Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que llevamos dentro. Franz Kafka, Carta a Oskar Pollak
La tradición filosófica que ha dominado la cultura occidental durante más de dos mil años ha contemplado la relación entre la condición humana y la lectura como algo nocivo. Recordemos que Platón, en su diálogo Fedro (274c-277a), había rechazado la escritura en favor de la oralidad. El filósofo ateniense temía que la lectura acabara destruyendo la facultad básica de toda formación: la memoria. Su discípulo Aristóteles, por su parte, definió al ser humano como un ente que posee logos (razón, palabra, lenguaje) y que habita en una polis (una ciudad o una cultura), sin darle importancia alguna a la condición lectora. En la modernidad, René Descartes subrayó el valor de la lectura, y añadió que la educación da comienzo en la escuela con un diálogo con los antepasados –el estudio de los clásicos– aunque eso no deja de ser una primera fase provisional; más tarde será imprescindible dar paso a un segundo movimiento que consiste en abandonar el espacio cerrado de la biblioteca y comenzar un nuevo viaje educativo para aprender a leer en el gran libro del mundo. Por último, resulta inevitable mencionar a Jean-Jacques Rousseau, el padre de la moderna pedagogía, que no se anduvo con rodeos y directamente prohibió leer a Emilio, el protagonista de su novela sobre la educación. Rousseau solo le va a permitir la lectura de Robinson Crusoe. El filósofo ginebrino se convertirá así en el máximo exponente de una filosofía de la educación contraria a la lectura, que es para él el “azote de la infancia”, y a la memoria (“Emilio nunca aprenderá nada de memoria”).
En la historia de Occidente hay un privilegio de la vista y de lo teórico (teoría, idea, teatro tienen la misma raíz) sobre el oído y la escritura. Algo así es propio de una educación heredera de la metafísica griega; en el mundo judeocristiano la historia es distinta. El monoteísmo (en sus diferentes variantes) es una forma de religión dependiente del libro; sin este no hay monoteísmo que valga. “Al principio era el Logos (o el Verbo, o la Palabra)” (Juan 1), y la palabra fue escrita y recogida en unos libros (biblia) sagrados. Lo interesante es subrayar el hecho de que Occidente siempre se ha movido entre este enlace (mal) resuelto entre Atenas y Jerusalén, y es conveniente no olvidar que el cristianismo será una religión heredera del judaísmo, pero escrita en lengua griega. En este sentido, como en tantos otros, la figura de Pablo de Tarso desempeña un papel central. Ahora bien, situar la lectura en el centro de la tarea educativa genera sin duda otros tantos problemas, como por ejemplo el de la interpretación: ¿Cómo alcanzar el sentido último del libro? ¿Cómo saber si una lectura es la correcta? ¿Cómo descubrir lo que su autor había querido decir? O también: ¿qué obras tienen que ser transmitidas a las nuevas generaciones? ¿Qué textos tienen que ser leídos, releídos y memorizados?
‘Retrato de sir Edwin Ray Lankester’ (1928), del pintor irlandés William Orpen
Hoy en día hay un claro intento de reivindicar la lectura en la educación (tanto en la familia como en la escuela), y suele decirse que no es cierto que los jóvenes no lean. Pero tal vez la cuestión no es solo si se lee o no, sino cómo y sobre todo qué se lee. Parece elemental admitir que no es lo mismo leer a Homero, a Cervantes, a Shakespeare, a Dickens, a Kafka o a Virginia Woolf, que a J.K. Rowling o Rebecca Yarros, por poner un ejemplo. Cuando se habla de cifras de ventas de libros o de los índices de lectura, ¿se tienen en cuenta los textos venerables (de los que habló María Zambrano)? En la universidad, por ejemplo, los estudiantes no acostumbran a leer libros, sino sobre todo artículos (papers, en inglés) o antologías y capítulos de libros, pero ya no quedan asignaturas en las que se estudie a fondo una obra, una única obra, durante todo un semestre académico.
