La actriz Melina Mercouri, cuando conoció y se enamoró del que se convertiría en su marido, el director de cine estadounidense Jules Dassin, le prometió que le enseñaría los parajes más bellos de su país, Grecia. Cumplió su palabra y uno de los primeros lugares a donde le llevó fue al templo de Apolo Epicurio en Basas (en griego antiguo, los desfiladeros), situado en un remoto enclave de la Arcadia. A comienzos del siglo XX, un prestigioso helenista de Oxford, Lewis Richard Farnell, autor de una obra clásica sobre la religión en Grecia, llegó a Basas a lomos de mula y quedó tan sobrecogido por la belleza de lo que vio que afirmó que aquella visita había colmado la mayoría de sus aspiraciones terrenales.
El primero que dejó constancia de la existencia del templo fue Pausanias, geógrafo e historiador del siglo II y autor de la famosa Descripción de Grecia, en la que atribuye la construcción del templo a Ictino, el arquitecto del Partenón, y añade que los habitantes de Figalia, ciudad situada a ocho kilómetros del enclave del templo, lo mandaron erigir entre el 450–425 a.C. en agradecimiento al dios Apolo por haberles librado de la peste y de ahí el epíteto de Epicurio, el Sanador o el Auxiliador. Pausanias no se molestó en aportar pruebas de sus afirmaciones sobre el majestuoso edificio que no ha dejado de plantear interrogantes a historiadores y arqueólogos. ¿Cómo pudieron los habitantes de una modesta ciudad, una aldea en realidad, contratar al arquitecto más prestigioso de la época? ¿Por qué se eligió un lugar a 1.130 metros de altitud, de acceso difícil y a varias horas de marcha del centro habitado más cercano, para realizar una construcción tan colosal? La existencia de una parte exterior dórica, más rústica, y una interior, más elaborada, en la que se alzó la primera columna corintia de la que se tiene noticia en Grecia, ¿no presupone que hubiera dos arquitectos en dos épocas diferentes? Pausanias también cuenta que vio en el mercado de Megalópolis la estatua de bronce de tres metros de altura del dios Apolo que había permanecido en la cella o recinto sagrado.

Templo de Apolo Epicurio tras una restauración a principios del siglo XX
Antes de hacer referencia al templo de Apolo en Basas, Pausanias escribió que no lejos de allí, en la ladera de un monte situado en una zona abrupta y solitaria de la Arcadia, se erguía un recóndito santuario dedicado a Zeus Liceo, esto es, Zeus Lobuno, donde sobre un siniestro túmulo se elevaba un altar, para añadir a continuación que prefiere no seguir indagando en la naturaleza de los sacrificios que sobre él se realizaban y concluye el pasaje con un discreto “dejémoslo estar”. Indudablemente Pausanias conocía la leyenda referida por Platón de que allí se celebraban sacrificios humanos cuyos participantes, al consumir la carne, se convertían en lobos, es decir, donde un espeluznante y primitivo culto violaba una de las primeras leyes de la civilización humana tal como la entendían los griegos: el tabú del canibalismo.
Fue el poeta latino Virgilio quien en sus poemas pastoriles, las llamadas Églogas o Bucólicas, convirtió la Arcadia en un poderoso ideal poético que perdura hasta nuestros días. Los bellos pastores virgilianos cuidaban de sus rebaños en un lugar idílico y de eterna primavera donde sus habitantes dedicaban todo su tiempo al ocio, la música y el amor, un lugar perfecto y ajeno a las perturbaciones del mundo exterior. Sin embargo, la Arcadia de la antigüedad era una región agreste, atrasada y montañosa de Grecia, en la que pervivían prácticas atávicas, abundaban los animales salvajes y en la que sus habitantes llevaban una existencia aislada y precaria. En el siniestro templo mencionado dedicado a Zeus Liceo o Lobuno, existía también la tradición de abandonar a los adolescentes a su suerte en dicho lugar para que sobrevivieran a la naturaleza y a las fieras, como rito de paso obligatorio para convertirse en adultos. De ahí proviene nuestra palabra liceo.

