituna, practicando sexo, paseando junto al muro de una iglesia…
Quizás Dios nos mueva como fichas de ajedrez, y, finalmente, los que gobiernan y juegan con el mundo no sean sino las piezas grandes, pesadas o ligeras, y el resto simples peones cuyas muertes bien pueden ser arbitrarias y llegarnos de improviso. Porque no es normal que Franco muriera de viejo en la cama, que Hitler se suicidara cuando no le quedaba otra, que Stalin y Pol Pot fallecieran con más de setenta o que a Mussolini, Bin Laden, Gadafi o Sadam Husein tuviera que ajusticiarlos el propio pueblo. ¡O que Pinochet muriera a los noventa! Después de haberle chupado la sangre a su propio pueblo, como bien muestra Pablo Larraín en su magnífica película El Conde .
No crean que celebro que una persona pierda la vida, pero si se trata de un marionetista con cuyos hilos asfixia al pueblo, preferiría que, en lugar de que fallezca un buen amigo que siempre se mostró noble con su entorno, ocupe su lugar en el más allá el primero. No daré nombres, pero todos sabemos que la geopolítica actual y la vida de muchos está siendo dirigida por unos cuantos hombres despiadados, tres concretamente; tres individuos que, probablemente, no mueran mañana por recibir una teja en la cabeza o por haber desayunado un flan con salmonela.