Para comprender la importancia de la lectura de un clásico es necesario reflexionar acerca del sentido del libro. Este no es un simple instrumento o un útil, como podría serlo un martillo, por ejemplo, sino un mundo; no es un objeto en el que el lector busca una información o un manual en el que se encuentra la respuesta a un problema, sino una perspectiva del mundo, lo que he llamado escenario. Un texto venerable sería algo parecido a un puente sobre aguas turbulentas que enlaza –siempre de forma disonante– espacios, tiempos e historias. El clásico recuerda al lector que nunca se empieza con las manos vacías, que en todo presente hay pasado y que no todo está por hacer ni todo es posible. Un texto venerable no habla de la actualidad, sino del presente y, por lo tanto, puede y debe ser necesariamente releído desde el presente, porque en cada situación dice algo más y de otro modo. Lejos de ser un manual de autoayuda que sirve para que la gente sea más feliz, un clásico inquieta la existencia, convierte el presente en inactual o, si se prefiere, establece un desfase entre este y la actualidad y, precisamente por eso, no deja de ser contemporáneo. No hay libro más contemporáneo que un clásico porque no es el que percibe solo las luces del presente, sino sobre todo sus sombras. Un texto es contemporáneo si sabe detectar los claroscuros de la vida ordinaria, su íntima oscuridad. Con su indiferencia frente a la lectura de los clásicos, la educación queda cegada por la luz que brilla fuera de la caverna, la del sol, en lugar de ser sensible a otra, la del fuego, esa que parpadea en el escenario de la existencia.
Es necesario insistir en una idea que especialmente desde la modernidad no se ha contemplado: no puede pensarse ni imaginarse la tradición occidental al margen de la relación estructural entre lo humano y el libro. Guste o no, somos herederos de una biblioteca, y algo así es equivalente a sostener que el humano es un ser gramatical, un ser con los libros, con los relatos y con las historias. Como escribió Shakespeare en Macbeth, la vida es una “sombra que camina”, un pobre actor que tiene que ir configurando el argumento de su existencia a salto de mata, en relación con los acontecimientos que le salen al paso sin poder perder de vista el guion y la biblioteca que ha heredado y que le han dejado una marca, una cicatriz.
‘Lectura interrumpida’ (c. 1870) del pintor francés Jean-Baptiste-Camille Corot
Pensar la condición humana en relación con los libros y la biblioteca significa sostener que los escenarios, las tramas, las situaciones y los personajes están desde el inicio inscritos en la piel de los actores. Es cierto que no hay pensamiento sin lenguaje, pero tampoco hay pensamiento sin lectura ni textos venerables. Platón creía que el pensamiento era el diálogo del alma consigo misma (como señala en su diálogo Teeteto), pero la tradición bíblica ha corregido al maestro ateniense. Para el filósofo judío Emmanuel Levinas se comienza a pensar desde la exterioridad, a partir de un traumatismo, y es el libro lo que provoca preguntas y problemas que dan que pensar. Tal vez lo que la educación occidental ha olvidado es que la lectura no es un desciframiento, sino un choque y una ruptura, y que leer implica el riesgo de una salida de sí. Franz Kafka, en una conocida carta a Oskar Pollak, lo puso de manifiesto muy claramente. Kafka escribe que “un libro es como un hacha que quiebra el mar helado que llevamos dentro”. Evidentemente no todos los libros cumplen esa condición transformadora porque la lectura depende también del momento en el que el lector los lee, y aquí es el lugar en el que surgen los clásicos, esos libros que nunca se terminan de leer y, por eso, tampoco acaban de decir lo que quieren decir. Una formación no puede ni debe dejarlos de lado.
