Dr. Ramón Blasi,psiquiatra social, impulsor de Arapdis, para enfermos mentales graves:

“Muchos llevaban ingresados toda la vida, y los devolvimos al barrio”

Tengo 71 años. Nací en Olot, viví mi juventud en la Cerdanya y vivo en Barcelona. Casado. Tengo una hija adoptada en China de 21 años. Estoy muy orgulloso de ella. Impulsé la asociación Arapdis para enfermos mentales graves. ¿Mi política? Todos iguales pero diferentes. Justicia social. Soy cristiano no practicante. (Foto: Nacho Vera)

Aterrizó en el psiquiátrico de Sant Boi con 23 años…

Sí. Era un psiquiatra recién licenciado y las prácticas se hacían trabajando.

Sant Boi era un centro de referencia.

Y muy peculiar. Tenía pabellones separados para hombres y mujeres, con curas y monjas. Empezaba justo entonces a mezclarse. Llegué a un hospital con más de 2.000 personas ingresadas. Muchas llevaban allí toda la vida.

¿Qué impresión se llevó al llegar?

Que aquello era una vida automática. Caminaban de un lado a otro, sin hablar, repitiendo los mismos gestos, los mismos recorridos. Una vida suspendida. Estaban excluidos, recluidos. Y eso no podía seguir así.

¿Qué hizo para evitarlo?

Una de las zonas que le tocaba atender a ese centro era el barrio de Gràcia. Le planteé a la dirección que en lugar de que vinieran ellos a ingresar, ¿por qué no íbamos nosotros al barrio? Podíamos tratarlos allí. Y sacar del hospital a quienes llevaban años ingresados.

Una idea rompedora. ¿Le escucharon?

Sí. Éramos médicos jóvenes, inquietos. Nos autorizaron. Era la primera vez que se abrió un psiquiátrico al exterior. Empezamos dando charlas sobre salud mental en el Ayun­tamiento de Gràcia, y una parroquia nos prestó un local para que los pacientes hicieran actividades.

¿Podían volver a vivir con sus familias?

Algunos ya no tenían casa, o sus familias les habían quitado la habitación porque pensaban que nunca saldrían del psiquiátrico; eran enfermos graves. Creamos residencias, pisos tutelados. Queríamos devolverlos a su barrio, a su entorno, a lo poco que quedara de su mundo antes del encierro.

¿Qué ha visto desde la perspectiva más humana?

Que había que reconstruir vidas enteras. Algunos llevaban 20 o 30 años ingresados. Recuperar su dignidad pasaba por cosas tan básicas como tener una llave, una cama, una agenda, vecinos, actividad social...

¿Cómo evolucionó?

A partir de esas primeras experiencias –el centro de día, el club social, las primeras residencias– nos dimos cuenta de que hacía falta algo más estructurado. Así nació el primer centro de salud mental del barrio.

¿Qué le ha sorprendido en estos 36 años?

La capacidad de resiliencia humana. Personas que no habían tenido nunca una nómina, que llevaban décadas etiquetadas, excluidas, tratadas de locos, y que al ofrecerles confianza, responden. Recuperan la función social, la autoestima. Salen del estigma.

¿Elegían a quién sacar del hospital?

Sí, elegíamos a quienes veíamos más estables. Algunos recaían, pero muchos aguantaban. Ver que otros compañeros salían y se mantenían les demostraba que era posible.

¿Cómo los cuidaban fuera del hospital?

Dándoles un lugar donde vivir, otro donde trabajar, donde pasar su tiempo libre... Recuperando su dignidad. El deporte se convirtió en estabilidad emocional, física y social. Creamos empresas protegidas. Una vida.

¿De cuántas personas estamos hablando?

Hemos atendido a 3.025 personas en 36 años. El estudio que hemos presentado en el Congreso Mundial de Rehabilitación Psicosocial, en Vancouver, recoge toda esa experiencia, con datos muy sólidos.

¿Qué perfil humano dibuja el estudio?

La media de edad es de 40 años, con 20 años de evolución de la enfermedad. El 60% son hombres y el 40% mujeres. La mayoría, solteros, sin hijos, con estudios medios, diagnóstico de psicosis, el 93% medicados y el 80% no ha trabajado nunca.

¿Y les han conseguido empleo?

Sí. 800 personas con contrato laboral. Una de cada tres. Y para el 90% era su primer contrato. Nunca antes habían trabajado legalmente. Eso transforma a una persona.

¿Han respondido bien al trabajo?

Con apoyo, sí: monitores, psicólogos, educadores. Y lo hacen bien. No se trata solo de tenerlos ocupados, sino de darles una nómina, una función, una identidad. Salir del estigma.

Debe de resultar caro de mantener.

Una persona ingresada cuesta unos 4.500 euros al mes. En la comunidad, unos 900 euros. Cinco veces menos. Pero lo importante no es el dinero: es tener una vida con calidad.

¿Cómo los mira hoy ese mismo barrio que al principio recelaba?

Hoy los vecinos los saludan por su nombre. Los ven correr por el barrio, ir a clases de baile, salir de excursión o preparar mochilas para una maratón. Algunos colaboran en actividades con ellos. Han subido montañas juntos, más de cien cimas de 3.000 metros, y en el horizonte está el Kilimanjaro. La convivencia ya no es una excepción: es la norma.

¿Cómo se llama esta forma de entender la salud mental?

Psiquiatría comunitaria. O como decimos nosotros: “Tots iguals però diferents”. Salud mental en la comunidad y con la comunidad. Libertad, dignidad e integración real.

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