Siempre hay algo ardiendo en el horizonte sirio.
La carretera M5, que conecta de sur a norte Damasco con la segunda ciudad más grande del país, Alepo, daba vida a más de diez poblaciones que han dejado de existir por completo. Como Moqa, donde vivían unas 1.100 personas, según el último censo (2004). Dos décadas después, entre sus edificios despedazados, dos perros sarnosos se asoman por una esquina y miran con recelo al taxi que se detiene en la carretera y a los humanos que van dentro, como si fueran los primeros que ven en su vida.
Cuando cae la noche, Siria deja casi de existir. Fuera de las grandes ciudades, el alumbrado público es prácticamente inexistente, y la oscuridad es interrumpida únicamente por las pequeñas fogatas que motean el horizonte y dan pequeñas señales de vida.
El responsable de ese vacío es la guerra civil de trece años que los sirios esperan dar por acabada con la caída del régimen de Bashar el Asad, pero a la que aún no se ha puesto un punto y final definitivo. El Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH) ha registrado los nombres de 507.567 fallecidos desde el estallido del conflicto en marzo del 2011. La oenegé, con una extensa red en todo el territorio, añadió otros 110.343 muertos, cuya identidad no se ha podido concretar. A todo ello, se le suman los miles de vidas que desaparecieron en los agujeros de las cárceles del régimen y que ahora empiezan a aflorar en registros de detenciones.
“Esta era la casa de mi vecino Jaled”, dice Mohamed con un trozo de una baldosa de cocina en sus manos
Los que escaparon de la vorágine de violencia, huyeron. Mohamed, de 56 años y ceramista de profesión, escala la montaña de escombros que algún día fue su barrio. Es la primera vez que pisa Ghouta desde el año 2012, cuando huyó de los primeros bombardeos junto a su mujer y a sus dos hijos, uno de ellos con síndrome de Down. Desde entonces la familia reside en el otro lado de Damasco, a solo veinte kilómetros, aunque hasta ahora tenían prohibido regresar.
Esta ciudad, a las afueras de la capital y una de las primeras en alzarse contra Asad, sufrió un asedio total por parte de las fuerzas gubernamentales entre el 2013 y el 2018. La aviación rusa, aliada de la dictadura, derramó armas químicas contra sus civiles para dar ejemplo al resto de los sirios con ganas de protestar. Ante Mohamed, queda ahora la destrucción total.
En Ghouta solo sobreviven los esqueletos de los edificios reventados por la artillería y los misiles, y entre ellos se extienden grandes montones de ruinas que los niños utilizan como campos de fútbol improvisados.

Funeral de miembros de las Fuerzas Democráticas Sirias
Pero el ojo de experto de Mohamed no falla. “Esta era la casa de mi vecino Jaled”, susurra sosteniendo en sus manos una baldosa de cocina. Finalmente, encuentra un pedazo de suelo de granito claro: el último vestigio de su hogar. Su mirada se enturbia mientras intenta reconstruir en su mente las calles y las vidas que no volverán.
Se estima que la guerra ha desplazado a más de 7,2 millones de personas dentro de las propias fronteras del país, según datos actualizados de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Los partidarios de los grupos islamistas abandonaron sus lugares de origen y se replegaron en Idlib, en el noroeste del país, donde permanecieron aislados hasta su rebelión relámpago, que en tan solo 11 días derrocó el régimen de más de medio siglo de la familia Asad.
“Creemos que un millón de sirios regresarán entre enero y junio del próximo año”, declaró la directora para Oriente Medio y el Norte de África de la agencia, Rema Jamous Imseis, en una rueda de prensa en Ginebra. Según ella, los recientes acontecimientos han traído “una enorme cantidad de esperanza en que la mayor crisis de desplazados que tenemos en el planeta Tierra finalmente se resuelva”. Pero subrayó que “también tenemos que reconocer que un cambio en el régimen no significa que haya un fin a la crisis humanitaria que ya existe”.
Unos 225.000 desplazados internos han regresado a sus áreas de origen, sobre todo en las regiones de Hama y Alepo
La nueva era de Siria, con los rebeldes de la Organización para la Liberación del Levante (HTS, según su siglas en árabe) al frente, ha cambiado el tablero de juego. Durante las últimas semanas, familias que llevaban separadas más de una década han podido tomar té y hablar por primera vez en libertad. La agencia de refugiados de la ONU también informó que, desde la huida a Moscú de Bashar, unos 225.000 desplazados internos han regresado a sus áreas de origen, sobre todo en las regiones de Hama y Alepo.
Pero el más esperado retorno es el de los 6,2 millones sirios refugiados fuera del país, principalmente acogidos en los países vecinos como Líbano y Turquía, pero también en Europa.
“Odio esto. Odio sentirme como un turista en mi propia casa”, dice Omar, un médico sirio de 35 años. Él tuvo suerte y pudo escapar por la vía cómoda: en un avión y con una matrícula para doctorarse en Alemania. Otros no tuvieron esa suerte e intentaron penetrar en el fortificado espacio Schengen por mar o por la peligrosa ruta de los Balcanes, en muchas ocasiones con un resultado fatal.
“No les he dicho aún a mis padres que estoy aquí”, explica con una sonrisa y paseando junto a su amigo Karam, con quien compartió piso de estudiante en Damasco hasta el 2014 y, desde entonces, en Berlín. Han aprovechado las vacaciones de Navidad para visitar un país al que nunca soñaron volver. “He contado los minutos, literalmente: diez años, ocho meses y 22 días lejos de mi tierra”, dice Omar.

Los cristianos sirios celebran la navidad con el belén, el árbol y la histórica bandera del país
Karam, un ingeniero de Hama, está feliz con la idea de poder visitar su país, aunque de momento no se plantea dejar su trabajo en Europa. “Haremos como se hacía antes de la guerra”, explica, “trabajar durante todo el año y veranear varios meses en casa”, precisa. No recela demasiado de HTS y de la posibilidad de que apliquen un gobierno de corte islamista. “Creo que existen las bases para construir una nueva economía, pero tiene que ser con la ayuda exterior de países como Catar o Turquía”, asegura. “Mientras no empiecen a disparar, todo irá bien”.
En ese sentido, Ankara, que ha puesto el dinero y las armas para financiar a los exinsurgentes, ha asumido su rol primordial en la reconstrucción de la Siria arrasada. “Siria necesita todo para empezar de nuevo”, declaró hace un par de días el ministro turco de Transportes e Infraestructuras, Abdulkadir Uraloglu, y añadió que el gobierno de Erdogan ya ha elaborado un plan de acción para reparar los aeropuertos, puentes, carreteras y vías de ferrocarril, muchas de ellas dañados por los bombardeos.
Hasta ahora, el régimen de Asad había prohibido de forma implícita las obras en las zonas más afectadas a través de impuestos excesivos a los materiales de reconstrucción o checkpoints de vigilancia en zonas como la de Ghouta.
Pero en Siria ha llegado la época del ladrillo, y de las visitas por Navidad. Karam y Omar tienen pensado hacer una ruta de ruinas en sus ciudades natales, Hama y Homs. Mientras debaten cómo se sentirán, aparecen en la misma calle otros seis amigos, todos ellos emigrados a Berlín.
Entre ellos, Tarek, que en su primera noche de vuelta a Damasco presentará en un local un monólogo en árabe e inglés en los que piensa bromear “sobre las desgracias de Siria y, por qué no, sobre su ruina”.