Reconstrucción del templo de Apolo Epicurio en un grabado del siglo XIX coloreado digitalmente
El mito de la Arcadia volvió a aflorar en el siglo XVII en un cuadro del pintor Guercino de 1623. La pintura representa el momento en que dos pastores descubren una tumba medio escondida entre la maleza en un paisaje idílico. Sobre la destruida losa que la cubre, se yergue una calavera junto a la que se encuentra un ratoncito silvestre y en ella se puede leer una misteriosa frase: Et in Arcadia ego. Unos quince años más tarde, Nicolás Poussin realizó otras dos pinturas sobre el mismo tema en las que tres pastores, acompañados de una mujer con vestimenta clásica, estudian con curiosidad esa misma inscripción en sendas tumbas situadas también en un escenario bucólico. La misteriosa sentencia, por inacabada y porque se desconoce su origen, ha sido considerada un memento mori, una advertencia sobre la fugacidad de la vida, y se le ha dado dos interpretaciones: “Yo, la Muerte, también existo en la Arcadia” o bien, la persona que ahora yace en la tumba disfrutó en otro tiempo de los efímeros placeres de la existencia. Con un ánimo mucho menos fúnebre, Goethe tituló de ese modo uno de los capítulos de su libro Viaje a Italia, pero lo que quería transmitirnos es que “él también estuvo en la Arcadia” en referencia a Roma, la única ciudad del mundo en la que podía vivir un artista y el único lugar en el que no había sufrido ninguno de los males que le aquejaban en el norte de Europa. Sólo en Roma se podía ser incondicionalmente feliz, aunque, como buen teutón, también escribió que nunca dejó de tener una sensación extraña en compañía de gente que vivía solamente para el placer.
Pero volvamos a nuestro templo de Apolo Epicurio que durante siglos había ido cayendo en el olvido mientras los seísmos y el vandalismo provocaban graves daños en su estructura. En la década de 1760, un arquitecto francés llamado Joachim Bocher se encontraba construyendo villas en la isla de Zante. Desde allí dio un salto a la Arcadia y, seguramente guiado por la obra de Pausanias, consiguió llegar trabajosamente hasta el lugar llamado Basas donde identificó los restos del templo de Apolo Epicurio, que se encontraba en estado de ruina y abandono. Consciente de la importancia de su hallazgo, decidió regresar con un permiso del bajá otomano para poder excavar las ruinas con detenimiento. Es lo que se disponía a hacer en 1765 pero unos bandidos le asaltaron por el camino para robarle los botones de latón de su chaleco que confundieron con oro y después lo asesinaron.

Uno de los frisos del templo de Basas que narra la batalla de los griegos lapitas contra los centauros
El templo de la montaña habría seguido tranquilamente su proceso de decadencia si no fuera porque en 1811 llegó a Atenas un grupo de viajeros ávido de descubrir antigüedades para comerciar con ellas, compuesto por dos pintores/arquitectos alemanes, dos arqueólogos daneses y dos arquitectos ingleses recién llegados de Constantinopla. La primera expedición conjunta fue al templo de Atenea Afaya en la isla de Egina. Por curiosa coincidencia, cuando su embarcación zarpó del Pireo con destino a la isla del golfo Sarónico, también lo hacía la nave que transportaba las esculturas extraídas del friso del Partenón por Lord Elgin con destino a Inglaterra. A bordo viajaba lord Byron y el grupo fue invitado a bordo para un brindis de despedida que ellos tomaron por un augurio de buena suerte para su recién emprendida expedición. Y no se equivocaron, porque desmontaron sin problemas las esculturas que adornaban el frontón del templo de Atenea; los dos arquitectos alemanes las adquirieron en subasta y acabaron ocupando el lugar de honor del nuevo museo que acababa de inaugurar el príncipe Luis de Baviera, la Gliptoteca de Múnich, donde siguen expuestas todavía. Lo que ignoraban es que Byron acababa de publicar un virulento poema denunciando la profanación del Partenón por parte de Elgin y que ya se escuchaban voces en Europa que consideraban sus actividades una mutilación escandalosa de los monumentos y un saqueo sacrílego de los tesoros de Grecia.
