Fuerzas auxiliares del ejército indio asestaron ayer el golpe más duro en muchos años a la insurgencia maoísta. No es excepcional que un enfrentamiento se salde con veintiocho guerrilleros muertos, como sucedió este miércoles. Esta vez, sin embargo, se encuentra entre ellos el jefe del movimiento armado y secretario general del Partido Comunista de India (Maoísta), Nambala Keshava Rao, alias Basavaraju.
Entre la última foto que se tenía de él, de cuando era un dirigente estudiantil de extrema izquierda, hasta la de ayer, cadáver -a punto de cumplir los setenta- median cuatro décadas de clandestinidad y más de diez mil muertos.
Aunque lo habitual en las zonas montañosas de Chhatisgarh, en el corazón de India, fueron las emboscadas a las fuerzas de seguridad, ayer fue la guerrilla de inspiración maoísta quien se llevó la peor parte. Este movimiento, también conocido en India como naxalita (por la revuelta anticaciquil de 1967 en el pueblo bengalí de Naxalbari), es una sombra de lo que fue hasta los ochenta, cuando llegó a operar en una tercera parte del territorio indio.
La mayor amenaza interna
Basavaraju llevaba décadas en la cúpula maoísta india y era su “espina dorsal”
Sin embargo, su penúltimo reducto, el estado de Chattisgarh y áreas adyacentes de Telangana, Maharashtra y Odisha, ha dejado de ser el fin del mundo. Este mismo mes se publicaba la llegada de la electricidad a 17 de sus pueblos más remotos. Sobre todo, el llamado “corredor rojo” es también una de las zonas de mayor riqueza minera de India.
A sus minas tradicionales de carbón y mineral de hierro, en los últimos tiempos se han añadido adjudicaciones de minas de oro (Vedanta, con sede en Londres), diamantes o bauxita. Asimismo, todo está casi punto para que empiece la explotación de la primera mina india de litio, hoy un mineral estratégico a causa de la transición ecológica. Mientras, la nueva capital del estado, Nava Raipur, va cobrando forma.

La decapitación del movimiento naxalita supone un revulsivo para las fuerzas de seguridad indias, después del fracaso de inteligencia del mes pasado en Cachemira (en la foto) donde los autores de la matanza de turistas siguen en paradero desconocido
Todo ello ha acelerado los movimientos para “aplastar” definitivamente a este movimiento de desharrapados, sin patrocinador alguno desde hace décadas, como delata la mala calidad de los fusiles requisados ayer mismo. El lenguaje contundente lleva la firma del ministro del Interior, Amit Shah -mano derecha del primer ministro Narendra Modi- que se ha comprometido a eliminar a la guerrilla maoísta o forzar su rendición “antes de marzo de 2026”. Un plazo difícil de desligar de las prisas de Vedanta, Adani, Jindal y otros grandes consorcios con intereses en el estado.
Aunque la intensidad del conflicto se había ido rebajando desde que Modi ganara las elecciones nacionales de 2014, la campaña anti guerrillera se ha acelerado desde 2024, a raíz de que su partido, el BJP, recuperara el poder en Chhattisgarh. El año pasado las operaciones insurgentes y contrainsurgentes volvieron a arrojar una cifra de víctimas cercana a los 400 muertos. El ritmo de este año es todavía más mortífero.
En el enfrentamiento de hace un mes, los muertos fueron tres guerrilleras. Hoy, D. Raja, secretario general del Partido Comunista de India (PCI), con apenas dos diputados y dos senadores -la mitad que el menos radical Partido Comunista de India-Marxista (PCM)- ha cargado contra la operación militar, catalogándola de “asesinatos extrajudiciales”. También ha llamado la atención sobre el pisoteo de los derechos de los adivasis (aborígenes, en hindi). Raja es el primer dirigente paria de un partido comunista indio, ya que en el PCM siempre fueron brahmanes, aunque el mes pasado escogieron por primera vez a un católico, Mariam Alexander Baby, de Kerala.

