'Qué fue de los Lighthouse', de Berna González Harbour

La lectura

Berna González Harbour

Berna González Harbour 

ZACARÍAS GARCÍA

El 3 de mayo de 1961, el ministro británico para las Colonias, Iain Macleod, envió una orden a todas las gobernaciones del Imperio: destruir los documentos que pudieran avergonzar al Gobierno de Su Majestad.

I

El paraíso

Mi Marjory:

Cuando veo la montaña de papeles que desbordan la vitrina me pregunto qué voy a hacer con ellos. Te estoy viendo. Me dirías que lo tire todo o, mejor aún, que hagamos una buena barbacoa para asar unas salchichas. Que abramos un brandy, pongamos un disco y nos demos un festín. Un buen plan Lighthouse.

Pero soy inglés. Británico de pura cepa, de la coronilla a los pies. A mí me enseñaron a guardar, a registrar, a levantar acta.

No sé cuánto tiempo me queda y, sea el que sea, ten por seguro que lo disfrutaré con ese brandy en la mano, la pipa encendida, tu mejor foto frente a mí, morcillas, salchichas y lo que haga falta, ¡qué demonios! Pero a mi memoria le queda menos. Lo sé porque a menudo me abandona y me deja suspendido en medio de la calle, sin camino de vuelta. Me avergonzaría pensar a dónde me llevan mis pasos si no fuera porque me da igual. Me da exactamente igual.

Por eso te escribo. Será mi último cuaderno. Y sé muy bien que tú no estás, no estoy loco. Sé que lo leerán los demás. Pero yo te escribo a ti.

Vaya esto por delante, Marjory Lighthouse: siempre deseé no sobrevivirte, sweet heart, nunca vivir sin ti. Mi pequeñita. Todavía echo de menos plegarme contigo entre las sábanas por la noche para darnos calor, mis pies en tus pies, mi mano en tu tripa gordita y nuestra respiración acompasada. Mi Marjory. La mujer más grande y más pequeña que he conocido nunca. La sonrisa siempre preparada. Cosquillas a flor de piel. Risueña hasta cuando te enfadabas. Un regalo de Dios.

Te fuiste tan rápido que ni siquiera pude aclararte lo que debía aclarar.

Me tocó sobrevivirte y me alegro de que no hayas visto algunas cosas. Me habría gustado conservarte para mí y protegerte de ellas. Fabricar una cápsula para los dos y mantenerte en ella.

No pudo ser. Te fuiste y me quedé solo. Sin ti y sin la cápsula.

Hoy quisiera contar, necesito decirte lo que no supiste. Me serviré un oporto, brindaré por nosotros dos, a los demás que les den. Y empezaré por el principio.

Empezaré por África.

Pero lo haré mañana. Estoy cansado. Y voy a hacerlo a mi ritmo, cada día, cuando la copa esté recién servida. Porque después sé que me serviré otra, que me quedaré dormido y que de madrugada deambularé como siempre hasta encontrar la habitación. Nuestra habitación.

Escribiré sobrio. Porque te lo debo. Hasta mañana, sweet heart.

E. L.

1 de enero de 2010

La mansión inglesa de Aynho Park en los Cotswolds fue el lugar donde RH debutó en Europa

La mansión inglesa de Aynho Park en los Cotswolds 

R.H.

1

De cómo se prepara un funeral

Para él los colores nunca habían sido de fiar: eran como las ramas de la familia o como esas chicas increíbles que sentía que le deseaban y que de repente aparecían con una novia (sí, una novia) más despampanante aún. En cuestión de colores la experiencia nunca era suficiente y, aunque había aprendido a vender como un toque excéntrico el contraste de rojos, verdes, violetas o dorados que solía mezclar, hoy no quería equivocarse. En cuestión de familia o de mujeres tampoco había renunciado a acertar.

