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“Cuando Felipe II planeaba El Escorial no se mencionó el templo de Salomón”: la supuesta obsesión del rey español con el edificio bíblico

Dos reyes, dos templos

Abundan las teorías sobre la inspiración que el templo de Salomón ejerció sobre el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial y sobre la identificación de Felipe II con el rey de Israel. ¿Qué hay de cierto?

Monasterio Real de San Lorenzo de El Escorial

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En su supuesto proyecto de emular el templo de Salomón en Jerusalén, Felipe II, promotor de la obra escurialense, no quiso dejar nada al azar. Si su padre, Carlos V, se había visto como el rey David, impetuoso y guerrero, él se sentía como su sucesor, el justo y sabio Salomón, que ordenó levantar el templo donde se custodió el arca de la Alianza.

Si alguna vez le flaqueaba la convicción, ahí estaba el pueblo para recordársela. Sin ir más lejos, en 1549, durante una gira por Europa ideada por su padre –el llamado “felicísimo viaje”–, el príncipe fue recibido con estas palabras en Bruselas: “Vos sois el prudente Salomón, que por mandato de vuestro justo padre gobernaréis los reinos, que os pertenecen, con grandísimo contentamiento de los pueblos”. Ese tópico se repetiría en otras ciudades en tapices, espectáculos y discursos, particularmente entre los burgueses holandeses, muy interesados en recuperar la paz y la concordia con la metrópoli.

Felipe II caracterizado como Salomón (Lucas de Heere, 1559), catedral de San Bavón en Gante

Terceros

Más adelante, en 1554, el cardenal inglés Reginald Pole, arzobispo de Canterbury entre 1556 y 1558, expresó su deseo de que el hijo del emperador completara la obra de su padre y concluyera el templo de Jerusalén que aquel había iniciado (entendido este como un edificio espiritual, más que material).

Al final, la primera piedra del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial se colocó el 23 de abril de 1563, y, cuatro meses después, la primera de la iglesia. ¿Le debían algo Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, sus principales artífices, al “Dios arquitecto” del templo salomónico?

Buena prensa

Una de las fuentes para conocer la obsesión de Felipe II por Salomón es su biblioteca, que, entre sus miles de volúmenes, constaba de títulos como De bello judaico, de Flavio Josefo, que refería la construcción del templo de Herodes –heredero del de Salomón–; el Commentariorum in Ezechielem Prophetam, obra de san Jerónimo que reflexionaba sobre la visión de la Jerusalén celeste; o el Libro de las Maravillas (1356), de Juan de Mandeville, que incluía un ameno recorrido por Tierra Santa.

Sin embargo, la fascinación no era exclusiva del monarca español. Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia o Jacobo I de Inglaterra cayeron también bajo su embrujo, y los pintores de corte los retrataron con los atributos del rey bíblico.

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Holbein dio a Salomón los rasgos del Tudor en una miniatura que recreaba el episodio de la reina de Saba, y Lucas de Heere se sirvió de Felipe II como modelo para retratar al hijo de David y Betsabé en el cuadro La visita de la reina de Saba al rey Salomón, presente en la catedral de Gante.

Un ejemplo más: en la vidriera de la iglesia de San Juan Bautista en Gouda (Países Bajos), obra de Dirck Crabeth, Felipe, agasajado como restaurador del catolicismo en Inglaterra, comparecía junto a su esposa, María Tudor, ambos arrodillados como testigos de la última cena, bajo una escena que recreaba la consagración del templo de Salomón. Este aparece descrito, por cierto, en el primer libro de los Reyes y el segundo de Crónicas, así como en la visión del profeta Ezequiel.

María Tudor y Felipe II bajo la Última Cena y el Templo de Salomón en la vidriera del rey de Gouda (Dirck Crabeth, 1557)

Dominio público

¿Quién no querría que lo vincularan con un personaje que gozaba de tan buena prensa? Tampoco era baladí el valor de la propaganda: el concepto de España como una nueva Israel blindaba la defensa a ultranza de la cristiandad, que, en principio, el nuevo Salomón podría ejecutar sin dar la espalda a la diplomacia. “El mesianismo de Felipe II –explica Geoffrey Parker en El rey imprudente (2015)– mostraba muchas características comunes a todas las demás visiones providenciales de su época”. Y dentro de esa doctrina, habría que hablar del salomonismo.

Espejo de príncipes

El término “salomonismo” refleja bien el ideal de gobierno de Felipe II. Amparado por las instrucciones que su padre había dictado en Palamós en 1543, este resolvió que ser hombre no era sino “tener juicio” y obrar con sabiduría, cordura, bondad y honradez. Cualidades reiteradas a lo largo de la historia por los diferentes espejos de príncipes (“specula principis”) que guiaban los pasos de los gobernantes, y que, cómo no, se presumían a Salomón.