Vishnu Deo Sai, jefe de gobierno de Chhattisgarh, quiere que las cataratas de Chitrakote, en el bastión maoísta de Bastar, se conviertan en una gran atracción turística en los próximos diez años
Efectivamente, un tercio de la población de Chhattisgarh es tribal, no sometida al sistema de castas, pero con parámetros educativos, sanitarios y de pobreza descorazonadores. Estos a menudo se ven agravados por desplazamientos forzados a causa de explotaciones mineras, sin una justa compensación. Algo que durante décadas ha contribuido a nutrir las filas de la guerrilla.
En 2017, el citado Basavaraju tomó el relevo de Ganpathy, que llevaba un cuarto de siglo como jefe supremo de la organización maoísta y que hoy se encuentra en paradero desconocido (según algunos, en la selva filipina). Basavaraju, en total, ha estado en la cúpula insurgente durante tres décadas y en lo más alto durante más de dos. De ahí que Shah caracterizara la operación de ayer como un golpe “a la columna vertebral del movimiento, a su jefe máximo”. Sobre este pesaba una recompensa de veinte millones de rupias ( 206.000 euros). En las filas naxalitas quedarían hoy menos de tres mil hombres y mujeres en armas.

Apoyando la elección de la primera presidenta aborigen de India, Droupadi Murmu, el primer ministro Narendra Modi arrebató a los naxalitas la bandera de la defensa de los “adivasis”. Murmu, eso sí, profesa el hinduismo.
La actual encarnación política del movimiento, el PCI-Maoísta, es una fusión de fuerzas anteriores, como Guerra Popular. Su objetivo netamente maoísta era la guerra prolongada, para desbancar al Estado indio. Aunque nunca lograron acercarse a su sueño de rodear las ciudades, los naxalitas todavía eran catalogados a principios de la década pasada como “la amenaza más seria a la seguridad interior de India”, en palabras del anterior primer ministro, Manmohan Singh.
Aunque su capacidad militar era muy inferior a la de las guerrillas étnicas del nordeste de India, su arsenal mucho menos sofisticado y su presencia había quedado reducida a áreas remotas, el poder indio recelaba de las simpatías que logró recabar -sobre todo en otra época- entre círculos intelectuales y universitarios urbanos. La derecha hinduista en el poder sigue colgando la etiqueta de “naxalita” entre sus enemigos ideológicos, con afán peyorativo.
A los naxalitas de verdad se les atribuye, entre otras matanzas, la emboscada de hace quince años en la que perecieron 78 gendarmes. En aquella época, el conflicto llegó a provocar más de un millar de muertos al año. Con el tiempo, la primera línea antiguerrillera se ha ido nutriendo de desertores de la propia organización, que son los mejores conocedores de la geografía del lugar. Por desengaño con una ideología anacrónica o atraídos por un salario, en uno de los rincones más pobres de India, a pesar de la riqueza de su subsuelo.
Sin embargo, las pésimas condiciones que dieron origen al movimiento mejoran muy lentamente. El citado Basavaraju -ingeniero de origen pobre- era en cualquier caso nativo de otro estado, Andhra Pradesh, hasta donde llegó en su día el maoísmo con mucha fuerza -cuando se extendió por un tercio de India- antes de su reflujo.
Como anécdota, el desaparecido filántropo Vicenç Ferrer, que fue expulsado del estado indio de Maharashtra por su labor social, solo pudo regresar a India a cambio de instalarse en un rincón del entonces convulso Andhra Pradesh. Tanto Nueva Delhi como EE.UU. -a través de USAid- tenían entonces el mayor interés en desactivar la extensión de opciones revolucionarias y extremistas. Pero hoy la presencia naxalita en dicho estado es residual, como lo es, en toda India, el comunismo, en cualquiera de sus variantes.