El próximo jueves, 31 de julio, el santoral conmemora a Ignacio de Loyola. A san Ignacio se lo recuerda, sobre todo, como fundador de la Compañía de Jesús. Pero también fue, además de un escritor de estilo áspero, dramático y funcional, un tecnólogo más que notable de la dirección de las conciencias y el definidor por antonomasia de una manera de entender el ejercicio del poder y la obediencia que ha transcendido las fronteras de esta orden religiosa. Sin él, la teoría puntual y la práctica común de la obediencia ciega entendida como sacrificio del intelecto no serían lo que son.
A menudo se habla de sacrificio del intelecto para describir la exigencia que la Iglesia hace a los fieles al exigirles que acepten como objetos de creencia milagros, dogmas y sacramentos que parecen contradecir la racionalidad. Pero, en Ignacio de Loyola, como puede verse en la carta que, el 26 de marzo de 1553, envió desde Roma a los jesuitas portugueses, este sacrificio tomó un forma más perfilada y característica.
En esta carta, donde este sacrificio se clasifica como el tercer y más alto grado de la obediencia, Ignacio prescribe seguir el método de presuponer y creer que “todo lo que el superior ordena es ordenanza de Dios Nuestro Señor, y su santísima voluntad”. Y, luego, para acabar de pintar el tipo de comportamiento que se espera hacia quienes mandan, añade: “A ciegas, sin inquisición ninguna, proceder, con el ímpetu y prontitud de la voluntad deseosa de obedecer, a la ejecución de lo mandado”.
Ignacio ilustra esta actitud con el ejemplo de la sumisión de Abraham a la orden divina de matar a su hijo o de los gloriosos monjes que durante meses seguían órdenes del todo inútiles como regar un palo seco o arrastrar piedras muy pesadas. Las constituciones de la Compañía de Jesús, publicadas cinco años después, precisaban muy gráficamente que quien vive en la obediencia debe dejarse guiar y conducir por la providencia divina a través del superior “como si fuera un cadáver que puede ser llevado a cualquier lugar y tratado de cualquier modo”.
La idea de la obediencia ciega forma parte de las raíces cristianas de Europa y pervive secularizada
La teoría de la obediencia de Ignacio de Loyola se alimentó de las viejas doctrinas cristianas sobre el poder pastoral de los papas, los obispos y los abades, que concebían el arte de gobernar a los humanos a semejanza del arte de pacer las ovejas. Pero el santo de pasado mañana, que había sido militar y proyectó su orden como un ejército disciplinado, imprimió un aire más marcial a tales doctrinas. Actualmente, en las escuelas de negocios donde los jesuitas siguen forjando líderes se enseñan otras técnicas de dirigir las almas y se promueven ejercicios espirituales diferentes de los que San Ignacio indicó en el famoso manual de instrucciones que llevaba este título. Pero la idea de la obediencia ciega entendida como sacrificio de la inteligencia forma parte de las raíces cristianas de Europa y pervive secularizada, como una herencia de la Contrarreforma, por todos lados y en muchas mentes.