Yalta es una ciudad de veraneo. Lo era en los tiempos de los zares y la Unión Soviética, y -mal que bien- lo sigue siendo ahora. Pero no es por su clima mediterráneo por lo que este balneario situado en el sur de la península de Crimea, a orillas del mar Negro, ha pasado a la Historia. A Yalta es donde, en febrero de 1945, arrastró el líder soviético Iósif Stalin a sus dos aliados en la lucha contra la Alemania nazi, el estadounidense Franklin D. Roosevelt y el británico Winston Churchill, para empezar a dibujar el escenario geopolítico de la inminente posguerra. Allí, en el salón de baile del Palacio de Livadia -antigua residencia de verano de la familia imperial-, se decidió la partición de Alemania tras la derrota de Hitler y se empezó a fraguar la división de Europa.
Uno de los ejes fundamentales de las discusiones fue el futuro de Polonia (cuya invasión por las tropas alemanas en 1939 había desencadenado la II Guerra Mundial). Stalin, que ya la tenía de facto bajo su control en aquel momento, aceptaba formalmente que se convirtiera en un país independiente, pero quería retenerla bajo su órbita. Su objetivo era rodear a la URSS de una corona de países satélites para evitar nuevas invasiones por sorpresa desde el oeste, una legendaria obsesión rusa. Para Churchill, por el contrario, asegurar la libertad de Polonia era fundamental.
El presidente de Estados Unidos, enfermo y debilitado -moriría dos meses después-, tenía otros intereses. Roosevelt, quien no quiso pactar una estrategia común previa con el primer ministro británico, quería ante todo sumar a la URSS a la guerra contra Japón y a su proyecto de Naciones Unidas. Conseguidas ambas cosas, aceptó un trato que dejaría a Polonia -y, a la postre, a toda Europa del este- en manos de Moscú.
Los intereses de Trump en Alaska no son necesariamente los de Europa
Anchorage no es Yalta, aquí no hay balneario que valga (la temperatura máxima ayer era de 15º). La base militar estadounidense de Elmendorf-Richardson, a orillas de un brazo del río Knik -que puede helarse en invierno-, tampoco puede compararse con el suntuoso Palacio de Livadia, hoy convertido en un museo. Y, definitivamente, Donald Trump no es Franklin D. Roosevelt. Pero, al igual que el padre del New Deal, acude a la cita con el presidente ruso, Vladímir Putin, con su propia agenda y sus propios intereses geopolíticos, que no son necesariamente -tampoco esta vez- los de Europa. ¿Es Ucrania la nueva Polonia? Como se suele decir, la Historia no se repite, pero a veces rima.
Ochenta años después de la Conferencia de Yalta, nos encontramos con los mismos patrones. Moscú considera que Ucrania, que había formado parte del Imperio Ruso y de la extinta URSS, de algún modo le pertenece y que, si no hay más remedio que reconocerle la condición de Estado independiente (lo es desde 1991), ha de ser con una soberanía limitada como la de la Polonia de la posguerra y la guerra fría. Que Ucrania pretendiera abandonar la órbita rusa e ingresar en la UE y en la OTAN -colocando al enemigo a las puertas mismas de la frontera de Rusia- era inaceptable para los jerarcas rusos y está detrás de la invasión militar lanzada por el Kremlin en febrero del 2022.

Donald Trump y Vladímir Putin, en Helsinki en julio de 2018
Lo que se va a discutir hoy en Anchorage va más allá de un alto el fuego que pueda dar lugar a unas futuras negociaciones de paz. Sobre la mesa volverá a estar un menú parecido al de Yalta y, de nuevo, pretende ser cocinado a espaldas de los europeos. Lo ha dicho claramente un asesor del presidente ruso, Yuri Ushakov: en Alaska se hablará sobre “la redistribución de las esferas de influencia, el equilibrio entre Estados Unidos, Rusia y China, el futuro del Ártico y la seguridad. Ucrania, aquí, no es un tema, solo una razón”. Un elemento más, una pieza del puzle.
Ucrania no ha sido invitada a la mesa. Europa, que se ha convertido ya en el primer suministrador de ayuda militar a Kyiv (por encima, por primera vez, de EE.UU.), tampoco. Los líderes europeos, encabezados por el trío integrado por el alemán Friedrich Merz, el francés Emmanuel Macron y el británico Keir Starmer, han ejercido la máxima presión diplomática posible para tratar de evitar que en Anchorage se tomen decisiones irreversibles al margen y en contra de Ucrania y del continente. ¿Con qué grado de éxito? Quizá se intuya al término de la cumbre. Quizá más tarde.
Trump se ha comprometido con los europeos a no discutir ningún reparto territorial de Ucrania. Pero la imprevisibilidad del líder estadounidense es proverbial y su afinidad con el presidente ruso, notoria. Mientras Trump alternaba -como es su costumbre- amenazas y buenas palabras antes del encuentro, Putin elogiaba los “sinceros esfuerzos” de Washington por poner fin a la guerra y avanzaba la posibilidad de un acuerdo en materia de armas nucleares. Que ambos líderes piensen en una conferencia de prensa conjunta al término de la cumbre -según anunció el Kremlin- da a entender que no quieren salir de Anchorage con las manos vacías.
El alto el fuego es algo que necesitan con urgencia tanto Ucrania como Rusia, por más que Moscú quiera venderlo bajo unas condiciones draconianas. Los últimos avances militares rusos en la zona de Donetsk -a través de incursiones de infantería- tienen mucho que ver con las dificultades ucranianas para reclutar suficiente personal de tropa en un país agotado ya por tres años y medio de guerra (hoy los partidarios de negociar un final rápido a los combates representan el 69% de la población, mientras que solo el 24% aboga por seguir luchando). Por su parte, Moscú empieza a afrontar serias dificultades económicas en gran medida por la caída de los precios del petróleo, su principal fuente de ingresos (frenazo del crecimiento, descontrol del déficit, quiebras empresariales), por lo que necesita sacarse de encima las sanciones y reducir el esfuerzo de guerra, que se lleva el 40% del presupuesto estatal.
El levantamiento de las sanciones económicas es justamente una de las condiciones que el Kremlin ha puesto sobre la mesa para acordar un alto el fuego, junto a un intercambio de territorios que consolide lo ganado en la guerra e incluso más allá: pretende obtener también la parte de la provincia de Donetsk que hasta ahora no ha conseguido arrebatar a los ucranianos. Más allá, Moscú aspira a una Ucrania neutral y fuera de la OTAN, fácilmente tutelable. Todos estos planteamientos han encontrado hasta ahora una receptividad comprensiva por parte de Trump, amigo de erigir un nuevo orden mundial decidido por un puñado de grandes potencias que se repartirían sus respectivas zonas de influencia.
Tales condiciones son absolutamente inaceptables para el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski -que rechaza ceder territorios al ocupante- y para los países europeos, que ven ahí la simiente de nuevas guerras en el futuro. El gran problema de Europa es que ninguno de sus gestos -o rendiciones- de buena voluntad hacia el amigo americano, desde el aumento del gasto de defensa al 5% del PIB en la OTAN hasta la aceptación de un acuerdo comercial con Washington nocivo para sus intereses, han ablandado a su aliado. Y que, hoy como ayer, está condenada a mirar los toros desde la barrera.