El Dorado hispano: aceite, riqueza y poder en la Península Ibérica romana

Antigua Roma

Un nuevo libro explora la economía y el comercio que encumbró a grandes familias hasta las más altas magistraturas en Roma

La producción de vino, a la que está dedicado este mosaico expuesto en Túnez, era muy importante en la costa mediterránea de la Península Ibérica

La producción de vino, a la que está dedicado este mosaico expuesto en Túnez, era muy importante en la costa mediterránea de la Península Ibérica

Ad Meskens, Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0

Gloria, poder político o factores militares explican en parte muchas de las gestas y conquistas de la Antigüedad, pero no son suficientes para justificarlas por completo. Bajo el relato épico se oculta a menudo algo mucho más prosaico pero con frecuencia más importante, como es el factor económico. Desde este prisma es posible comprender de otra forma, por ejemplo, qué llevó a romanos y cartagineses a combatir, durante la Segunda Guerra Púnica, en Hispania, un escenario clave en aquel conflicto y una región que con los siglos acabaría convirtiéndose en uno de los puntales de la economía del Imperio.

No es que Hispania fuera tan rica como Egipto o Italia, pero aportaba entre un cinco y un diez por ciento de la riqueza imperial, según las estimaciones de Oriol Olesti, lo que, para tratarse del Imperio romano, no es en absoluto desdeñable. Olesti es uno de los editores de Economía de la Hispania romana, publicado por la Universitat de Barcelona, donde varios historiadores y arqueólogos expertos en este campo analizan en profundidad una estructura productiva y comercial sorprendentemente compleja para los profanos, y que explica por qué esta zona, en realidad un microcontinente según el contexto de su época, fue tan importante en la Antigüedad.

Las Médulas, en la comarca del Bierzo

Las Médulas, en la comarca del Bierzo, donde se encontraba una de las grandes minas romanas de oro 

Sergio Gago Arbizu / Propias

¿Qué encontraron los romanos en la Península Ibérica que fuera tan atractivo? “En un inicio, principalmente la minería –responde Olesti–, sobre todo de plata y oro”. La riqueza en metales preciosos alimentó, como ha sucedido siempre, las historias y leyendas. Estrabón, que dedicó un tomo de su Geografía a Hispania pese a no haberla pisado jamás, escribió que “cada colina de Iberia es, en realidad, por un destino sumamente pródigo, un cúmulo de materias de las que se obtiene la moneda. Quien viese estos lugares pensaría que se trata de la cámara del tesoro de la inagotable naturaleza”. Una exageración, sin duda, pero con una base real en la que también se encontraban otros metales menos valiosos pero indispensables para la industria del momento.

Pero hubo otros productos con una enorme proyección comercial. El vino, por ejemplo, que Olesti define como un negocio más bien especulativo, llegó a dejar muchos beneficios en determinadas etapas para los grandes propietarios. La producción de caldos hispanos (el aficionado al vino que los probara hoy seguramente se llevaría una desagradable sorpresa) llegó desde toda la costa hispana a toda Europa Occidental: tanto a la capital como a las inhóspitas fronteras del norte.

Sin las fortunas creadas a partir del negocio del aceite, el ascenso al poder de un emperador como Trajano hubiera sido poco probable

Y aunque el vino era importante, la exportación de aceite todavía lo era más. La producción bética se exportaba masivamente al resto del imperio, especialmente a la capital. Hoy queda un espectacular recordatorio de esta corriente comercial en Roma: el monte Testaccio, que da nombre a uno de los barrios de la ciudad, es en realidad un montículo artificial de 35 metros de alto formado sobre todo por las vasijas que llegaban con este producto. Un 80% de los fragmentos hallados en este lugar proceden de la Península Ibérica.

Fue aquella la era dorada de la economía de la Hispania romana. Tras una primera época, en el periodo republicano, en el que la explotación de la Península descansaba en las antiguas estructuras y poblaciones indígenas, con la entrada en el periodo altoimperial (aproximadamente durante los dos primeros siglos de nuestra era), la inmigración itálica creció significativamente y se fundaron nuevas colonias, que pasaron de las 8 o 10 originarias a más de 40.

Detalle en el que se aprecian los fragmentos de vasija que se hallen en el monte Testaccio, en Roma

Detalle en el que se aprecian los fragmentos de vasija que se hallan en el monte Testaccio, en Roma

Dominio público

Era la época en la que, en Iberia, la romanización avanzaba inexorablemente y en la que, en el Mediterráneo, la pax augusta permitía al comercio florecer hasta niveles no vistos hasta entonces. La actividad económica se incrementó significativamente. Olesti cuenta que el análisis de los isótopos en el hielo ártico demuestran la existencia de un gran nivel de actividad industrial en aquella etapa, que no se igualaría hasta los últimos siglos de la Edad Media. La relativa estabilidad permitió una suerte de globalización, incomparable con la actual, pero sorprendente para su época. “Hay sectores cuyos productos llegaban muy lejos y que afrontaban una competencia global, y respecto a las importaciones hemos encontrado, por ejemplo en el Pirineo, objetos que llegan desde miles de kilómetros de distancia”, apunta Olesti.

Este desarrollo económico acabó teniendo un impacto político, pues los grandes propietarios beneficiados por el comercio acumularon el músculo financiero –imprescindible en el mundo romano– para impulsar su carrera en este campo. Ocurrió, por ejemplo, con las familias de Tarraco y de Barcino, algunos de cuyos representantes acabaron ostentando responsabilidades en Roma, pero, sobre todo, con las de la Bética, donde tomaron impulso estirpes senatoriales edificadas sobre el muy lucrativo negocio del aceite.

Es en este contexto en el que se explica el ascenso a la máxima responsabilidad imperial de Trajano, nacido en la Bética, o de Adriano, cuya familia era de esa procedencia. Sin la expansión comercial de los primeros siglos de nuestra era, su llegada al poder difícilmente se habría producido. En este sentido, Olesti matiza que, a pesar de que a menudo se les presenta como emperadores hispanos, no es realmente así: “Se trataba de miembros de familias itálicas instaladas en Hispania, que es distinto”. En cualquier caso, estos grupos eran una minoría entre la población de la Península Ibérica.

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A partir de la crisis del siglo III, que afectó a todo el Imperio, las circunstancias de la economía hispánica cambiaron. El flujo comercial se redujo considerablemente y el proceso globalizador se contrajo. No obstante, los intercambios no se interrumpieron completamente, aunque sí que quedaron circunscritos a productos más de lujo que en épocas anteriores. El garum de la Península Ibérica, por ejemplo, siguió siendo muy apreciado para los gustos más exquisitos, aunque para los paladares actuales esta salsa de pescado muy probablemente constituiría un reto excesivo.

Todo ello nos habla de una economía hispana más dinámica y compleja de lo que hasta hace poco tiempo se conocía, un campo de estudio donde se integran las novedades arqueológicas, verdadera punta de lanza de la investigación actual.

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