EE. UU. al borde de la dictadura: el fallido golpe de Estado contra Roosevelt en plena Gran Depresión
Business Plot
Un grupo de empresarios, políticos y militares planeó reemplazar al presidente Franklin D. Roosevelt por un general de su cuerda para hacer descarrilar el New Deal
Franklin D. Roosevelt se metió al electorado en el bolsillo inaugurando el Estado de bienestar
John W. McCormack, congresista demócrata por Massachusetts: “Si el general de división retirado Smedley Butler, del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, no hubiera sido un devoto defensor de la democracia, hoy los americanos podrían vivir evidentemente bajo un Mussolini, un Hitler o un Franco americanos”.
Estas palabras, pronunciadas en 1973 por el antiguo presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos (1962-1971), hacían referencia a un acontecimiento desconocido por el gran público e ignorado conscientemente por la mayor parte de los historiadores académicos norteamericanos: el intento de un grupo de civiles y militares conservadores de controlar ilegalmente el gobierno federal en 1934 con el objetivo de forzar al entonces presidente, el demócrata Franklin Delano Roosevelt (1932-1945), a abandonar su programa New Deal.
Estados Unidos vivía entonces inmerso en la Gran Depresión, que había comenzado el 24 de octubre de 1929. El producto interior bruto había caído un tercio de su valor entre 1929 y 1933, la producción industrial estaba hundida, habían quebrado seis mil de los doce mil bancos del país y el desempleo alcanzaba a trece millones de personas. Para poner fin a esta situación, los ciudadanos votaron masivamente a Roosevelt en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre de 1932.
El programa del político demócrata, el New Deal, implicaba abandonar el liberalismo económico y sustituirlo por un intervencionismo gubernamental en esa esfera, plasmado en planes para recuperar la agricultura, reducir el desempleo mediante subsidios, construir obras públicas y suprimir momentáneamente el patrón oro con el fin de aumentar el dinero circulante. Esta última medida convertía las fortunas líquidas de los grandes millonarios en simple papel.
Los conspiradores
Las decisiones del nuevo presidente provocaron una fuerte oposición en la élite empresarial, pues sus miembros temían que fueran acompañadas de un aumento de los salarios, del establecimiento de seguros laborales y de una mayor redistribución de la riqueza. De hecho, para intentar frenar esa posibilidad, en el seno de este grupo empezaron a surgir tendencias corporativistas y fascistas.
Los impulsores de esa dinámica fueron los hermanos Irénée, Pierre y Lamont du Pont, dueños de uno de los mayores emporios industriales del mundo, que incluía la empresa automovilística General Motors (GM). Estos se mostraron partidarios de una centralización estatal que abarcara todos los aspectos de la sociedad, incluida la esfera económica, bajo el control de los grandes empresarios.
El presidente Roosevelt y sus colaboradores durante la firma de la Ley de Seguridad Social el 14 de agosto de 1935
En una línea ideológica similar se situaban el editor John Randolph Hearst, el banquero John Pierpont Morgan, los empresarios Henry Ford, Jr. y Robert Sterling Clark –heredero de la fortuna de Singer Corporation, valorada en unos treinta millones de dólares en metálico–, o los abogados corporativos John Foster Dulles, representante de I. G. Farben –el cartel alemán de la industria química y la mayor corporación industrial del mundo en ese sector–, y Prescott Bush.
Este último, padre y abuelo de dos presidentes de Estados Unidos, estaba ligado al grupo empresarial Harriman –ferrocarriles– a través de la dirección de la Union Banking Corporation (UBC), trust que ayudó a financiar a Adolf Hitler y mantuvo negocios con el empresario metalúrgico alemán Fritz Thyssen, el principal apoyo de los nazis (la UBC perdió todos sus activos el 20 de octubre de 1942 bajo la Ley de Comercio con el Enemigo). También aparecerían ligados con el complot los banqueros Felix Warburg y Frank Belgrano, y Alfred P. Sloan, presidente de GM.
Pero los empresarios no actuaron solos, sino que precisaron el apoyo de otros dos sectores de la élite. Por un lado, un conjunto de políticos conservadores del Partido Demócrata, como John W. Davis y Alfred Smith –candidatos en las elecciones presidenciales de 1924 y 1928, respectivamente–, Joseph Buell Ely –gobernador de Massachusetts– y Louis Johnson –futuro secretario de Defensa (1949-1950)–, enemigos de Roosevelt, aunque fueran del mismo partido.
