Decir que Catalunya es tierra de festivales no resulta exagerado por mucho que la frase suene a propaganda turística de sombrilla y autobús sin aire acondicionado. Y es que con 366 certámenes registrados en el 2023, haría falta un año bisiesto para acudir a todos ellos, a razón de uno por día.
A esta cifra inflacionista se ha llegado después del renacer del modelo festivalero de comienzos de los años 2000, impulsado por a la música indie (las visitas a Benicàssim, los primeros Primavera Sound y aquello de coleccionar pulseras polvorientas hasta cubrir el antebrazo), al que se ha sumado la tendencia de muchos ayuntamientos a reemplazar los conciertos de fiesta mayor por festivales. Con su propio logo, sus dos o tres fechas, foodtrucks , merchandising y demás hierbas, estos nuevos certámenes se han expandido por la geografía ofreciendo un pack completo para que todo el mundo pueda regresar a casa con la “experiencia festival” bien colgada en Instagram.
Con su propio logo, sus dos o tres fechas, ‘merchandising’, ‘foodtrucks’ y demás, los festivales se han expandido por toda la geografía
No podían faltar a esta fiebre festivalera los fondos de inversión, que sigilosamente se han adueñado de docenas de festivales por toda Europa sin preocuparse demasiado por las contradicciones éticas que su presencia pueda comportar. Lo sabe bien un certamen veterano como el Sónar, que recientemente ha salido al paso para desmarcarse de los propietarios de los propietarios (la repetición es consciente) del fondo de inversión propietario desde hace años de la mayoría accionarial de este referente mundial de la música electrónica.
Con la 32.ª edición a punto de arrancar, el Sónar ejemplifica esta tradición de grandes eventos musicales (también Cap Roig, que cumple 25 años, o el Cruïlla, que celebra 15), que, además de expandirse en número por todo el territorio, mira al pasado con festivales de ciclo como el de la Porta Ferrada de Sant Feliu de Guíxols, el más antiguo de Catalunya con 62 ediciones desde su inicio en 1958. También mira atrás el Canet Rock, que este año cumple los 50 con la música en catalán como bandera, ya sin aquella mística que envolvía a los festivales de los años setenta, y que no logró resucitar el fugaz Doctor Music Festival celebrado en el valle de Àneu.
Mucho ha llovido desde que murió el sueño hippie que pretendía cambiar el mundo mediante el amor y la música. Enterrado por las prosaicas deudas, el capitalismo resucitó el invento como un negocio (como farsa, dirán los puristas) donde los artistas recién salidos del horno comparten protagonismo con viejas glorias, recuperadas para atraer a la generación boomer con una dosis de nostalgia. Los mismos que soñaron un día con estar en Woodstock escuchando a Janis Joplin, The Who o Hendrix, se reúnen un martes cualquiera de verano para escuchar en un festival de la costa a Tom Jones cantar Delilah en un recinto ajardinado lleno de comodidades mientras su subconsciente echa la vista atrás y recuerdan –tal vez felices por haberlos dejado atrás– los años en que la palabra “festival” era sinónimo de tiendas de campaña, letrinas y resaca.