Benjamin era daltónico. Y también un presumido muy seguro de su glamur, de su atractivo, de la irresistible fascinación que le procuraba ser un actor de mediana edad habitual en series de televisión, en teatros y hasta en conciertos en que volvía a teclear el piano o a rasgar la guitarra para acompañar su voz honda en favor de alguna causa ocasional. Sin ser lo más cotizado del mercado, su presencia aún era bienvenida en fiestas o clubs de cierto postín, y ese era un negocio al que aún sacaba cierta rentabilidad.

Depositó las corbatas sobre la cama, una tras otra, junto al traje aún embolsado y recién recogido en la tintorería. Si Martha estuviera en casa, si cualquiera de sus hijas se hubiera dignado acompañarle a prepararse para el entierro o si la empleada no hubiera desaparecido, no habría tenido problemas. Durante veinte años no los había tenido. «Martha, ¿esto pega con esto?» «¿Martha, ¿es correcto este traje para la gala del Royal Albert Hall?» Martha. Martha. Martha.

Pero Martha, Santa Martha, se había vuelto a ir a casa de su madre, o de las hijas, tras el último error que cometió delante de ella, cuando en una gala de la Academia deslizó la mano izquierda entre las piernas de su vecina de mesa, una joven actriz con una falda tan corta que recorrer el camino hacia el origen mismo de sus muslos bajo los gruesos manteles de las mesas del club de Covent Garden le pareció lo más natural del mundo mientras sostenía el sorbete de limón con la derecha. Martha, también a su derecha y ajena a la escena que se representaba bajo el tupido mantel, le recordaba que debía tener cuidado con el azúcar. Por la diabetes y tal.

La actriz sonreía ruborizada, o eso al menos creyó Benjamin mientras su mano avanzaba hasta rozar su braguita, mientras descodificaba la prenda como un delicado objeto de encaje que estuviera gritando «ven a mí, Ben», y mientras empezaba a imaginar la escena en el reservado que tan bien conocía. Pero, de pronto, aquella criatura se puso en pie de forma tan brusca que tiró la silla, se largó azorada y él quedó con la mano izquierda ridículamente enganchada en un bucle endemoniado del mantel. Y Martha, que acostumbraba a guardar las formas ante los demás comensales, decidió no hacerlo esta vez. El aguijón de su mirada furiosa se tensó más aún que su propia erección. Que en aquel momento fue como las de sus mejores tiempos.

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Como también fue acusada la determinación con la que, al llegar a casa, Martha empaquetó lo básico y se fue con la amenaza de que ya no iba a ocuparse más ni de él ni de su padre. Father. Grandpa. El abuelo de las niñas. El patriarca de esa gran familia que entonces ya estaba en las últimas y al que hoy iban a enterrar. Y esa parte de sus gritos fue la única que no se hizo realidad, porque Martha, Santa Martha, siguió visitando a su suegro con la misma devoción que había demostrado siempre en la residencia privada en la que este había languidecido. Pero de él, de Benjamin N. Lighthouse, distinguido con la Orden del Mérito de Su Majestad la Reina de Inglaterra por su aportación a las artes y la cultura británicas, siete veces premio Bafta por sus interpretaciones en cine o televisión y dos premio Laurence Olivier al mejor actor de teatro del país, ya no se volvió a ocupar. Eso sí que fue verdad. De modo que eligió una corbata segura porque era negra y en el negro nunca se equivocaba, la colocó junto al traje, devolvió las demás al armario y decidió sentarse a dar los últimos toques a su discurso.

Su discurso.

Y lo iba a hacer, pero la televisión estaba encendida y algo en ella le atrajo la atención.

Se acercó lentamente a la pantalla.

Arthur solo tenía una corbata y un traje gris anticuado que acumulaba polvo entre boda y boda desde la suya propia, la primera de las dos. Lo sacó del fondo del armario, sacudió las motas posadas en cascada y lo alejó de su vista para evaluar si merecía un planchado. Lo contempló por encima de sus gafas de cerca, que nunca resbalaban de su prominente nariz.