⁄ El primero que dejó constancia del templo fue Pausanias, geógrafo e historiador del siglo II, que atribuye la construcción al arquitecto del Partenón
El grupo continuó su viaje ajeno a toda polémica y, con la guía de Pausanias en la mano, pusieron rumbo a su siguiente destino, mucho más lejano y peligroso: Basas, en la Arcadia. La zona estaba infestada de malaria y todavía actuaban bandidos como los que habían acabado con la vida de Bocher, pero los miembros del grupo estaban dispuestos a arriesgarse, convencidos de poder descubrir un nuevo Partenón. Llegaron a Basas a finales de 1811. Una mirada les bastó para saber que estaban en el lugar adecuado de modo que no tardaron en negociar con el pachá de Tripolitsa el derecho a excavar el templo y llevarse lo que hallaran a cambio de una suma de dinero.

Batalla de Heracles contra las amazonas en uno de los frisos del templo de Apolo Epicurio
Fue Charles Robert Cockerell, uno de los arquitectos británicos, el primero que reparó en el friso que yacía bajo tierra desde hacía siglos. Al ver salir un zorro de su madriguera situada bajo un montón de escombros, se acercó a mirar y descubrió una plancha de mármol esculpida que identificó, acertadamente, como una de las partes del friso. Cuando las veintitrés piezas que lo componían estuvieron desenterradas tras varios meses de excavación se organizó una complicada expedición para transportarlas hasta la costa y de allí a la isla de Zante, que entonces estaba oportunamente ocupada por la Armada británica. Solo faltaba venderlas. Se organizó una subasta de la que se retiraron los daneses y los alemanes y el friso del templo de Basas fue finalmente adquirido por el Museo Británico de Londres, donde se encuentra en la actualidad, exactamente en la sala XVI.
Nuestra visión de la antigua Grecia ha estado moldeada por la visión de los viajeros que nos precedieron pero también por personas que nunca estuvieron allí, como Joachim Winckelmann, por ejemplo, cuyas palabras de “noble simplicidad y serena grandeza” atribuidas por él al arte griego clásico se grabaron a fuego en la conciencia europea y conformaron nuestro canon estético. O John Keats, cuya poesía celebraba el esplendor y la cultura griega de la Antigüedad y cuyo ejemplo más célebre es su Oda a una urna griega que llegó a ser considerada un patrón habitual con que juzgar los restos del pasado clásico. Recordemos el famoso verso de “la belleza es verdad y la verdad belleza”: eso era todo cuanto necesitábamos saber.

Restos del templo en una imagen de un cortometraje de 1964
Los pintores, por su parte, insistieron en pintar los paisajes de Grecia al estilo de Poussin o de Claude, envueltos en una idealizada neblina de luz dorada, en los que no tenía cabida la nítida claridad de la atmósfera griega y su luz implacable, ni la árida desnudez de la roca caliza desprovista de vegetación. Y cuando viajamos por Grecia, la visión de la ordenada geometría de columnas y del frontón de un templo griego recortándose contra el cielo, suscita en nosotros una idea de formas puras y diseño humano cargado de racionalidad, olvidando a menudo, como se descubrió ya en el siglo XIX, que columnas y esculturas estaban pintadas en estridentes colores rojos, azules y verdes. En 1872 Nietzsche cuestionó la imagen idealizada que Europa proyectaba sobre Grecia al ofrecer, en El nacimiento de la tragedia, una visión más oscura, arcaica y despiadada del mundo griego. El filósofo sacó a la luz el elemento que había sido obviado en los estudios de la Antigüedad clásica: lo dionisíaco. “Los griegos trataban de interpretar con sus experiencias dionisíacas –escribió– los secretos más ocultos del alma humana. No se conoce a los griegos hasta que se descubre ese misterioso camino subterráneo”.
