“La injusticia conmueve las conciencias”, escribe Carlos Castresana en Bajo las togas (Tusquets), un recorrido por el tortuoso camino de los errores judiciales convertidos en infamias que discurre desde el siglo XVI hasta casi nuestros días. A lo largo de veinticinco capítulos, veinticinco eslabones de una negra cadena, nuestra conciencia es sacudida recordándonos que el daño causado por la justicia cuando yerra puede ser irreparable. Castresana, fiscal español reconocido internacionalmente por su lucha contra la corrupción y la defensa de los derechos humanos, sabe que la justicia, incluso en nuestros días, no está libre de tropezar de nuevo con la misma piedra.
Estos relatos de poder, verdad y memoria convierten fallos y silencios en protagonistas. Castresana ha procurado hacer un esfuerzo pedagógico para que su narración resulte comprensible para todos los lectores, contando con su sensibilidad. “Las injusticias no dejan indiferente a nadie, y yo abordo cada caso desde la perspectiva humana de las tragedias personales de los inocentes condenados y las de sus seres queridos marcados para siempre”. También, ocasionalmente, desde el punto de vista de las víctimas “que asisten desesperadas a la absolución escandalosa de algunos acusados manifiestamente culpables”.
Su libro comienza evocando Núremberg y la sentencia contra los jueces del Tercer Reich. ¿Por qué decidió abrir con ese episodio y qué simboliza para usted en la historia de la justicia?
Porque el de los jueces de los regímenes totalitarios es, quizá, el ejemplo más depurado de la infamia judicial; esos jueces del Tercer Reich que autorizaron las esterilizaciones masivas de discapacitados, las condenas a muerte de miles de opositores políticos, las deportaciones de judíos y gitanos.
El tribunal que les condenó en Núremberg los describió señalando que “bajo las togas de los juristas se escondía la daga de los asesinos”. En el libro cito también el ejemplo del otro gran totalitarismo del siglo XX, el de la Unión Soviética de Iósif Stalin, cuyo fiscal general Nikolái Krylenko, para disuadir a los eventuales “enemigos del Estado”, proclamó: “No solo hay que ejecutar culpables; impresiona más la ejecución de inocentes”. Era el terror judicial.
Göring en el banquillo de los acusados, durante una sesión en los Juicios de Núremberg.
¿Qué nos revelan estas veinticinco historias sobre la relación entre poder, prejuicio y justicia a lo largo de los siglos?
Yo he procurado, en primer lugar, entretener al lector. No es un libro jurídico, es una narración de no ficción de veinticinco casos de procesos penales reales. El género de relatos judiciales carece de tradición en España, pero en Francia y, sobre todo, en los países anglosajones, tiene muchísimos seguidores que devoran las historias de los grandes procesos, sobre todo cuando explican con detalle las causas y analizan las razones por las que tantos inocentes han resultado condenados.
Inicialmente, esos relatos judiciales se publicaban por entregas semanales, y cada folletín terminaba dejando a los lectores con alguna incógnita, que les hacía esperar ansiosos hasta la semana siguiente para acudir al quiosco y comprar la continuación para enterarse del desenlace.
El juicio de Jean Calas (comerciante protestante francés ejecutado injustamente en Toulouse) fue divulgado en sucesivas entregas por Voltaire en tiempo real y despertó enorme expectación en toda Francia. Lo mismo ocurrió con el caso de Martín Guerre (protagonista de uno de los casos judiciales más célebres de Francia en el siglo XVI), que convocó ante el tribunal de Toulouse a una multitud que seguía las sesiones del juicio como si fuera una final de la Champions.
¿Y en el entorno español?
En España ha sido diferente, porque, aunque siempre ha habido mucho interés –a veces bastante morboso– por la crónica de sucesos, la actuación de nuestros tribunales no se ha desarrollado con la misma transparencia. Por eso he elegido algunos casos conocidos, como el del crimen de Cuenca o el proceso de Mariana Pineda, de los que, sin embargo, el lector español desconoce algunos aspectos fundamentales que le sorprenderán.
Cuadro de Juan Antonio Vera Calvo de 1862 que muestra a Mariana Pineda en capilla, antes de ser llevada al cadalso
¿Cuántos lectores saben que los funcionarios responsables de las torturas de los inocentes condenados en Cuenca por un crimen que no habían cometido, torturas declaradas probadas por el Tribunal Supremo, fueron después juzgados y absueltos por la Audiencia Provincial?