El traje estaba algo arrugado, sí, pero no le importó demasiado. Acostumbrado a las camisetas de ciclista, a los shorts caquis y a las deportivas cómodas que ni se molestaba en lavar, aquel viejo traje procedente de algunas rebajas lejanas de Marks & Spencer era el máximo grado de elegancia al que aspiraba en el entierro de su padre. Father. Hombre grande, hombre fascinante, hombre coraje, hombre fajado en el rigor de las colonias de África, cuando el viejo esplendor imperial ya estaba declinando pero Inglaterra aún imponía su mandato en las infinitas possessions. Hombre al que no le habría importado ya la caducidad de este traje ni de ningún otro porque desde que murió su esposa, tan grande de corazón, de alegría y calidad como pequeña de estatura, ni su propio aspecto le importaba.

Arthur se olió un sobaco. Y el otro. Le valía. Se quitó la camiseta sin mangas con algún manchurrón viejo que le había acompañado toda la mañana, dejó caer las mallas desgastadas al suelo, decidió no cambiarse de calzoncillo y se miró al espejo. Demasiados huesos, pensó. Él mismo había sido un tipo alto, musculoso, atractivo con su pelo rebelde y sus dientes ligeramente montados cuando sonreía con gracia, un guaperas de Cambridge que no se había conservado mal. Pero la edad era la edad, y el pecho y los hombros, que un día fueron firmes, habían sucumbido al ligero encorvamiento de la espalda. Sin estar gordo, la tripa se le había hinchado un poco más de lo deseable. Y algún vello negro, suelto y duro salpicaba los pectorales mientras los rizos que antes eran frondosos empeza- ban a escasear en la frente. También las cejas y hasta las orejas se le habían poblado de pelos gruesos como cerdas de jabalí, pero nunca se había planteado cortárselos. Todos los que hoy salían en zonas que no lo necesitaban empezaban a faltar en su pubis, donde una pelusilla blanqueaba de una forma que no le gustaba contemplar.

Escogió una camiseta limpia. También Father había dejado que le creciera el vello en las orejas mientras le iba faltando el del cráneo sin perder por ello aplomo ni compostura. «Porque la dignidad no está ahí», decía.

Se puso la camisa que le pareció más nueva y que también debía acumular unos años. Se aplicó una buena dosis de desodorante. Intentó alisarse con la mano el pelo gris rizado, demasiado largo ya para su edad, pero este recuperó enseguida su aspecto silvestre. En el espejo, el conjunto le gustó. Luego apartó el montón de ropa que se había acumulado en la butaca junto a la cama y se sentó.

Quería pensar. Como primogénito que era, el mayor de cuatro hermanos, iba a pronunciar el responso inicial del funeral. Hasta él llegaba el rumor de los pasos de su esposa, Stephanie; del ensayo del réquiem que su hija Caroline iba a tocar al violín, y los soplidos del oboe de Rob, que se había empeñado en cerrar la ceremonia con un God Save the Queen cuyos acordes, a esta hora, aún no se lograban identificar. Ni siquiera estaba convencido de que a su padre le hubiera gustado, más bien presentía que no, pero Rob aseguraba que se lo preguntó en sus últimos días y que Father, Grandpa para él, le había dado un gesto de aprobación.

En realidad, era muy dudoso que lo hubiera hecho, dado el deterioro de su cerebro demente y la incongruencia de sus últimas expresiones, pero ya era suficiente haber conseguido que Caroline y Rob, hermanos solo de padre, opuestos y en general enfrentados, hubieran accedido a preparar juntos el funeral en paz. Incluso a coordinar sus intervenciones. Así que mejor aceptarlo.

...hablaban del ataque a una estatua de Winston Churchill. Había ocurrido frente al mismísimo Parlamento y la policía había blindado el monumento nacional después de que alguien pintarrajeara en su peana la palabra racista”

Porque aquello era una minucia en comparación con la explosiva reacción química que podía producirse entre Benjamin y él cuando se cruzaran en el entierro del patriarca que les había dado sus genes, aunque ninguna similitud más.

