El plan de paz de Donald Trump para Gaza es un ambicioso viaje hacia una franja estable, su reconstrucción tras los estragos de la guerra, el desarme de Hamas, el despliegue de una fuerza internacional bajo mandato de las Naciones Unidas y la creación de una administración civil palestina. En él se recogen incluso de modo explícito las palabras “Estado palestino”. Consciente del rotundo rechazo a esa idea por parte del gobierno de Netanyahu, Trump cree que la ampliación a Arabia Saudí de los acuerdos de paz de Abraham podría ser posible con alguna formulación edulcorada referente a la creación de un Estado palestino que fuera aceptable tanto para Israel como para Arabia Saudí.
Ahora bien, en el plan de Trump, la paz en Gaza es mucho más que un asunto localizado. Trump la concibe como el punto de apoyo arquimediano con el que consolidar las alianzas de Estados Unidos en Oriente Medio, impulsar un gran programa de infraestructuras para el comercio y la paz y, al mismo tiempo, neutralizar el ambicioso impulso de China por monopolizar las infraestructuras mundiales.
Aunque, de modo inherente, las infraestructuras sirven para la guerra y no solo la paz, la lección sobre economía posbélica que John Maynard Keynes enseñó a los estadistas europeos al final de la Primera Guerra Mundial en su obra Las consecuencias económicas de la paz (1919) es relevante para cualquier aspirante a erigirse en pacificador de nuestro convulso Oriente Medio contemporáneo.
Keynes criticó la vengativa paz cartaginesa materializada en las duras reparaciones que los aliados impusieron a Alemania y que, en su opinión, provocarían la ruina de Europa y serían la principal causa de una guerra futura. Abogó por el perdón general de las deudas de guerra y por un amplio programa de créditos para restaurar la prosperidad en Europa. Por desgracia, el gobierno estadounidense de Woodrow Wilson no solo se negó a aceptar la condonación de las deudas de guerra o a debatir el programa de créditos, sino que también sucumbió a las presiones aislacionistas internas, se retiró de la tarea de construir la paz en Europa y dejó que el continente se deslizara hasta una Segunda Guerra Mundial.
Destrucción de la torre Mushtaha en Ciudad de Gaza a causa de un bombardeo israelí el pasado 5 de septiembre
Haría falta la hecatombe de otra guerra mundial, más atroz que la primera, para convencer a los victoriosos aliados de que el patriotismo y la venganza son malos consejeros para una época de paz y de que la inversión en infraestructuras, energía e integración económica ofrecía una seguridad que no podría proporcionar nunca ninguna “frontera defendible”. La lección de Keynes a los estadistas europeos no se limitaba al ámbito económico. También les advirtió contra la fuerza desestabilizadora de un nacionalismo alemán humillado.
Donald Trump no es ningún Woodrow Wilson, ni se guía por una visión del mundo wilsoniana basada en los valores liberales de la emancipación humana y la autodeterminación nacional. Sin embargo, su audaz uso del poder estadounidense como palanca para poner fin a la guerra de Gaza y remodelar el panorama geopolítico de Oriente Medio lo ha hecho tan popular e influyente en esa región como lo fue Wilson en Europa tras la Primera Guerra Mundial.
Un acuerdo sobre Gaza abriría la senda hacia un gran proyecto keynesiano de infraestructuras de paz
Y, si bien Wilson puso de manifiesto una incompetencia absoluta a la hora de promover sus nobles ideas, además de malinterpretar las complejidades étnico-nacionales de la Europa de la posguerra, la visión transaccional del mundo de Trump pretende asegurar la aparición de un nuevo Oriente Medio basado en la visión keynesiana de una seguridad derivada del desarrollo económico y la conectividad de las infraestructuras. Wilson fue derrotado por el aislacionismo estadounidense; pero Trump, igual de reacio que Wilson a la implicación en una guerra, ha logrado domar las tendencias aislacionistas del movimiento MAGA.
La guerra de Gaza no constituye un enfrentamiento mundial, y es probable que Donald Trump ni siquiera conozca el libro de Keynes. Pese a ello, se ha convertido en un seguidor accidental del economista británico. Ha triunfado allí donde fracasó el gobierno de Biden gracias al audaz uso del poder estadounidense para cooptar a unas potencias regionales reacias, una astuta política transaccional, un compromiso de poner fin a las guerras (y no iniciarlas) y el insaciable deseo de utilizar la presidencia para expandir el imperio empresarial de su familia. Las infraestructuras son una forma de consolidar la paz y, en el caso de Trump, también un instrumento en la competencia con China. La reconstrucción de la franja de Gaza depende de la cooperación entre Israel y la alianza regional de Estados árabes amigos que ha conseguido reunir Donald Trump. Un acuerdo con éxito sobre Gaza constituye, a su vez, la senda hacia un gran proyecto keynesiano de infraestructuras de paz mediante la integración económica.
