La reciente cumbre de Anchorage (Alaska) entre los presidentes de Estados Unidos, Donald Trump, y Rusia, Vladímir Putin, ha demostrado las debilidades de la primera potencia mundial. Despojado en su segundo mandato de la intelligentsia republicana, rodeado únicamente de aduladores y abandonado a sus indocumentados instintos, Trump ha revelado al mundo entero su endeblez. Ni el poder de EE.UU. ni sus presuntas habilidades como negociador le han servido para imponer sus puntos de vista en las discusiones sobre una salida pacífica a la guerra de Ucrania. Es Putin quien lo ha llevado a su terreno, sin hacerle por otra parte la más mínima concesión. Ni un alto el fuego le ha aceptado, pese a las amenazas –pronto olvidadas– de imponer nuevas sanciones contra Moscú.
Fuerte con los débiles, con los poderosos el presidente estadounidense se muestra más bien obsequioso y dúctil. Timorata y dividida, Europa ha optado por contemporizar y su sumisión, lejos de ser premiada, ha sido penalizada con un trato impropio de un aliado histórico como EE.UU. con un acuerdo comercial leonino. No ha sido el caso de China. El presidente Xi Jinping, al igual que Putin, no se ha dejado mangonear y ha conseguido frenar la guerra comercial lanzada por Washington.
El régimen chino ha reducido progresivamente su dependencia de EE.UU. con mercados alternativos
Para EE.UU., el gigante asiático es hoy su gran rival sistémico. La política exterior norteamericana empezó a focalizarse en China y el Pacífico –y menos en Europa y Rusia– ya con Barack Obama en la Casa Blanca (2009-2016) y esta línea ha sido seguida y acentuada por sus sucesores, sin que la elección de Joe Biden (2021-2024) entre los dos mandatos de Donald Trump (2017-2020 y ahora) trajera cambio alguno en este terreno.
Pekín vio, pues, venir el peligro hace tiempo y actuó en consecuencia. Xi Jinping se propuso tejer una red de seguridad frente a eventuales ataques económicos exteriores y preparó al país para poder afrontar sanciones financieras o una guerra comercial como la que finalmente entabló Trump esta primavera. El objetivo del régimen chino en estos últimos años ha sido ir reduciendo progresivamente su dependencia de las importaciones y las exportaciones a EE.UU., en beneficio de mercados alternativos como los países del Sudeste Asiático –donde ha deslocalizado industrias y que utiliza también como intermediarios para comercializar sus productos a terceros–, Europa y África, mientras reforzaba su papel como actor imprescindible en las cadenas de producción internacionales.

Instalación artística con las imágenes de Xi, Trump y Putin, en una exposición en Surabaya (Indonesia)
Así que cuando, el pasado 2 de abril, Donald Trump se lanzó a una ofensiva proteccionista, aplicando fuertes aranceles a las importaciones procedentes de todo el mundo con el objetivo de reducir el déficit comercial norteamericano –en el grandilocuente Día de la Liberación –, China se vio lo suficientemente fuerte como para plantar cara. Pekín respondió también con altos aranceles –entrando en una escalada que los llevó al 125% por parte china, frente al 145% por parte americana–, mientras aprobaba restricciones a la exportación a EE.UU. de minerales estratégicos –las llamadas tierras raras – e imanes permanentes, todos ellos básicos para la fabricación de numerosos productos, desde automóviles a aviones, pasando por misiles o teléfonos móviles, y cuyo suministro está casi exclusivamente en manos chinas. No es que no haya tierras raras en otras zonas del mundo, pero las dificultades de extracción –elevado coste e impacto ambiental– han obstaculizado su explotación.
El impacto de las medidas de Trump y las contramedidas chinas sobre la industria y la agricultura norteamericanas y los mercados financieros –especialmente el de bonos– forzaron a Washington a tratar de atenuar la tensión. El 12 de mayo ambas partes pactaron en Ginebra una primera tregua de 90 días para dar tiempo a buscar una salida negociada, mientras se rebajaban provisionalmente los aranceles al 30% por parte de EE.UU. (un 10% básico más un 20% previo como sanción por la presunta inacción china contra el tráfico de fentanilo) y un 10% por parte de China. El pasado 12 de agosto se acordó otra suspensión de 90 días, mientras Pekín levantaba paralelamente las restricciones a sus exportaciones.
A juicio de la politóloga Yun Sun, directora del programa de China del Stimson Center, en un artículo en Foreign affairs , Pekín ve a Trump ahora como un interlocutor más “pragmático y adaptable” y menos politizado ideológicamente que otros presidentes, lo que les da esperanzas de poder negociar un acuerdo comercial razonable –al menos por un tiempo– y darle la vuelta a las relaciones. Hasta el punto de vislumbrar la posibilidad de un encuentro entre Xi y Trump el próximo otoño, que podría celebrarse alrededor de la cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico.
El pulso no le ha hecho hasta ahora mucho daño a China, que además está aprovechando la situación para acercarse a otros países asiáticos aliados de Washington castigados también con aranceles, como Japón, Corea del Sur e India. Su economía no se ha resentido especialmente. Mientras en EE.UU. las previsiones de crecimiento del PIB para este año han caído al 1,5%, en China los pronósticos de la economía se mantienen casi inalterables en torno al 4,5%.
“Gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones”, le dijo en los años ochenta el entonces líder chino –y padre de la gran reforma económica del gigante asiático– Deng Xiaoping al presidente español, Felipe González, para justificar el pragmatismo político. En su pulso con Donald Trump, de momento es Xi Jinping quien se ha llevado el gato –blanco o negro, da igual– al agua.