Uno de los libros que más y mejor explica lo que se perdió en Europa a causa de las dos guerras mundiales del siglo XX es sin duda el muy citado El mundo de ayer, del austríaco Stefan Sweig, que escribió en el exilio entre 1939 y 1942, lejos de casa, expatriado, perseguido, sin su biblioteca, sin apuntes ni recortes.
Leyéndolo hoy, realmente cuesta no percatarse de las enormes y alarmantes similitudes que existen entre ese mundo que tan bien describe Sweig y el que ahora nos envuelve y nos amenaza, como si nos halláramos en la antesala de otra hecatombe.
Ya en el prefacio apunta lo siguiente: “He sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad, y asistí a ellas en frentes opuestas; a una, en el lado alemán, a la otra, en el lado antialemán. Durante la posguerra conocí la forma y el grado supremo de la libertad individual, y luego, su nivel más bajo desde hace siglos. He sido honrado y proscrito, libre y cautivo, rico y pobre”.
Pues en estas estamos nosotros ahora: la historia vuelve a tener ganas de pasarnos por encima cual apisonadora fuera de control. Por eso, resulta casi imposible no oír con horror el crujir de los cimientos que sostienen nuestro mundo, que, se intuye y se teme, pronto será otro mundo de ayer.
Y añade Sweig, todavía en el prefacio, como si estuviera escribiéndolo sentado ahora mismo en una cafetería de Viena o París con un portátil abierto sobre la mesa: “No existía protección contra el hecho de ser continuamente informado e interesado. No había país al que huir”.
Al preguntarse sobre el porqué de la guerra de 1914, no sólo no encuentra ni una sola razón, sino ningún motivo serio. Y concluye: “No puedo explicármelo, pues, sino como una consecuencia de aquel exceso de energía, como la secuela trágica de aquel dinamismo interior que se había almacenado durante cuarenta años de paz y que necesitaba una válvula de escape”.
Pues todo indica que nuestro mundo, ¡tras nada menos que ochenta años de paz!, está a punto de estallar en otra guerra que ríete tú de las del siglo pasado. Al igual que entonces, el caldo de cultivo se halla en el vacío moral, la manipulación de la información y el nuevo despertar de los nacionalismos.
A la hora de intentar explicar en qué se diferenciaba la primera de la segunda guerra, aduce que en 1914 la palabra aún tenía poder, que todavía no la había asfixiado la mentira organizada de la propaganda, que aún se podía creer en la palabra escrita.
En 1939, en cambio, “ninguna manifestación de un escritor, ni en favor del bien ni en favor del mal, producía el más mínimo efecto”. Y, en consecuencia, las bombas fueron arrojados indiscriminadamente por unos y otros sobre justos y pecadores.
El estallido de la primera guerra pilló a Sweig de vacaciones veraniegas en un pueblo costero cerca de Ostende. Volvió a Viena a toda prisa. Le esperaba a su llegada calles atestadas de banderas y jubilosos y fervientes jóvenes listos para ir al frente donde, durante cuatro años, serían, ola tras ola de reclutas, convertidos, a millones, en carne de cañón.
La declaración de la segunda, en pleno y luminoso verano del 39, le pilló en Inglaterra, huyendo de las zarpas del nazismo. De la noche a la mañana, se convirtió no sólo en extranjero acaso sospechoso, sino en extranjero enemigo, y con todo lo que eso conllevaba. “Una vez más llegaba una época a su fin, y una vez más comenzaba un tiempo nuevo”. “Una plumada había convertido el sentido de una vida entera en contrasentido”.
PD. Stefan Sweig y su joven esposa en segundas nupcias lograron huir a Brasil, donde se suicidaron juntos en febrero de 1942. El mundo de ayer fue publicado posteriormente unos meses después.