Ya en su primer mandato en la Casa Blanca, Trump llegó a un acuerdo con Japón para promover alternativas con infraestructuras de “alta calidad” a la Iniciativa Cinturón y Ruta (ICR) de China; unas infraestructuras que incluían los ámbitos de la “energía asequible y fiable” en la región del Indo-Pacífico, Oriente Medio y África. El secretario de Defensa, James Mattis, dijo entonces que “en un mundo globalizado hay muchos cinturones y muchas rutas, y ningún país debería ponerse en posición de imponer ‘un cinturón, una ruta’”. La India, otro destacado crítico de la ICR, participó indirectamente en el proyecto estadounidense-nipón a través del Corredor de Crecimiento Asia-África, una iniciativa conjunta con Japón puesta en marcha en noviembre del 2016.
En julio del 2022, el gobierno de Biden asumió la creación de infraestructuras estratégicas con énfasis en Oriente Medio. Creó el Grupo I2U2, también conocido como el “Quad de Oriente Medio”, una asociación estratégica entre India, Israel, Emiratos Árabes Unidos y Estados Unidos. La finalidad del grupo era colaborar en “inversiones conjuntas y nuevas iniciativas en materia de agua, energía, transporte, espacio, salud y seguridad alimentaria”.
En septiembre del 2023, un mes antes de que la guerra de Gaza cambiara la geopolítica de Oriente Medio, se anunció una ambiciosa iniciativa en la cumbre del G-20 celebrada en Nueva Delhi (India): la creación, con el apoyo de Estados Unidos, del Corredor Económico India-Oriente Medio-Europa (IMEC). La iniciativa tiene como objetivo conectar India, Oriente Medio y Europa mediante infraestructuras avanzadas de transporte y energía, y reforzar la cooperación entre todos los países socios en materia de comercio, economía, energía y seguridad. “Un puente digital entre continentes y culturas”, afirmó la comisaria de la Unión Europea, Ursula von der Leyen.
El IMEC amplía la iniciativa Ferrocarriles para la Paz Regional, que conecta Israel, los Emiratos Árabes Unidos, Jordania y Arabia Saudí mediante un tren de alta velocidad, un puente terrestre que agiliza el paso de mercancías entre Oriente y Europa al acortar los tiempos de transporte evitando el canal de Suez y maximizando el uso de las líneas de transporte existentes. La propuesta añade una ruta marítima que va desde India hasta el Golfo (el “corredor oriental”); de ahí se llega a Jordania e Israel y, en última instancia, a Europa. También se espera que el IMEC incluya gasoductos para la exportación de gas (principalmente, hidrógeno verde) desde India y los países del Golfo hasta Europa. Un acuerdo sobre Gaza y una hoja de ruta para la solución general del problema palestino no son los únicos obstáculos a los que se enfrenta el reto de hacer que el IMEC pase de ser una declaración política de intenciones a materializarse como realidad. La iniciativa del IMEC refleja la dinámica cambiante del sistema regional e internacional; un sistema en el que los agentes tradicionales y los nuevos tratan de remodelar el mapa del transporte, la economía y la influencia geopolítica entre Asia y Europa. La iniciativa pone de relieve el potencial económico de la conectividad interregional y también todas las complejidades políticas que conlleva, desde las rivalidades geopolíticas y las consideraciones de infraestructura hasta las limitaciones diplomáticas. Israel, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Turquía y otros agentes buscan posicionarse como centros estratégicos. Ahora bien, solo una cooperación regional racional basada en intereses comunes puede garantizar la realización de semejante visión. De materializarse, la iniciativa marcaría el comienzo de una nueva época de integración regional y serviría de vehículo para una transformación estructural más amplia en Oriente Medio y en las relaciones de la región con el sistema internacional.
¿Aceptarán las potencias de Oriente Medio una paz basada en la conectividad de las infraestructuras?
En su competencia con China por la conectividad económica mundial, el Gobierno de Trump, cuya estrategia latinoamericana ya ha puesto de manifiesto la determinación de bloquear la expansión de la ICR en el hemisferio occidental (Panamá se convirtió a principios de este año en el primer país en poner fin a su cooperación con esa iniciativa), tendría que disuadir a sus aliados del Golfo de toda veleidad de ampliar compromisos con la estrategia china de infraestructuras en Oriente Medio.