Por otro, un grupo de militares de alto rango: el general de brigada Hugh Johnson, colaborador de Roosevelt y presidente de la Administración Nacional de Recuperación (NRA) –organismo encargado de reorganizar la industria de EE. UU.–; el almirante William Sims, enemigo de Roosevelt desde los tiempos en que este fue subsecretario adjunto de Marina entre 1913 y 1920, y, sobre todo, el general del Ejército Douglas MacArthur, hombre de ideología ultraderechista, jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, vinculado familiarmente con el banco J. P. Morgan y considerado por el presidente como “el segundo hombre más peligroso de América”. El primero era el senador por Luisiana Huey P. Long.
Marcha sobre Washington
El plan del grupo consistía en provocar una grave crisis que obligase a Roosevelt a cambiar el rumbo de su política y nombrar al general Hugh Johnson secretario de Asuntos Generales, o “supersecretario”, encargado de dirigir el gobierno. Los conjurados pensaban justificar esta decisión ante el pueblo americano amparándose en la mala salud del presidente, que convertirían en una verdad indiscutible gracias al control que ejercían sobre los medios de comunicación.
Roosevelt, el general H. Johnson y la esposa de este, c. 1933
La operación desencadenante sería muy similar a la Marcha sobre Roma, que tuvo lugar entre el 27 y el 29 de octubre de 1922, y que permitió a Benito Mussolini convertirse en presidente del Consejo de Ministros: una milicia armada –nunca se planteó la posibilidad de que la acción fuera realizada por una unidad militar del Ejército para no comprometer a esta institución– se dirigiría a la Casa Blanca para forzar al presidente de EE. UU. a realizar ese cambio en su gobierno.
Eso no significa que quisieran mimetizar la acción realizada por el líder fascista italiano, pues el jefe de esta algarada no sería su principal beneficiario político. Por el contrario, los planificadores de la operación intentarían evitar por todos los medios cualquier relación entre la “marcha” y el cambio operado en el gobierno.
Para desencadenar la operación, que posteriormente sería “reconducida” dentro de la “legalidad”, se precisaba una fuerza armada paramilitar y un cabecilla que la dirigiese. La organización elegida fue la Legión Americana, que había sido creada el 17 de febrero de 1919 en París con el objetivo de favorecer la ayuda mutua entre los veteranos de la Primera Guerra Mundial.
Más tarde, en los años veinte, se había transformado en un lobby y en una milicia de ideología fuertemente anticomunista, con tintes fascistas, vínculos con el Ku Klux Klan y controlada por la “royal family” de banqueros de Wall Street. Esa fascistización quedó patente en 1935, cuando su vicecomandante, el coronel William F. Easterwood, visitó Italia y condecoró a Mussolini con la insignia de la Legión, haciéndole miembro honorario de la misma e invitándole a la siguiente convención de la organización en Chicago para que diera un discurso.
Desfile de la Legión Americana en Miami, Florida, 1934
Cita en Filadelfia
Más dificultad entrañaba encontrar a la persona encargada de dirigir a la Legión en su marcha sobre Washington. Si la operación era liderada por uno de los generales en activo implicados en la misma, no solo podría suponer el fin de su carrera militar, sino que levantaría fuertes sospechas por los lazos entre esa acción y el posterior cambio operado en el gobierno. Por eso era necesario un soldado prestigioso entre los miembros de la Legión, pero, a la vez, ajeno a los planificadores y con fama de “exaltado”.
En la década de los treinta del siglo XX solo un general norteamericano respondía a esas características: Smedley Darlington Butler, el militar más condecorado en la historia de EE. UU. y un hombre que gozaba de un enorme prestigio entre los veteranos de guerra, si bien su opinión sobre la Legión Americana era pésima, por sus relaciones con los intereses financieros de Wall Street. A pesar de ese hándicap, el general parecía la persona ideal para liderar la “marcha sobre Washington”. Sin embargo, los ideólogos del complot tomaron una decisión que se demostró errónea: explicar a Butler con todo lujo de detalles el plan diseñado, lo que terminó provocando su desarticulación.
