La otra cara del imperio: las dificultades para llegar a fin de mes en la España de los Austrias

Siglo de Oro

El esplendor cultural de los siglos XVI y XVII en la península es algo de sobras conocido, pero el día a día de un sector importante de la población era de todo menos brillante

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'Vieja friendo huevos', cuadro de juventud de Velázquez

Terceros

Según la encuesta del INE de 2024, casi la mitad de la población española (un 45,4%) sufría estrecheces y le costaba, aunque se apretara el cinturón, llegar a final de mes. ¿Cuál era la situación en la época de los Austrias, hace unos quinientos años, cuando en el imperio español no se ponía el sol y se vivía una edad áurea de las artes y las letras?

La nostalgia que algunos sienten por aquel pasado glorioso puede derivar en una interpretación que, deslumbrada por el resplandor de una parte, pierda de vista el conjunto. En un alarde de optimismo, se ha llegado a afirmar que, en los siglos XVI y XVII, solo un 20% de la población urbana podía considerarse falta de recursos gracias a una eficiente red asistencial.

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Desde luego, la labor asistencial de hospitales –entonces más centros de beneficencia que sanitarios–, cofradías, casas de misericordia y otras fundaciones caritativas es innegable. Pero no alcanzó –era imposible– para sacar de la miseria a la nube de menesterosos. Mientras la Europa calvinista vituperaba a los mendigos por considerar que no querían trabajar, la España de los Siglos de Oro creía en la obligación cristiana de socorrerlos, aunque se actuara contra los que fingían sus males y se aprovechaban de la credulidad de las almas piadosas.

Carlos V prohibió reiteradamente el vagabundeo mendicante, y Felipe II ordenó que nadie pudiera pedir limosna sin cédula del cura de su parroquia o de las autoridades –una especie de carné de identidad– donde constaran las señas del beneficiado. El privilegio otorgado a la corporación de los “ciegos oracioneros” de Madrid –un antecedente de la ONCE– para que pudieran vender gacetas, romances, relaciones de sucesos y otros papeles sueltos destaca por su modernidad en la inserción laboral de este colectivo.

El Lazarillo de Tormes, visto por Goya

El Lazarillo de Tormes, visto por Goya

Dominio público

Por supuesto, los parámetros actuales para valorar las condiciones de vida distan mucho de los de entonces. Las personas humildes de la España de los Austrias estaban en una situación material de desvalimiento extraordinariamente penosa. La alimentación –mucha gente pasaba hambre o se alimentaba solo de pan– y la vivienda –dormían en esteras o directamente sobre el suelo– eran deplorables. La falta de atuendo por su elevado precio afectaba a la mayoría de la gente, que se veía obligada a usar ropa vieja, mil veces remendada y zurcida. Los más pobres, simplemente, vestían harapos.

Juan Ignacio García Carmona, en El extenso mundo de la pobreza: la otra cara de la Sevilla imperial, a partir de los datos de los padrones municipales de fines del siglo XV, concluye que “casi un 80% del vecindario sevillano vivía en pobreza habitual o mostraba muy bajos niveles económicos”. Todavía en el siglo XVIII, según el informe de la Sociedad Económica de Amigos del País, la población depauperada hispalense superaba con creces el 60%.

Más allá de las estimaciones estadísticas, menos fiables que las actuales, García Carmona documenta numerosos casos de personas en una situación angustiosa que hoy nos parecería inconcebible. Señala también la escalofriante paradoja de la caridad mal entendida. Instituciones de beneficencia como los hospitales, cuya principal fuente de ingresos eran los alquileres de las casas de su propiedad, no tenían reparo en desahuciar sistemáticamente a los inquilinos por impago de la renta.

Los reveses de la fortuna podían arruinar a personas que antes gozaban de una buena posición económica. El capitán Juan Enríquez de Villacorta, por ejemplo, con más de cuarenta años de servicio, solicitaba ayuda a las autoridades por su pobreza vergonzante: “Pues se halla el suplicante mísero y pobre, desnudo y sin medios, que le favorezcan con su limosna, así en dineros como en ropa desechada de sus desperdicios para cubrir sus carnes”.

'Niños comiendo uvas y melón', de Murillo (1645-1646)

'Niños comiendo uvas y melón', de Murillo (1645-1646)

Otros

Francisca de Quesada, viuda del alcaide encargado de las casas del municipio, pedía una limosna porque estaba en cama, desahuciada por los médicos, “sin tener pedazo de camisa ni otra ropa con que poderme vestir, porque la enfermedad me dio de los fríos tan grandes de este invierno por estar tan hecha pedazos de ropa”.

Los jornaleros, cuando terminaban la siembra y la recolección, a duras penas conseguían alimentos para sustentarse. Otro tanto sucedía con los albañiles cuando terminaban las obras o con los trabajadores del sector textil afectados por el cierre de telares debido a la competencia extranjera.