Para Arabia Saudí, el IMEC es parte integrante de su Visión 2030, cuyo objetivo es la diversificación de la economía y la reducción de la dependencia del petróleo. El IMEC le permitiría reforzar lazos con India, aprovechar las infraestructuras que está desarrollando en el noroeste del país y consolidar su posición como puente entre Oriente y Occidente. Además, Arabia Saudí desea mantener una relación vital con China, su principal comprador de petróleo. Un fuerte apoyo al proyecto IMEC, identificado con Washington, podría percibirse en Pekín como una medida de confrontación; y ello es algo que trata de evitar Arabia Saudí, que busca beneficiarse de los dos polos de la rivalidad sino-estadounidense.
Turquía, que no está incluida en la iniciativa IMEC, la ve con reservas. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, se pronunció al respecto tras el anuncio del proyecto en septiembre del 2023 y declaró que “no habrá corredor sin Turquía” y que “la ruta más conveniente para el transporte este-oeste es a través de Turquía”. En la actualidad, tres países implicados en la iniciativa mantienen relaciones complejas o incluso antagónicas con Turquía: India, Israel y Grecia. Turquía, por su parte, promueve la Ruta del Desarrollo a través de Iraq: una ruta de transporte por ferrocarril y carreteras que iría desde el puerto de Fao (en la provincia de Basora) hasta Turquía, desde donde se podrían transportar las mercancías a Europa.
A pesar de que el plan de Trump se enfrenta a muchos obstáculos, su logro es de proporciones históricas. Ha desarrollado las herramientas suficientes para asegurar una versión propia de la Pax Americana. Ha creado una alianza regional de estados árabes para evitar que Hamas se sustraiga a sus obligaciones y ha integrado el nuevo régimen islamista de Damasco en la órbita estadounidense, con lo que lo ha convertido en candidato a adherirse a los acuerdos de paz de Abraham. Existen tensiones entre, por un lado, el eje Qatar-Turquía (que respalda a los Hermanos Musulmanes y, por extensión, a Hamas) y, por otro, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (para quienes los Hermanos Musulmanes son un enemigo al que hay que combatir). Sin embargo, todos ellos son sensibles a la presión de Trump. Este se ha asegurado su cooperación por medio de tratados de defensa con Qatar y Arabia Saudí, el suministro de aviones F-35 avanzados a Turquía y la perspectiva de importantes contratos para empresas egipcias en la reconstrucción de Gaza. Siria, cuya reconstrucción era hasta hace poco un botín que se repartían Rusia e Irán, se ha convertido ahora en una verdadera mina para los contratistas turcos y estadounidenses.
Trump también ha hecho trizas los sueños de la extrema derecha israelí. No hay anexión de Gaza ni de Cisjordania y no hay traslado de palestinos desde la franja de Gaza. También ha presionado a Netanyahu para que acepte un acuerdo que él y, más aún, sus socios de coalición derechistas detestan. Aislado internacionalmente, del todo dependiente del apoyo militar y político estadounidense y con una sociedad que anhela un respiro tras dos años de guerra, a Netanyahu no le ha quedado más remedio que someterse a la voluntad de un presidente que es su último salvavidas. Tras la guerra de Gaza, Israel se enfrenta a una disyuntiva histórica: elegir entre las alucinaciones expansionistas del fanatismo mesiánico de los aliados políticos de Beniamin Netanyahu y el aislamiento internacional por un lado y, por otro, la integración regional en un sistema de paz y seguridad bajo el paraguas estadounidense.
La presión que Trump se ha dedicado a ejercer sobre el presidente israelí Herzog para que indulte a Netanyahu en su caso de corrupción no es sentimentalismo altruista. Trump necesita a Netanyahu para su gran plan de paz en Oriente Medio. Cree que, una vez indultado, Netanyahu podría prescindir de sus aliados extremistas de derecha y formar un gobierno centrista capaz de modificar la estrategia regional de Israel y pasar de la confrontación a la reconciliación.
Trump ha hecho trizas los sueños de la extrema derecha israelí: ni anexión de Gaza ni traslados
Ahora bien, el dilema clave para los actuales países de Oriente Medio no es diferente del que se planteó a los países europeos tras la Primera Guerra Mundial. ¿Están dispuestas las principales potencias de Oriente Medio a superar las limitaciones del narcisismo nacionalista en aras de una paz basada en la conectividad de las infraestructuras? Aunque no son en absoluto indiferentes a las ambiciones estratégicas, los estados del Golfo han demostrado con creces su auge como fuerza económica comprometida con la idea de un Nuevo Oriente Medio. No obstante, en el núcleo interno de la región, la competencia geoestratégica entre Israel y Turquía por el dominio de Siria, la persistencia del conflicto palestino mientras Hamas insista en su oposición al desarme y la interminable agonía del Líbano por su incapacidad para afirmar su soberanía frente a las ambiciones de Hizbulah, Irán e Israel, siguen siendo tristes reflejos del papel disruptivo que desempeñan el predominio del nacionalismo y la lucha por el dominio geoestratégico.