En el siglo XIII, el obispo Lucas de Tuy, el Tudense, llamó a Alfonso VIII “alter Salomon” (otro Salomón) en su Chronicon Mundi, mientras que, en el mismo siglo, Alfonso X el Sabio ensalzó en su obra jurídica y poética al rey de la dinastía davídica como un dechado de virtudes. Ungido por la divinidad y colmado de sabiduría, Salomón se asentó como un arquetipo para los humanistas del Renacimiento, y, hasta cierto punto, contribuyó a apuntalar las aspiraciones universalistas de los Habsburgo en una Europa quebrada por la “herejía” luterana.

Tanto Carlos V como Felipe II ostentaban el título de rey de Jerusalén, que el segundo recibió de su padre tras casarse con María Tudor. Felipe lo llevaba con orgullo, como revelan los medallones a la entrada de la basílica de San Lorenzo de El Escorial –dedicados a la colocación de la primera piedra, a la primera misa y a la consagración del templo–, en los que se declaraba rey de España, de las Dos Sicilias y de Jerusalén.

Y como mera anécdota, uno de los perros del monarca, muerto en Bruselas en enero de 1559, atendía al nombre de Salomón…

Visiones descreídas

No podemos obviar, sin embargo, otra lectura más escéptica e igualmente bien informada. Henry Kamen la resume en El enigma del Escorial (2009): “Es necesario recalcar que a mediados del siglo XVI, cuando Felipe II planeaba y construía San Lorenzo, no se hizo ni una sola referencia oral o escrita, ya fuera en España o en el resto de Europa, acerca de una posible conexión entre el templo judío, que una vez había existido en la ciudad histórica de Jerusalén, y el monasterio que se alzaba en las montañas de las afueras de Madrid”.

Así, fray José de Sigüenza, uno de los primeros eruditos que abordó la gestación de la obra en Historia de la Orden de San Jerónimo (1605), rechazaba su parecido con el templo de la Antigüedad, partiendo de las mayores dimensiones de la fábrica de San Lorenzo, y eso que en el primero habían tomado parte 80.000 hombres para acarrear las piedras, 70.000 para dar forma a los materiales y 3.500 para dirigir a los obreros.

Vista aérea del monasterio de El Escorial

David Mapletoft / CC BY 2.0

En nuestros días, el historiador del arte Fernando Checa Cremades insiste en que los móviles dinástico y funerario precedieron a los simbólicos y mitológicos del templum Salomonis, tal como revela la carta fundacional firmada por el monarca el 22 de abril de 1567, en la que no hay ninguna alusión al templo jerosolimitano.

El nuevo Salomón

No obstante, muchos autores se ocuparon de rastrear sus concomitancias. A caballo entre los siglos XVI y XVII, Juan Bautista Villalpando dio a la imprenta un ambicioso trabajo financiado por el rey sobre el comentario a Ezequiel y la arquitectura del templo de Salomón, en el que, en palabras del profesor José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, defendía “la idea de El Escorial como una recreación exacta del templo salomónico”.

Benito Arias Montano, primer bibliotecario del centro, sugirió reemplazar los obeliscos que adornaban la fachada de la basílica por las estatuas de varias parejas de reyes judíos, entre ellos, las de David y Salomón. La imaginación hizo su parte y echó toda la sal que pudo, y más, para condimentar el guiso del salomonismo. Si a mediados del siglo XVI la conexión entre ambos edificios era inexistente, poco a poco se fue materializando, y otros investigadores contemporáneos la consolidaron en sus ensayos.

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Ese fue el caso del estadounidense René Taylor (Architecture and Magic, 1967), que equiparó el encargo que David hizo a Salomón para construir el templo al de Carlos a Felipe en el codicilo de Yuste, donde dejó a la voluntad de su hijo la decisión final sobre sus restos, cuyo destino, en principio, iba a ser la Capilla Real de Granada. Para el arquitecto Ricardo Aroca, “no se ha producido en la historia –ni probablemente vuelva a producirse– un intento de recreación del templo de Salomón de semejante ambición”.

Sea como fuere, la reputación de Felipe II como un nuevo Salomón persistió tras su muerte en 1598. Un año después, el cronista e historiador Antonio de Herrera y Tordesillas planteó al Consejo Real una lista de sobrenombres para caracterizar al difunto rey: el Bueno, el Honesto, el Justo, el Devoto, el Modesto, el Constante y el Prudente. Se impuso este último: era el epíteto que lo había saludado en Bruselas, en aquel lejano 1549, cuando el rey de Israel y el de España empezaron a caminar de la mano.