En los libérrimos tiempos del cine mudo estadounidense, un bullicioso grupo de profesionales de Hollywood viajaba en un tren de lujo, el Santa Fe Chief, de Nueva York a Los Angeles. Allí estaban, entre otros, Douglas Fairbanks, Sr., la gran estrella del cine de aventuras, con un séquito formado por su mayordomo y su entrenador, además del director John Emerson y su mujer, la guionista Anita Loos.
Había también una actriz rubia que tenía que ser la partenaire de Fairbanks en su siguiente filme. Loos se dio cuenta enseguida de la exagerada devoción que la joven (a la que nunca llegó a mencionar por su nombre) despertaba entre el sector masculino: “Esa chica (…) no dejaba de ser atendida, mimada y halagada por todos los hombres. Si por casualidad se le caía la novela que estaba leyendo, había bofetadas para recogérsela; yo, sin embargo, bajaba y subía maletas sin que ningún hombre pareciese reparar en mis esfuerzos”.
¿Qué diferencia había entre las dos?, se preguntó la guionista. Ambas eran jóvenes, con una gracia y una simpatía parecidas. Loos tenía claro que ella era bastante más lista que su compañera de viaje, pero el elemento que verdaderamente otorgaba a esta última el poder de un auténtico Sansón era su color de pelo.
El magnetismo de la nueva mujer (rubia)
Loos empezó a “estudiar” con atención a las rubias que conocía. Eligió centrarse en una starlet de las famosas revistas musicales de Broadway Ziegfeld Follies que, según la escritora, era la menos inteligente de todas sus compañeras de reparto. Eso no fue obstáculo para que deslumbrara al brillante crítico cultural H. L. Mencken. La aspirante a estrella terminó siendo la inspiración para la creación de Mabel Minnow, pronto rebautizada como Lorelei Lee, la protagonista de Los caballeros las prefieren rubias.
En otro viaje en tren, Loos se entretuvo escribiendo en unas cuartillas un frívolo “cuentecito” que narraba las aventuras y desventuras de la starlet con Mencken. Para divertirse, le dio a leer el resultado a este, después de que las páginas pasaran unos meses olvidadas en el cajón. Mencken concluyó que, aunque el relato contaba varias indiscreciones sobre su vida, merecía ser publicado.
Anita Loos explica una escena a los actores Edward Dillon y Fay Tincher en una película sin identificar, 1916
Lo que nadie podía imaginar es que estas páginas y las que vendrían después terminarían apareciendo por entregas en Harper’s Bazaar, provocando que las ventas de la revista llegaran a cuadruplicarse. Según Loos, el mismísimo James Joyce, que ya había empezado a perder la vista, hacía esfuerzos por no dejar de leer las nuevas historias de Lorelei; George Santayana, por su parte, respondió sin dudar, a la pregunta de cuál era el mejor libro de filosofía escrito por un norteamericano: “Los caballeros las prefieren rubias”.
¿Qué tenía esta singular creación de Anita Loos para convertirse en un éxito de ventas sin precedentes? Publicada ya en forma de novela en 1925, pronto alcanzó las 85 ediciones y fue traducida a trece idiomas, llegando incluso a ser leída en China y la URSS. Se estrenó también una obra de teatro, un musical de Broadway y un par de películas (la última de ellas protagonizada por una actriz que parecía nacida para encarnar a Lorelei Lee, Marilyn Monroe). Dos años después, Loos escribió una ingeniosa continuación titulada Pero se casan con las morenas.
Probablemente, el secreto de su éxito fuera que Lorelei era, en esencia, una contradicción. Una mujer con experiencia y una niña inocente, como la propia Anita, de la que su amiga Rayne Adams dijo que “iba por la vida como un niño de diez años, tomándose a broma los mayores desastres”. El personaje de la avispada “cazafortunas” proveniente de Little Rock, en Arkansas, que no dudaba en hacerse la tonta para tomar el pelo a unos hombres que solían creerse demasiado listos, reflejaba a través de la ficción los cambios que muchas mujeres estaban ya experimentando en los años veinte.
En esa época, las flapper girls llegadas a las ciudades empezaban a llevar existencias mucho más libres e independientes que hubieran escandalizado a las mentes “biempensantes” de unos pocos años atrás; sin embargo, no por ello dejaban de estar sometidas a las imposiciones del mundo patriarcal. A menudo sus aspiraciones profesionales, en mundos como el del espectáculo, implicaban tener que halagar del peor modo posible el ego masculino de los tipos poderosos encargados de firmar los contratos.
¿Lorelei era ella? ¿O quizá él?
En cierta forma, Loos había vertido algo de sí misma en el personaje de Lorelei. Al mismo tiempo, había satirizado a algunas mujeres con las que creía tener muy poco que ver, como la rubia actriz con la que viajó en tren. Como ella mismo explicó, con su habitual sentido de la ironía, con estos mismos materiales, escritores como William Faulkner o Ernest Hemingway hubieran hecho hervir la sangre de sus lectores. Las autoridades soviéticas, por su parte, señalaron, según Loos, que la novela “era una prueba de la explotación de rubias indefensas por los magnates sin escrúpulos del sistema capitalista”.
Anita prefería evitar el dramatismo, y apostar por el humor chispeante, no exento de sátira social. Lorelei podía ser vista como una víctima del patriarcado, sí, y también como una inteligente y pragmática superviviente, capaz de utilizar las absurdas reglas del mundo masculino para zafarse de sus limitaciones. Curiosamente, la propia autora había oscilado a menudo entre la independencia y el sometimiento. Había logrado convertirse en la primera mujer guionista de éxito en Hollywood; pero había terminado entregando buena parte de su dinero a un marido aprovechado, John Emerson (que, en el fondo, se parecía más a Lorelei que ella).