⁄ Es urgente una educación que deje de estar obsesionada por el uso de las nuevas tecnologías; hoy no se lee, se busca información, mientras que la lectura de un clásico requiere esfuerzo
Especialmente en lo que se refiere a los clásicos, el actual panorama en la sociedad tecnológica es desolador. Es urgente y necesaria una educación que deje de estar obsesionada por el uso –y el abuso– de las nuevas tecnologías y por su gramática: las competencias, las evidencias, la innovación; y empiece a pensar en la biblioteca, en el valor y en la importancia de la biblioteca. El drama es que hoy no se lee, se busca información, no se escribe, se redacta, no se estudia, se investiga. La investigación, la redacción o la información han substituido a la lectura, a la escritura y, sobre todo, al estudio.
En la sociedad tecnológica no hay relaciones verticales, relaciones reverenciales, de admiración, respeto o veneración. Pero sin respeto y autoridad no existe educación posible. Hoy la autoridad es contemplada como poder, de ahí la dificultad de encontrar maestros. Cuestiones como el respeto a lo grande y a los grandes parecen estar fuera de juego. Recuérdese al respecto lo que decía F.X. Kappus en las Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke: cuando habla alguien grande y único los pequeños deben callar.
‘Compañeras de viaje’ (1862), obra del pintor británico Augustus Leopold Egg
Reflexionemos ahora brevemente acerca de la formación de los clásicos. El filósofo Immanuel Kant fórmula al final de la Crítica de la razón pura tres conocidas preguntas: la epistemológica (¿qué puedo conocer?), la moral (¿qué debo hacer?), y la religiosa (¿qué me está permitido esperar?). Pero tal vez ahí falta una cuarta, la que hace referencia a la transmisión y a la herencia, la pregunta sobre la formación. La cuestión que debería responderse sería la siguiente: ¿qué merece ser transmitido a las nuevas generaciones?, ¿qué debe ser recordado y venerado?, ¿qué es digno de mantenerse vivo?
La lectura de un clásico nos sitúa en una biblioteca, en una tradición gramatical, y, al mismo tiempo, y esta idea es decisiva, nos saca de una zona confortable. Eso significa que lo humano siempre está condicionado, pero no está –ni puede estar– determinado por su lugar de nacimiento, sino por una relación con un tiempo, con un espacio y con una historia que lo trasciende y que va más allá de su ámbito familiar. La lectura de un clásico permite dar el salto de una antropología del lugar a una antropología del mundo, hace posible desprenderse de lo propio, de lo mismo, y habitar lo otro, lo radicalmente extraño. Dejarse formar por los libros venerables es pensar la educación como una aventura que, como tal, es imprevisible, como un viaje hacia lo desconocido. Las aventuras son inquietantes, pero es necesario –escribió Walter Benjamin al comienzo de su libro Infancia en Berlín hacia 1900 – “aprender a perderse en una ciudad como quien se pierde en un bosque”. Lo que caracteriza una auténtica formación es la ambigüedad y la incertidumbre, porque es esa la diferencia entre educar y adoctrinar.
La lectura es un viaje hacia no se sabe dónde. De ahí que una formación que tenga como horizonte la lectura ponga en tela de juicio la actual pedagogía de las competencias. No se puede saber cuánto durará la lectura, quizá porque toda lectura es infinita, ni tampoco no se puede saber cuál será el resultado final, porque el punto de llegada de la formación de los clásicos no es algo que pueda establecerse a priori. El resultado de la lectura es incierto, por eso la formación de los clásicos será una educación centrada en una sabiduría de lo incierto. En la actualidad vivimos en un tiempo en el que la escuela menosprecia los textos venerables y, por lo tanto, ignora la sabiduría.
⁄ Parece elemental admitir que no es lo mismo leer a Homero, Cervantes, Shakespeare, Dickens, Kafka o Virginia Woolf, que leer a J.K. Rowling o Rebecca Yarros
Como subrayó Marc Fumaroli en su pequeño libro La educación de la libertad, la lectura de los clásicos debía proporcionar a los jóvenes referencias que tendrían que guiar sus juicios personales sin constreñirlos. Lo propio de esas lecturas y de esos autores era ofrecer a las nuevas generaciones una forma clara y unas imágenes fuertes para recordar. Pero a eso habría que añadir la sabiduría de lo incierto de Milan Kundera. La lectura y la formación de los clásicos tendrá que ser inscrita en una educación que gire alrededor de la incertidumbre y de la indeterminación. Por desgracia, la lectura no nos hace mejores personas. Lo que nos provoca es vértigo: ambigüedad.