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Las viudas, o las mujeres cuyos maridos abandonaban el hogar para emigrar a América o buscar fortuna en otros lugares, se veían aún más damnificadas por el pauperismo. Pero quienes llevaban la peor parte, sin duda, eran los miles de esclavos de la metrópoli peninsular y los incontables de ultramar.

¿Quién paga impuestos?

En el polo opuesto, dos grupos minoritarios se hallaban en la cúspide de la pirámide social: el clero, por su elevada misión de procurar la salvación del alma, y la nobleza hereditaria, por guerrear y defender al conjunto de la sociedad. Al resto de la población, el “estado llano”, le tocaba trabajar y sostener con el pago de pechos, o tributos, a los estamentos superiores. Además, el estado llano no gozaba de jurisdicción privativa, y estaba sometido a la ley común, que castigaba los delitos con penas mucho más severas.

Como ha señalado Alberto Marcos Martín (España en los siglos XVI, XVII y XVIII), el “determinismo de la sangre” de origen medieval se mantuvo en la época de los Austrias, y escamoteó el “determinismo económico” entre los que producían y los que vivían sin trabajar gracias a los derechos feudales, que permitían a los señores obtener rentas de sus vasallos con argumentos extraeconómicos.

Retrato de un caballero del siglo XVII (1618-1623), obra de Juan Bautista Maíno

Retrato de un caballero del siglo XVII (1618-1623), obra de Juan Bautista Maíno

Dominio público

Las diferencias de nivel de vida entre el alto clero –generalmente procedente de la nobleza– y los sacerdotes de las parroquias eran notorias. Lo mismo acaecía en el otro estamento privilegiado: la riqueza de los grandes señores contrastaba con el mediano pasar de los caballeros y la pobreza de muchos hidalgos, no por ello menos ufanos de su condición.

Don Quijote decía: “La diferencia que de hidalgos hay a villanos en Castilla es pagar los pechos [impuestos] y servicios. A la hora que pagásemos otra cosa o la menor del mundo, perderíamos la libertad que derramando la sangre en servicio de los reyes de Castilla ganaron aquellos de donde venimos. Así que, si hubiésemos de pagar algún pecho, podríamos llamarnos ricos por tener villas y lugares, mas no caballeros e hijosdalgo, pues perdimos la libertad y la honra que nuestros antepasados nos dejaron”.

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El estado llano tampoco constituía un conjunto homogéneo, sino que existían divisiones en función de la riqueza, oficio, género y cultura. Los más adinerados eran los burgueses, aunque la mayoría aspirase al ennoblecimiento cuando había amasado un considerable caudal, mediante el cual compraban una ejecutoria de nobleza a la Corona.

A este proceso se lo ha denominado “la traición de la burguesía”, pero sería erróneo atribuirlo a una supuesta idiosincrasia española que antepondría la honra al dinero, cuando en realidad era un efecto de la estructura socioeconómica. De hecho, a los grandes productores, mercaderes y banqueros les beneficiaba un ennoblecimiento con el que no solo dejaban de pagar impuestos, sino que lograban un fácil acceso a los cargos, negocios y operaciones financieras de la monarquía.

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Vista de la ciudad de Sevilla en el siglo XVI

Terceros

No obstante, la “revolución de los precios” provocada por la llegada masiva de plata americana impidió a la manufactura española competir en costes y precios con la europea y cercenó la creación de una burguesía preindustrial.

Por otra parte, la galopante inflación redujo el poder adquisitivo de los salarios y los gremios tuvieron que dejar de prestar la protección social que anteriormente los caracterizaba.

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En la primera mitad del siglo XVII, las crisis políticas, económicas y demográficas alcanzaron su punto álgido en toda Europa. Mientras la monarquía española se embarcaba en guerras imposibles de ganar y la corte y su séquito derrochaban sin tasa, la miseria se adueñaba de las capas populares. El historiador Antonio Domínguez Ortiz afirmó que, mientras los escasos alimentos eran adquiridos por los ricos y poderosos, “la masa del pueblo estaba próxima a morir de hambre”.

El Siglo de Oro fue, sin duda, el de mayor plenitud de la cultura y el arte españoles. Pero el imperialismo español acabó derivando en un Siglo de Hierro para las clases populares, cuyas condiciones de vida se agravaron. Todos los imperios acaban teniendo los pies de barro. No ha de sorprender que, en una sociedad tan desigual e injusta, proliferasen las utopías. Desde la sociedad perfecta de Tomás Moro a las Arcadias bucólicas de Lope de Vega o Cervantes, donde el hombre vivía feliz en armonía con la naturaleza. El esplendor de la cultura y el arte no concordó con la realidad socioeconómica. 

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