En el interior del templo de Apolo en Basas, a siete metros de altura en la cella, ese lugar del templo inaccesible a los fieles, se alzaba un friso formado por veintitrés piezas que narraban dos historias distintas pero similares en su salvajismo. Una narra la lucha de Heracles y los griegos contra las amazonas; la otra la batalla de otros griegos, los lapitas, contra los centauros. En todas las planchas los griegos resultan victoriosos y todo el friso rezuma violencia y brutalidad conformando una macabra danza de figuras convulsas y retorcidas. En esos dos mitos bien conocidos lo que se pretendía representar tal vez fuera el reparto correcto de los llamados “roles de género” entre hombres y mujeres de Grecia: la guerra estaba destinada a los hombres y el matrimonio a las mujeres y las amazonas debían ser llamadas al orden por haberse convertido en guerreras y vivir sin hombres; y la lucha contra los centauros podría significar el intento de liberarnos de esa bestialidad que lleva causando guerras y violencia entre los humanos desde el inicio de la historia. Se podría decir, quizás, que el templo de Basas sintetiza la tensión entre la armonía clásica apolínea y la violencia transgresora dionisíaca.

El templo de Apolo Epicurio bajo la carpa que lo protege desde 1986
El viajero que visita Basas en la actualidad se lleva una gran sorpresa y no precisamente grata, porque el templo no se puede ver. Sigue allí, más altivo aún que cuando Cockerell y sus amigos lo visitaron porque la mayoría de columnas está en pie, pero está totalmente recubierto por una enorme carpa blanca desde 1986 o, como se puede leer en los paneles explicativos, por un “pabellón de alta tecnología”. Los responsables de patrimonio aducen que el edificio corre peligro por la fragilidad de la piedra y que la carpa brinda refugio a los operarios que trabajan en su reconstrucción y mantiene sus delicados cimientos a salvo de la erosión del agua. Recuerdo mi propia decepción cuando lo visité un invierno hace ya algunos años. Me habían hurtado la romántica imagen que yo iba buscando de unas ruinas clásicas en medio de un agreste paisaje. La Grecia eterna. La que Melina le prometió a Jules que le llevaría a ver. Algunos promotores turísticos tienen el descaro de presentar la carpa como un “aliciente más” para la visita, porque, una vez dentro, “genera un ambiente especial”. Pero la verdad es que se tuvo que proteger el templo de la lluvia ácida generada por la central eléctrica de carbón ubicada en la no muy lejana Megalópolis y que lleva en funcionamiento desde 1971. La carpa llegó allí para quedarse.
En mi viaje invernal a Basas hace ya veinte años arrastré conmigo a unos amigos prometiéndoles que iban a contemplar uno de los lugares más impresionantes de Grecia. Mientras ascendíamos la carretera de montaña empezó a nevar débilmente. Uno del grupo se mareó en las revueltas y, como un niño, no dejaba de preguntar cuándo llegábamos. Al fin lo hicimos. Primero nos invadió el asombro, luego la decepción, seguida de un enfado veladamente dirigido contra mí. No había templo. Sólo una incongruente y gigantesca carpa blanca que lo recubría. No había paisaje. Todo estaba envuelto en la niebla y la nevisca. Lo que más recuerdo de aquella visita al templo de Apolo el Sanador es la inmensa extrañeza y conmoción que sentí mientras me paseaba, bajo la carpa, entre aquellas venerables columnas envueltas en una luz amarillenta y crepuscular que convertía todo aquel recinto en algo irreal e ilusorio. Era como si me hubiera adentrado en la caverna de Platón, ese lóbrego recinto en el que los seres humanos vivían de espaldas al sol, al bien, a la verdad y percibían solo sombras de sombras de los verdaderos objetos reales.
⁄La Arcadia de la antigüedad era agreste, atrasada y montañosa, allí pervivían prácticas atávicas y sus habitantes llevaban una existencia aislada y precaria
Alguna vez me han preguntado si merece la pena visitar el templo de Apolo en Basas. Primero dudo, pero luego siempre contesto que sí y añado que, para que la visita sea completa, no hay que dejar de ver la sala XVI del Museo Británico. Porque el antaño altivo templo de Apolo Epicurio en Basas cuenta muy elocuentemente –entre el dióxido de carbono y la violencia desmedida de sus frisos– nuestra historia. Y porque, a su manera, bajo su tecnológica capota, rinde honor al célebre pasaje de los Cuatro cuartetos de Eliot, donde se dice eso de que “el género humano no puede soportar demasiada realidad”.