De Mariana Pineda, todo el mundo sabe que fue condenada a muerte por bordar una bandera, pero casi nadie conoce que aquella fue una decisión personal del rey Fernando VII, empeñado en ejecutar a una mujer para detener la incorporación de mujeres a las filas liberales. Algunas otras historias, como el crimen de Torrelaguna, son rigurosamente inéditas.
En algunos episodios llega incluso a retar al lector para que, de algún modo, intervenga en el juicio.
Yo propongo un juego a los lectores. En algunos casos, como el del panadero de Malta o el pastor Sören Qvist, no quedan dudas sobre la inocencia del acusado que resultó condenado. Pero en otros, el lector se encontrará ante la misma disyuntiva con la que se toparon los miembros del tribunal o del jurado.
En esos casos abiertos, yo adelanto mi opinión, pero me abstengo de proclamar una solución como verdad irrefutable, y dejo al lector que pronuncie por sí mismo la sentencia: ¿Absolvería o condenaría usted a Frederick Calvert, John Donellan, Marie Cappelle, Leavitt Alley, Karl Hau o Beatrice Cenci?
Beatrice Cenci en prisión
¿Cree que la historia del Derecho es, en buena medida, la historia de sus errores e infamias?
Quiero pensar que no. El proceso penal es una herramienta indispensable en cualquier Estado de derecho para restaurar el orden jurídico perturbado por el delito. Si no tuviéramos tribunales de justicia, volveríamos al estado de naturaleza, a la ley de la selva, la del más fuerte.
La justicia del Estado es la civilización, la renuncia a la venganza privada. Lo que ocurre es que yo describo en el libro casos terribles en los que la justicia se ha equivocado, o ha sido instrumentalizada con intenciones aviesas para producir sentencias injustas, que son noticia precisamente porque son la excepción.
Usted recuerda que escritores como Voltaire, Dumas o Kafka se inspiraron en procesos judiciales injustos. ¿Qué papel juega la literatura en mantener viva la memoria de estas infamias?
Un papel importantísimo. Los escritores, como los medios de comunicación, son los notarios de la actualidad. Aunque los errores judiciales no sean la regla, sino la excepción, se repiten una y otra vez, porque no corregimos las disfunciones del proceso penal que los hacen posibles.
Yo he elegido deliberadamente veinticinco casos cerrados, que no están sub iudice, para posibilitar e invitar al lector a una reflexión serena, desvinculada del presente. Eso permite examinar los errores cometidos por los tribunales de manera desapasionada.
Franz Kafka en Praga en torno a 1910
La conclusión, sin embargo, produce una cierta desazón. ¿Cómo es posible que desde el siglo XVI hasta el presente, en Italia, Francia, Alemania, Dinamarca o Estados Unidos, sigamos tropezando una y otra vez con la misma piedra, sin aprender de nuestros errores, sin rectificar?
¿Podemos decir que la ficción ha sido más eficaz que los tribunales en denunciar la injusticia?
Los tribunales son renuentes a reconocer que se equivocan. En España, además, con una tradición democrática menor que la de nuestros vecinos, la crítica a las resoluciones judiciales es mal recibida. Tenemos mucho que aprender de los ingleses, por ejemplo, acostumbrados desde hace siglos a cuestionar las decisiones de sus tribunales, y de los propios órganos judiciales británicos, que se conducen con mucha más transparencia que sus homólogos del continente.
Parece que cada día más gente sería partidaria de restaurar la pena de muerte, que sigue siendo legal en 55 países, a pesar de que es el único error judicial que no tiene remedio
El libro recorre desde la Francia del siglo XVI hasta la Irlanda de los años setenta. ¿Qué une a procesos tan distintos en tiempo y lugar?
Los errores, que se repiten una y otra vez, en todas partes, y no se corrigen. No valoramos adecuadamente los testimonios, ni sabemos manejar la prueba de indicios; seguimos dejándonos guiar por los prejuicios, y discriminamos a los justiciables, o a las víctimas, por razones de género o raza, creencias religiosas o condición social; no somos tan rigurosos como deberíamos con los falsos testimonios y con las denuncias falsas; no perseguimos la tortura y demás tratos inhumanos o degradantes, que se siguen practicando en más de 140 países, y parece que cada día más gente sería partidaria de restaurar la pena de muerte, que sigue siendo legal en 55 países, a pesar de que es el único error judicial que no tiene remedio, que causa injusticias irreparables.