El general Smedley D. Butler en 1932
Dos oficiales de la Legión, William Doyle y Gerald MacGuire, y el empresario Clark se entrevistaron varias veces con Butler. Primero, le ofrecieron la presidencia de la Legión. Más tarde, le informaron sobre el plan. Así, en agosto de 1934, tras regresar de un viaje por Europa, MacGuire mantuvo un encuentro con el general en el hotel Bellevue de Filadelfia, donde le explicó que el objetivo de la operación era crear una organización paramilitar que marchase sobre Washington y obligase a Roosevelt a entregar el poder de facto al general Johnson.
Según su propio testimonio, el general respondió que, si ellos movilizaban a quinientos mil hombres para crear un gobierno fascista, él movilizaría a otros quinientos mil para salvar la democracia. Pero, curiosamente, la reunión no terminó en ese momento, sino que continuó un rato más. Fue entonces cuando MacGuire le explicó que, si Roosevelt se oponía a la labor de ese “supersecretario”, forzarían su dimisión; y como el vicepresidente, el conservador y segregacionista texano John Nance Garner, no quería ocupar el cargo, el “supersecretario” podría ocupar su lugar y convertirse en presidente de Estados Unidos.
El cuarto poder
Butler preguntó entonces por qué sabía todo eso, a lo que el conjurado respondió que tenían gente cerca de Roosevelt y sabían todo lo que ocurría. Finalmente, le comentó que para lograr que el plan funcionase, era necesario que alguien dirigiese la marcha de los quinientos mil veteranos sobre Washington. El elegido era el general, a pesar de la oposición de los propietarios y socios de J. P. Morgan, favorables a MacArthur. Con esa información, terminó la entrevista.
Butler se asustó al oír todo aquello, máxime cuando el 22 de agosto, algunos de los nombres que había citado su interlocutor, como Smith y Davis, con el apoyo de Irénée du Pont, crearon la Liga por la Libertad Americana (ALL) para combatir el New Deal. Entonces decidió desarticular el plan. El general sabía que no podía denunciarlo públicamente, porque, dada su fama de exaltado, nadie le creería. Por eso decidió recurrir a un amigo suyo, el periodista pacifista Paul French, con objeto de tener un testigo de lo que se estaba tramando.
Gerald MacGuire, a la izqda., con su abogado
French telefoneó a MacGuire presentándose como secretario del general para concertar una cita. Esta tuvo lugar en Nueva York el 13 de septiembre. Durante el encuentro, MacGuire le explicó el complot, la implicación de Louis Johnson y, sobre todo, la de los Du Pont, quienes, a través de su empresa de armas Remington, se encargarían de armar a los legionarios.
Con el testimonio de French, Butler informó a John Edgar Hoover, director de la Oficina Federal de Investigación (FBI), que ya tenía noticias de lo que se estaba tramando. Sin embargo, le dijo al general que no se comprometía a investigar el complot, pero que le pondría en contacto con el Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), presidido por John W. McCormack y el demócrata por Nueva York Samuel Dickstein. El 20 de noviembre el comité comenzó a investigar la conjura. Al día siguiente, French publicaba dos artículos sobre la misma en el Philadelphia Record y el New York Post. El complot estaba desarticulado.
¿Fue viable?
El HUAC no pudo profundizar en sus investigaciones porque su mandato terminó ese año y no se prorrogó, a pesar del interés de McCormack por el tema. No obstante, en sus conclusiones finales reconoció que “no hay duda de que estos intentos [el complot] se discutieron, se planearon y podrían haberse llevado a cabo si los financiadores lo hubieran considerado oportuno”.
Por su parte, el New York Times parafraseó el informe en un artículo de portada del 16 de febrero de 1935: “Se han encontrado pruebas definitivas de que la tan publicitada marcha fascista sobre Washington, que iba a ser dirigida por el general de división retirado Smedley D. Butler, según el testimonio de la audiencia, estaba realmente contemplada”.
Desde entonces, este acontecimiento ha recibido un trato poliédrico por parte de los especialistas. Algunos académicos, como A. M. Schlesinger, R. F. Burk, R. Hofstadter y W. Pencak, han considerado que nunca tuvo visos de salir adelante. Otros, como J. Archer, S. Denton, E. L. Marshall, R. Muñoz Bolaños y H. Schmidt, piensan que la conjura existió y fue lo suficientemente amplia como para poner en peligro el sistema democrático norteamericano.
Roberto Muñoz Bolaños es profesor en la Universidad Camilo José Cela y la Universidad del Atlántico Medio.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 683 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.