Anita Loos en 1920
Como explicó en la segunda parte de sus suculentas memorias, Adiós a Hollywood con un beso, su matrimonio le proporcionó “muchas de las emociones que toda esposa masoquista desea”. La explicación de ello quizá se deba a que, a pesar de su cosmopolitismo, Loos nunca abandonó cierta ingenuidad, unida a una inseguridad soterrada probablemente derivada de sus orígenes poco sofisticados.
Nacida en Sisson, California, en 1888, Anita era hija de Richard Beers Loos, un hombre alcohólico que fundó un periódico sensacionalista, y Minnie Loos, la encargada de escribir buena parte de los artículos de la publicación. El padre la introdujo, junto a su hermana Gladys, en el mundo del espectáculo, convirtiéndose así en su primer “explotador” laboral. La joven empezó también muy pronto a escribir. El primer texto que envió a Hollywood fue llevado a la pantalla por nada más y nada menos que D. W. Griffith, en el cortometraje The New York Hat (1912), protagonizado por Mary Pickford.
Los guiones que presentó en los primeros tiempos los firmaba simplemente como A. Loos, convencida de que le irían mejor las cosas si todos pensaban que su autor era un hombre. Cuando leyó una de sus historias repletas de comicidad, el actor, productor y director John Emerson quiso conocer a ese “tipo llamado Loos que ha escrito exactamente lo que yo estaba buscando para la película de Fairbanks”. Para su sorpresa, apareció ante él una chica menuda, con el cabello negro, vestida de marinero. Pese a que le pareció un señor de aspecto anticuado, Anita aceptó la propuesta de John de tomar una naranjada en el café de la esquina.
Los textos de Loos contribuyeron a convertir a Doug, como solían llamar a Fairbanks, en una estrella. Griffith renovó el contrato del actor y asignó a Emerson como director de sus películas, y a Anita como autora exclusiva de los guiones. Cuando lo conoció más, la joven descubrió que Emerson no era nada anticuado; de hecho, tenía un atrevido sentido del humor y dotes para la seducción que había aprovechado para mantener aventuras con estrellas de Broadway como Fay Bainter o Billie Burke. Desgraciadamente, también era bastante inseguro respecto a su talento y padecía de una salud quebradiza, cosa que suscitó “los sentimientos maternales” de Anita y también, según ella, “una emoción muy sexy”.
Anita Loos y su marido, el director John Emerson, alrededor de 1926
John le propuso matrimonio, y firmó también una alianza artística, en la que se aprovechó cada vez más del talento de Anita, que con el tiempo fue la verdadera encargada de traer el dinero a casa. A este respecto, ella misma se encargó de sentenciar lo siguiente: “En todo género de trabajos en los que una pareja labora a manera de equipo, el varón generalmente descansa, mientras la mujer hace el trabajo de los dos”.
Esta dependencia llevó, según parece, a que el marido somatizara varias enfermedades; un médico incluso se atrevió a decretar que la única forma de curarlo era que Anita abandonara su carrera de escritora.
La talentosa Loos tuvo que ejercer a menudo de ama de casa y “enfermera” a tiempo parcial, apoyando incondicionalmente a un hombre en crisis prácticamente constante. Es cierto que conoció a otros tipos interesantes, como Wilson Mizner o el vizconde d’Abernon, pero la alargada sombra de John siguió estando de algún modo presente en unas relaciones, que, según ella misma contó, fueron sobre todo intelectuales y emocionales. Con D’Abernon y Mr. E. (Que es como llamaba a John) formó “un ménage à trois carente de las confusas complicaciones de la sexualidad”.
Emerson terminó ingresado en un lujoso sanatorio, donde fue diagnosticado de esquizofrenia. Anita descubrió que, durante un tiempo, el encantador Mr. E. Se había dedicado a transferir el dinero de ambos a cuentas privadas suyas, mientras ella estaba centrada en escribir. Cuando por fin Anita se decidió a pedirle el divorcio, Emerson aceptó, pero lo cierto es que el trámite no se llegó a realizar.
Anuncio de la productora Emerson-Loos en la década de los años veinte
Anita Loos fue la encargada de traer dinamismo, humor, modernidad, afilado ingenio y un encantador sentido de la provocación a los filmes hollywoodienses de los años veinte y treinta. Es una perfecta representante de la alegría de vivir y la velada desesperación que caracterizan las cintas de la era precode (antes de la implantación del restrictivo código Hays), con títulos inolvidables que salieron de su pluma, como La pelirroja (1932) o Tú eres mío (1933).
Sus libros son todavía hoy tan disfrutables como sus películas. Tal como contó en sus memorias, jamás llevó un diario, pero sí anotó en sus agendas prácticamente todos sus encuentros. Quizá por ello, sus memorias contienen una sabrosa sucesión de apariciones estelares, a menudo felices, con celebridades y mitos del celuloide que ella desmitifica sin dejar nunca de amar, como el Clark Gable que desde bastante joven usa dentadura postiza.
Anita Loos junto a Truman Capote en El Morocco Club, Nueva York, 1956
En las páginas finales de Adiós a Hollywood con un beso, la toma con los hippies o la pornografía que, a su juicio, impregna las pantallas de los años setenta. También en algunos momentos parece marcar distancias con el movimiento feminista. Anita, la escritora avanzada a su tiempo que llevó el cine a la edad adulta y la mujer que durante demasiado tiempo no pudo, o no quiso, desligarse del todo del yugo del marido vampirizador. Pura contradicción… como la impagable Lorelei Lee.