Con las lentes en la punta de la nariz, sumergió la vista entre los tachones de su cuaderno de bolsillo, una libreta arrugada que le acompañaba y que usaba para apuntar las cosas importantes. Si era profesional, por la parte de delante. Si era personal, referida a las protestas que él mismo organizaba o a sus crecientes reflexiones políticas, por la parte de atrás. Hoy se proponía hacer un buen discurso y estaba decidido a demostrar el sentido de ser un Lighthouse, un inglés de bien, un primogénito con derecho a defender el espíritu universal y abierto de mente que sentía que él y todos los descendientes habían heredado de su padre. De Father.

Y en ello estaba cuando se distrajo ante el televisor. Qué demonios. Ahí estaba esa chica. Cómo le habría gustado poder atraerla a sus causas.

Benjamin subió el volumen. Las noticias desfilaban entre camioneros cabreados, las negociaciones del Brexit y la salud ya delicada de la Reina, pero ninguna de ellas le había distraído tanto como esta: hablaban del ataque a una estatua de Winston Churchill. Había ocurrido frente al mismísimo Parlamento y la policía había blindado el monumento nacional después de que alguien pintarrajeara en su peana la palabra racista. Anunciaban una conexión especial para abordar el asunto.

Y sin duda alguna le escandalizaba el vandalismo de quienes atacaban al viejo Winston, chusma de rastas y piercings que no tenían la mínima noción de qué tipo de país pisaban, bocas desagradecidas de los subsidios de una gran nación que nunca debió tenerlos en tanta consideración, pero tampoco era ese el verdadero motivo de su interés. La verdadera razón, lo que retenía su vista pegada a esa pantalla y lejos de su responso, era la inminente aparición del rostro vehemente de esa chica de rizos libres, hoyuelos únicos y un gesto de convicción capaz de atraer a su interlocutor hacia el territorio que defendiera en cualquier temática y ocasión. Y, sobre todo, de atraerle a él, a Benjamin Lighthouse, al recuerdo de la intimidad desbordante que habían compartido.

—Conectamos con Ann-Elizabeth King en Hampton Court, donde hoy se encuentra la gran especialista en la historia colonial.

Y ahí estaba, sí. Ann-Elizabeth King. La. Gran. Especialista. En. La. Historia. Colonial. La mujer que aún le entrecortaba el aliento, que le provocaba con su cuerpo perfecto y, lo que era aún peor, con sus ideas, que él creía aberrantes, pero inteligentes.

Fresca, la mirada limpia, la determinación en el gesto y el cabello revolviéndose en el aire frío que traía la corriente del Támesis hasta el palacio de Enrique VIII. Esa cascada de pelo aún le volvía loco cuando se desplegaba con múltiples matices que él no sabía descifrar y que, según ella, era simplemente pelirrojo. El mejor polvo que podía conseguirse a ambas orillas del río, siempre en medio de la bronca, en el fragor de una batalla ideológica que sus cuerpos resolvían con más rapidez que sus mentes encrespadas. Ay, Ann- Elizabeth King...

Ahí estaba, sí. Asalvajada, sexy, preciosa. Tan jo- ven que insultaba.

Qué demonios hacía Ann-Elizabeth en Hampton Court era algo que escapaba ya a su posibilidad de conocimiento, porque habían cortado hacía tiempo. Tres semanas. O cuatro. Demasiado. Qué bucle de la historia se le habría perdido en el palacio real donde se gestaron tantas decapitaciones. Pero, sobre todo, cómo podía vérsela tan desenfadada, como recién llegada al mundo, una personalidad a estrenar, sin marca alguna de las heridas de guerra que ambos se habían infligido. Como un regalo impecable, uno que aún pudiera desempaquetar con cuidado para dejar a la vista la sorpresa que escondían los papeles de raso sin arruga y el lazo que hubiera envuelto ese obsequio de la vida, esa personalidad única. Porque ella, hiciera lo que hiciera, vistiera como vistiera, hablara de lo que hablara, siempre tenía aspecto de regalo. Eso —su desenfado, su frescura, su aparente plenitud— le dolió más que verla en pantalla.

