A medida que va arañando metros de terreno en Gaza, Israel va perdiendo apoyos en la escena internacional.
Lo reconocía el propio Beniamin Netanyahu esta semana: “Israel está en una especie de aislamiento”, dijo el pasado lunes. “Necesitaremos adaptarnos”, agregó el primer ministro israelí, quien aseguró que su país solo tiene una alternativa: convertirse en “una súper-Esparta”. Un Estado autosuficiente, capaz de resistir cualquier tipo de restricción externa.
Esa invocación de Netanyahu a la ciudad de la antigua Grecia ha causado inquietud en Israel. “No somos Esparta”, replicó la asociación que reúne a las 200 empresas israelíes más importantes, que considera que las políticas del Gobierno están llevando al país “hacia un abismo”. “Nuestra posición en el mundo es muy mala”, lamentó la gran central sindical israelí, Histadrut.
Lo cierto es que, en lugar de a la heroica Esparta, Israel hoy recuerda más bien a la Sudáfrica del apartheid, la cual fue objeto de una intensa presión por parte de la comunidad internacional en forma de boicots y sanciones para forzar al gobierno de Pretoria a poner fin al sistema de segregación racial impuesto en 1948. Aquella oposición global, que se prolongó durante décadas y se acentuó en los últimos años de la guerra fría, fue clave para propiciar un cambio de régimen que, en 1994, se materializó en las primeras elecciones multiétnicas de la historia del país y la victoria de Nelson Mandela.

Nelson Mandela, votando en las primeras elecciones multirraciales de Sudáfrica, en 1994
Al igual que Sudáfrica entonces, Israel ahora va camino de convertirse en “un Estado paria”, como han alertado los ex primeros ministros Ehud Barak y Ehud Olmert. En los últimos meses, los movimientos para arrinconar al país que está perpetrando un “genocidio” en territorio palestino –así lo concluyó el martes una comisión de la ONU, a la espera de que la Corte Internacional Penal se pronuncie– se han extendido a todos los ámbitos.
Los ejemplos se suceden: desde la propuesta de la Comisión Europea de suspender parcialmente el Acuerdo de Asociación con Israel hasta la campaña iniciada en Hollywood contra la colaboración con organismos israelíes, pasando por la decisión del fondo soberano de Noruega de retirar su inversión en empresas israelíes, el paquete de sanciones aprobado por Bélgica o la amenaza de varios países –entre ellos, España– de no competir en Eurovisión si no se veta a Israel.
“Veo claros paralelismos con lo que pasó en Sudáfrica, sin duda”, dice el periodista británico-español John Carlin, quien cubrió el desmoronamiento del apartheid como corresponsal de The Independent . Carlin recuerda cómo los sudafricanos blancos también acabaron sintiéndose unos parias: “Para ellos, era imposible evitar la sensación de que el mundo les odiaba”, cuenta. “Un sudafricano blanco iba a Londres y se sentía incómodo enseñando su pasaporte, y ese impacto emocional tuvo consecuencias en la política interna de Sudáfrica”, agrega el periodista, que destaca un punto de conexión entre la sociedad de ese país y la de Israel: “Los blancos sudafricanos se consideran culturalmente occidentales. Los israelíes, también. Y que el mundo occidental les diga ‘no sois parte de nuestra cultura mientras os comportéis así’ es importante”.
El historiador sudafricano Saul Dubow, que imparte clases en la Universidad de Cambridge, también ve similitudes con el momento actual, aunque detecta algunas diferencias de calado. Por ejemplo, que “en Sudáfrica la lucha contra el apartheid no era existencial, como claramente lo es en Israel-Palestina”. Asimismo, añade, dentro de Sudáfrica se desarrollaron formas de resistencia cívica “tan o más importantes” que el movimiento internacional contra el apartheid. En Israel, en cambio, “parece haber poca simpatía interna hacia los palestinos”, y la oposición “se centra en los ataques de Netanyahu al poder judicial y en su falta de voluntad para dar prioridad a la liberación de los rehenes”.
El también sudafricano Gerhard Kemp, experto en derecho internacional de la Universidad del Oeste de Inglaterra, señala que otra diferencia –“la más significativa y obvia”– es que el régimen racista de Pretoria no contó con aliados tan sólidos como los que hoy tiene Israel. Si bien es cierto que EE.UU. y el Reino Unido fueron menos críticos con Sudáfrica que el resto de los países occidentales –o incluso llegaron a protegerlo, como sucedió durante la época de Ronald Reagan y Margaret Thatcher–, en el caso de Israel “vemos un apoyo incondicional y absoluto” por parte de Washington.

Donald Trump, con Beniamin Netanyahu en la Casa Blanca, el pasado abril
El abogado estadounidense Kenneth Roth, que dirigió Human Rights Watch entre 1993 y 2022, está de acuerdo con que la protección de la Casa Blanca supone un serio obstáculo para resolver la crisis actual, si bien arroja dudas sobre la continuidad de ese respaldo: “Trump es un socio poco fiable, así que es perfectamente concebible que en algún momento calcule que el coste político interno de su complicidad en el genocidio de Netanyahu es un precio que no vale la pena pagar”, afirma.
Roth también recuerda que Israel todavía no se enfrenta a vetos internacionales en el comercio y las finanzas como los que sufrió la Sudáfrica del apartheid, y aboga por un cambio al respecto. “Ya no hay ayuda militar exceptuando la que proporciona Trump, ya ha habido una condena general, hay una orden de arresto contra Netanyahu de la Corte Penal Internacional; falta el siguiente paso”, dice el activista, quien cree que medidas como la suspensión del acuerdo de asociación entre la UE e Israel tendrían un gran impacto.
En ese sentido, Kemp, que como sudafricano vivió de primera mano la intensificación del boicot contra el régimen de Pretoria, subraya que “la presión económica fue el principal factor que llevó a los políticos blancos a concluir que el apartheid no era sostenible”. Eso sí, el investigador añade que “no hay que infravalorar el poder del boicot deportivo y cultural”. Pone como ejemplo lo sucedido en 1992, cuando Sudáfrica volvió a competir en una Copa del Mundo de críquet tras décadas de veto. Aquel retorno al escenario internacional fue recibido con entusiasmo por la población blanca, que justo entonces tenía que pronunciarse en referéndum sobre la desaparición del apartheid. El sí acabaría ganando por un 68%.
Carlin también recuerda aquel episodio: “Para mí fue la prueba de que imponer esa condición de paria tuvo un impacto concreto, tangible, político”.