En lo referente a la tortura, destaco el caso de Irlanda del Norte, porque el modelo se va transmitiendo de país en país, de situación en situación: los ingleses, cuyos soldados habían sido torturados en la guerra de Corea, la practicaron en sus colonias de África, y los métodos de interrogatorio aprendidos de los norcoreanos los aplicaron en Irlanda del Norte en los años setenta del siglo pasado.
De ahí se encontraron con que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dijo que las “técnicas especiales de investigación” no constituían tortura, y esa jurisprudencia fue utilizada treinta años después por Estados Unidos para justificar la tortura de los presos de Guantánamo. La impunidad es una invitación a la repetición.
Como fiscal que impulsó causas contra Videla y Pinochet, y como comisionado de la ONU contra la impunidad en Guatemala, ¿cómo dialoga su experiencia personal con los casos históricos que recoge en el libro?
Yo no tuve intervención personal en ninguno de los veinticinco casos elegidos para el libro. Sin embargo, las opiniones y reflexiones que acompañan los relatos sí son producto de mi experiencia como fiscal, especialmente, en esos casos que menciona.
El caso de Pinochet es hoy un referente en el derecho penal internacional de exigencia de responsabilidad a los máximos responsables de los crímenes, aunque fueran jefes de Estado. Y el de Guatemala se ha convertido en un modelo de desarrollo y defensa del Estado de derecho en un entorno extremadamente hostil, para poder resolver las controversias que están presentes en todas las sociedades humanas con las herramientas de la legalidad, sin tener que recurrir a la corrupción y a la violencia.
Manifestantes protestan ante The London Clinic, donde convalecía Pinochet, en octubre de 1998
He querido contar historias humanas, tragedias personales y fracasos judiciales de distintas épocas y lugares, pero resulta sorprendente cómo los problemas y los dilemas morales que se plantean en los casos del pasado son los mismos que se presentan en los procesos de la actualidad.
En su opinión, ¿qué papel debe jugar la historia en la formación de jueces y fiscales?
Conocer el pasado es fundamental para interpretar el presente, enmendar lo que sea necesario, y asegurarnos de no repetir las prácticas abusivas y equivocadas en el futuro, y nos permitirá replicar las que han demostrado tener éxito.
Por citarle dos ejemplos, el caso de Dolores Vázquez en Málaga nos debería servir para erradicar de nuestros tribunales los prejuicios y la discriminación de género, y evitar que los juicios mediáticos paralelos condicionen las decisiones de los jurados. Y por el contrario, el método de los fiscales de Baleares en la lucha contra la corrupción, con los mismos recursos y las mismas leyes de procedimiento que en las demás comunidades autónomas, debería estudiarse en la Escuela Judicial para extender las prácticas virtuosas que han sabido responder a los desafíos de los procesos complejos y completarlos satisfactoriamente.
¿Es posible construir una justicia más consciente de sus errores históricos para evitar repetirlos?
Las disfunciones de la justicia española son conocidas. Hace falta voluntad política, reformas legislativas y más recursos personales y materiales para ponerles solución. Eso no ocurrirá mientras sigamos teniendo en vigor una Ley de Enjuiciamiento Criminal del siglo XIX, o, por citarle algunos datos, mientras sigamos teniendo muchos menos jueces (11,2 por 100.000 habitantes) y menos fiscales (5,3 por 100.000) que la media de la Unión Europea (17,6 y 11,1, respectivamente).
Los ciudadanos desconfían de sus tribunales porque los perciben como instituciones poco eficientes, faltas de transparencia y mediatizadas por el poder político, económico y mediático
Por último, ¿qué se oculta hoy bajo las togas?
Un servicio público infradotado de recursos, que no puede dar respuesta a la demanda legítima de justicia que proviene de la sociedad, que necesita instituciones independientes e imparciales que resuelvan los conflictos con celeridad y brinden a los ciudadanos seguridad jurídica.
Los ciudadanos desconfían de sus tribunales porque los perciben como instituciones poco eficientes, faltas de transparencia y mediatizadas por el poder político, económico y mediático, que permiten demasiadas veces que las desigualdades presentes en la sociedad traspasen las puertas de los juzgados y den lugar a resoluciones judiciales que convierten la igualdad ante la ley en una quimera.





