El irresistible encanto de los abalorios, espejitos y clavos de hierro

Baúl de bulos

Los primeros europeos llegados a América fueron vistos por sus moradores como extraterrestres; no tardarían en saber si venían en son de paz o con ganas de borrarles de la faz de la tierra

Baúl de bulos

Baúl de bulos

Martín Tognola

Los primeros europeos llegados a América y a los mares del Sur fueron vistos por los moradores de esas lejanas tierras como si fuesen, en el lenguaje de hoy, extraterrestres, es decir, estrambóticos seres procedentes de otro planeta. No sabían en un principio si venían en son de paz o con ganas de borrarles de la faz de la tierra.

Mas no tardarían en saberlo. Si antes de la arribada a sus aguas de esas naos felizmente ignoraban cuáles podrían ser los límites de la avaricia desatada o las ansias de conquista de esos alienígenos, sólo bastó una generación para que se viesen conquistados, su población diezmada y sus valores, creencias y tradiciones pisoteados hasta el extremo de verse de pronto perdidos en una aciaga realidad incomprensible y, por tanto, tristemente abocados a la incomprensión, la apatía y la desesperación.

Unos vulgares abalorios de cristal o un espejito, objectos éstos hasta la fecha desconocidos por esos pagos, bastaron para hacerse con la voluntad de un gerifalte local. Durante la estancia del capitán Cook en Taití, se convirtieron los clavos de hierro en moneda de cambio para cualquiera cosa, incluyendo favores sexuales.

En cuanto a los espejitos, esos “primitivos” o “salvajes”, en leguaje de la época, que a fin de cuentas eran como niños ignorantes del mito de Narciso, no sólo no reconocían su propia imagen, sino que se espantaron sobremanera, sin reconocerse, al verla por primera vez.

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Y si bien las naves navegaban sin una sola mujer abordo, lo cierto es que transportaban un sinfín de artilugios destinados a trastrocar en pocos años la vida de esas gentes, pues representaban un salto tecnológico sin precedentes. Que si hachas, martillos, sierras, mosquetes, cañones…, por no hablar de las propias naves, con sus aparejos y velamen, que debían de parecerles espaciales.

Los relatos de los viajes de Bougainville o Cook causaron furor en una Europa ya inmersa en los acelerados, imparables y nefastos inicios de la revolución industrial. La buena nueva de la existencia en las antípodas de civilizaciones -por muy primitivas que fuesen- que desconocían el trabajo y en las que se practicaban el amor libre, encendió no solo el imaginario colectivo, sino la libido de los europeos. No tardaron en abrirse en Londres o París burdeles en los que se ofrecían los servicios de falsos niñas y niños polinesios, mientras Rousseau redactaba a vuelapluma El buen salvaje.

Ahora, resulta que la revolución digital nos ha convertido a nosotros en unos primitivos salvajes posindustriales en manos de unos extraterrestres que han montado su cuartel general en Silicon Valley. Sus inventitos, que tan gustosamente abrazamos, van camino de destrozar nuestra civilización y convertirnos en unos ignorantes niños huérfanos, al menos en lo cultural, de madre y de padre. ¡Ah, pero con qué facilidad nos ha encandilado con sus baratijas!

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Robert Louis Stevenson, autor, entre otras maravillas literarias, de La isla del tesoro, vivió sus últimos años en Samoa, donde moriría y sería enterrado. En una ocasión, tras ser espléndidamente agasajado por el gerifalte de una pequeña isla, Stevenson le regaló a este a modo de agradecimiento una magnífica máquina de coser de la marca Singer, que no tardaría en ser utilizado como ancla de la gran canoa de su encantado anfitrión.

Que nos sirva esta pequeña anécdota de lección de alegre rebeldía, ya que ahora somos nosotros los que nos sentimos incomprendidos, apáticos y cada vez más desesperados.

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