—Buenos días, Ann-Elizabeth. ¿Ann-Elizabeth? —preguntó el presentador.

Ann-Elizabeth King había empezado a hablar y al hacerlo se expresaba también con el gesto, con los hombros, con ese lenguaje corporal que Benjamin tan bien conocía y que se volcaba en acompañar sus palabras hasta lograr todos los adeptos posibles. Pero estas —sus palabras— no llegaban al espectador.

—¿Ann-Elizabeth? ¿Ann-Elizabeth King?

La. Gran. Especialista. seguía hablando a la nada y el presentador intentó interrumpirla hasta que ella se percató de que nadie estaba escuchando su voz y entonces, con un rictus travieso y sorprendido, se calló. Y los telespectadores podían estar lamentando tener que esperar para saber su opinión sobre el vandalismo que había llegado hasta el mismísimo Churchill, pero Benjamin lo que lamentó fue no escuchar de nuevo su voz, su expresión entusiasta, hasta el candor que desplegaba cuando estaba convencida de lo que decía, que era siempre.

—Me temo que tenemos que interrumpir esta conexión hasta que logremos restablecerla con calidad —dijo el presentador—. Ahora nos vamos a publicidad.

(FILES) In this file photo taken on November 12, 2012, a BBC logo is pictured on a television screen inside the BBC's New Broadcasting House office in central London. - Moscow has given BBC correspondent Sarah Rainsford until the end of the month to leave Russia in response to Britain's treatment of Russian journalists working there, state TV reported on August 13, 2021. The move comes at a time of simmering tensions between Moscow and the West and a crackdown on opposition groups and independent media in Russia. (Photo by CARL COURT / AFP)

Unos peatones frente a una pantalla de noticias de la BBC, en Londres 

CARL COURT / AFP

Y Ann-Elizabeth King, ya consciente de que nadie la escuchaba, sonrió y alzó los brazos en señal de impotencia. Esa fue la estampa fija que quedó en pantalla, el regalo que hoy no iba a ser para Benjamin ni para ningún telespectador. Los brazos abiertos ante el público, ante el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte y la mismísima Commonwealth of Nations y su puta madre, pero no ante él, a quien también había plantado con el mismo gesto de qué se le va a hacer, si estamos en lados distintos de la historia, la Historia en mayúsculas, como le gustaba decir, y eso para mí es primordial. Y además estás casado. Que lo es más todavía.

Benjamin también alzó los brazos, impotente, en su estudio. Lamentaba no haberla escuchado una vez más, lamentaba que hubiera abrazado la causa anticolonial con más intensidad que a él mismo, pero lo que lamentaba sobre todo era que ese gesto fresco, esa energía chisposa, no estuviera destinada a él como lo estuvo tantas veces en el camerino del teatro, en los bares o en las calles, en los reservados de los clubs o en su cama (de ella), sino al público británico en general. Que no se la merecía.

Entonces sí, suspiró con lentitud y recuperó el texto del discurso, impreso en los folios encabezados con su nombre en letras pomposas y cursivas: «Benjamin N. Lighthouse».

Se sirvió un fondo de whisky de la botella con grifo que tenía en su estudio, un capricho que siempre le acompañaba en sus viajes, y, tras desechar la corbata que creía negra, volvió al armario y eligió una pajarita de vistosos lunares que nadie iba a dejar de comentar.

La iglesia de St. Albans estaba engalanada con la pulcritud de las grandes ocasiones. De ojivas puntiagudas, vidrieras explosivas y un olor fresco a jazmines recién cortados y a agua bendita, el templo que había acogido décadas de la vida familiar de los Lighthouse lucía luminoso, impecable, perfecta cámara de resonancia de un coro bien sincronizado que entonaba ya los acordes de un himno funeral, In Paradisum, que el páter de familia había cantado tantas veces con su es- posa cuando esta aún vivía. Siempre por la vida eterna de tantos seres queridos. «Aeternam habeas requiem. Aeternam habeas requiem.»

