La traducción suele determinar el tono de una novela. Sucede con El paseo , del autor suizo Robert Walser, en la edición de Siruela traducida del alemán por Carlos Fortea. Pudiendo haber traducido la frase inicial “Ich teile mit...” por la fórmula “Comunico que...”, el traductor optó por una expresión más categórica: “Declaro que una hermosa mañana (sigue el texto), ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle.”
Toda traducción tiene su música y su sentido, como la que hizo Teresa Vinardell Puig para la versión catalana ( La passejada ) publicada en su día por la editorial Flâneur: “ Faig saber que , a mig matí...”
Pero si nos vamos a referir a los célebres paseos barceloneses de Lluís Permanyer, fallecido el jueves a los 86 años, sin duda resulta más adecuado basar este artículo en la opción más firme y menos funcionarial de Carlos Fortea: “Declaro que una hermosa mañana, como me vino en gana dar un paseo...” El hecho es que, sin caer en la arrogancia, el cronista oficioso de Barcelona se fue revistiendo a lo largo de su carrera de una autoridad que le permitía más afirmar ( declaro ) que comunicar ( se hace saber que ).
Como el protagonista de Walser, Permanyer se revistió de autoridad gracias al paseo
Una amiga me regaló la novelita de Walser cuando ya trabajaba en La Vanguardia y conocía las célebres caminatas diarias de Permanyer por el hermoso Eixample, así que, en el inconsciente, siempre asocié aquel primer párrafo prodigioso del suizo con la imagen de mi compañero de redacción cruzando con determinación el umbral de su domicilio en la calle Casp, declarando, como quien no quiere la cosa, su buena disposición a afrontar un nuevo día.
Diría incluso que, delgado y de melena generosa, evocaba al también octogenario Mick Jagger cuando se desplazaba por las aceras barcelonesas con el mismo andar resuelto que el cantante gasta aún en los escenarios.
Sin duda, parte de esa autoridad que se ganó a pulso Permanyer se debía a su hábito de caminar con la cabeza elevada. Porque el periodista era de las pocas personas que aún cruzaban la ciudad sin mirar el teléfono móvil (no consta que tuviera ninguno). Esta actitud, casi revolucionaria en los tiempos que corren, le permitía recopilar mentalmente datos que luego procesaba en sus artículos.
Mirar a lo que ya nadie mira, como las remontas que afean la arquitectura original, los esgrafiados mal preservados, la degradación del patrimonio o los cambios en el paisaje humano, le daba una clara ventaja.
Lluís Permanyer cruza la calle Pelai junto a Joan de Sagarra, en 1996
De alguna manera, y de forma cada vez más evidente, el hecho de vivir la vida a través de pantallas nos acaba encapsulando en reservas tribales que nos alejan cada vez más de la compleja e inclasificable realidad. Por mucha resistencia que se oponga, el algoritmo acaba construyendo alrededor del individuo un muro que lo separa de las personas que no piensan como él. Intramuros, los mensajes que resuenan son los que ese individuo desea en el fondo escuchar.
Por ello resulta hoy tan subversivo esforzarse para realizar una observación honesta, crítica y documentada del mundo real: caminar por rutas no trilladas y, sobre todo, mirar por uno mismo, antes de que le digan a uno qué debe mirar.
En este escenario, podríamos cuestionarnos si es más progresista ser peatón ejerciendo esa mirada curiosa a lo Permanyer que ir en coche (pendiente del tráfico), metro o autobús (enchufado al móvil) La pregunta puede parecernos hoy muy naif, pero como más prisioneros seamos de nuestro yo algorítmico, más urgente será recuperar la mirada limpia del paseante y constatar que el mundo es más diverso, complejo e inaprensible que el que nos muestra nuestro influencer de cabecera.
El artículo
Elogio del orden no impuesto
Uno de los artículos más singulares publicados en vida (dejó 11 más escritos) por Lluís Permanyer fue el titulado Los barceloneses paseaban con un orden no impuesto, aparecido en La Vanguardia el pasado agosto. El cronista elogiaba en él el civismo espontáneo de nuestros antepasados del siglo XIX que, ante la estrechez del espacio público –en concreto, de la calle Ferran– optaban, sin que nadie se lo ordenara, por caminar en perfectas y democráticas filas.