En la lección inaugural de la Cátedra de Literatura Francesa Moderna y Contemporánea leída el jueves 30 de noviembre del 2006 y titulada ¿Para qué sirve la literatura? , Antoine Compagnon sostiene lo siguiente: la literatura –dice él– desconcierta, molesta, despista, desorienta más que los discursos filosóficos, sociológicos, psicológicos, porque se dirige a las emociones y la empatía. De este modo, recorre regiones de la experiencia que otros discursos desdeñan pero que la ficción reconoce en los menores detalles. La literatura nos libera de nuestra forma convencional de considerar la vida, destruye la buena conciencia. No encontramos en la lectura de los textos venerables verdades universales ni reglas generales, como tampoco ejemplos incuestionables. La literatura actúa de modo distinto a los mandamientos y a las parábolas. No ofrece un conocimiento ni un sentido del deber. La lectura es un ejercicio de pensamiento, es una experiencia de posibilidad.
Soledad, silencio, memoria
Una formación pobre en lectura de textos venerables es también una formación débil en pensamiento. Pensar no es hablar con uno mismo, en la propia interioridad, sino dialogar con los clásicos, y para leer, como para pensar, es necesario el silencio, la soledad y la memoria, algo difícil de conseguir. Soledad, silencio y memoria configuran la atmósfera necesaria para estudiar la herencia de un texto venerable, ese que siempre tiene algo más que decir, porque su sentido no depende solamente de sí mismo, ni del contexto en el cual fue escrito, sino de la vida del lector. El clásico es un libro que se lee, pero que sobre todo se relee.
Solo es posible pensar el presente a través del pasado, pero el grave problema es que hoy el presente ha sido sustituido y confundido por la actualidad. La actualidad es un corte, mientras que el presente es una secuencia en el tiempo y, por lo tanto, es un vínculo con el pasado. Una formación de los clásicos no es una formación basada en el pasado, sino en el tiempo. Como escribió Octavio Paz en La llama doble, somos los hijos del tiempo. En efecto, para bien o para mal, somos los hijos del tiempo, aunque a veces Saturno, como en el cuadro de Goya, termine devorándonos. Este es, sin duda, un riesgo que toda educación no tiene más remedio que afrontar.
No hay que olvidar que no es nada fácil leer un clásico; se necesitan un espacio y un tiempo adecuados. La dureza y la dificultad de la lectura de un texto venerable es lo que provoca aburrimiento tanto a los estudiantes, como a algunos profesores. Un texto venerable ofrece resistencia, por eso hay que leer lentamente, detenerse de vez en cuando al borde del camino y, en ocasiones, volver sobre lo andado. A diferencia de lo que reza uno de los dogmas más repetidos para la actual pedagogía, lo más importante en una relación educativa no es el alumno, tampoco el educador, sino el libro, a veces de lectura difícil, sin duda, pero es esa dificultad lo que lo convierte en venerable.
Bibliografía
Antoine Compagnon
¿Para qué sirve la literatura?
Acantilado, 2008
Marc Fumaroli
La educación de la libertad
Arcadia, 2007
Joan-Carles Mèlich
La sabiduría de lo incierto. Lectura y condición humana
Tusquets, 2019
Ricardo Moreno
Los griegos y nosotros. De cómo el desprecio por la antigüedad destruye la educación
Fórcola, 2024
Martha Nussbaum
El cultivo de la humanidad
Paidós, 2005
Nuccio Ordine
Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir
Acantilado, 2022
Joaquín Rodríguez
Paraíso, o de la felicidad en las bibliotecas
Tusquets 2025