Pero ella se había ido hacía mucho tiempo y él no era ya sino un cadáver posado sobre sedas y almidones en un ataúd de roble inglés forrado en plomo que presidía el acto. Adecuadamente embalsamado después de ocho días en la cámara frigorífica del tanatorio mientras los hijos se ponían de acuerdo para organizar su funeral. Y la herencia.

De los componentes del coro que entonaba el himno («Que los ángeles te guíen, que los mártires te acojan») no quedaba nadie que hubiera conocido a ninguno de los dos. Everett y Marjory. Marjory y Everett. El matrimonio Lighthouse, adorado en su comunidad como representantes de una decencia inglesa emparentada con los valores de una clase media alta apegada a una compasión que hoy había desaparecido.

El cura sí los había conocido. Los había tratado, confesado, y hasta había enterrado a Marjory años atrás, pero sobre todo había hecho los deberes y sabía de sobra que era un matrimonio valioso, reliquia de un tiempo más amable, más humano, que hoy se desvanecía entre el ruido, las prisas y la confusión. Como buen sacerdote católico inglés, consciente de la importancia de salvaguardar el cuidado y las relaciones personales en un entorno anglicano, Father Ninian recibía y despedía entrañablemente a sus feligreses en la puerta de la iglesia como si los conociera a todos, pero lo cierto es que los hermanos Lighthouse y sus hijos hacía mucho tiempo que no frecuentaban el lugar.

El cura sabía que Arthur, el mayor, era un conocido científico de Cambridge. Tan afamado por sus avances en energías limpias como por su activismo contra la industria más contaminante, contra el Brexit, el racismo, el clasismo y todo lo que representara el viejo establishment británico. Sin olvidar la causa de la igualdad de género. Su rostro era habitual tras las pancartas más antisistema que hoy proliferaban en un país incomodado por la modernidad. Su voz —y su apellido— cotizaba ante los micros. Formaba parte de la academia y, por tanto, tenía autoridad.

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También le constaba que Benjamin, el menor, era un actor famoso, acaso más presente en la prensa del corazón que en los escenarios.

De las dos hermanas que los separaban apenas sabía que se habían ido lejos, una casada con un español, otra con un francés. Ahora ambas estaban aquí y fue fácil reconocerlas porque eran iguales que su madre. Y porque llegaban juntas, las manos entrelazadas y los cuerpos pegados el uno al otro como si necesitaran recuperar la cercanía perdida en destinos tan dispares. Jane y Joyce. Joyce y Jane. Dos gemelas inseparables en la niñez, dos encantos, dos bellezas hoy maduras a las que el tiempo había tratado de forma dispar. Muy dispar. Una seria, otra alegre; una, todo contrición; otra, todo extroversión; una arreglada, otra, a su aire. Dos mujeres que hoy y aquí llegaban seguidas de sus respectivas estelas de maridos e hijos extranjeros que ya en nada se parecían al universo parroquiano que ellas habían dejado atrás. Al menos seguían siendo creyen- tes, saltaba a la vista su devoción.

Father Ninian les dio la bienvenida con efusividad, pero ni sus maridos ni sus hijos hablaban inglés y ni siquiera parecían lamentarlo. Todos entraron. Después saludó a Benjamin, que llegó luciendo una pajarita que más parecía elegida para ir a un club de Londres que a un funeral. Y no es que el sacerdote prestara mucha atención a los tabloides, pero de lejos distinguió a un par de paparazis que sacaban fotos y calculó que no trabajaban para la sección de obituarios, precisamente. También percibió que Martha y sus hijas habían llegado y que se habían situado mucho antes que el actor.

Arthur llegó con su actual esposa, Stephanie. La anterior, Olivia, también había tomado posiciones en primera fila. Hacía rato.

Y el acto empezó.

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