Recuerdo que de pequeño, al retornar a casa en coche, mi padre solía exclamar de repente “ya estamos en Barcelona”. Circulábamos aún a kilómetros de distancia y ya se divisaba un punto de luz en la oscuridad del horizonte: el templo del Sagrado Corazón en el Tibidabo. Para muchas generaciones su iluminación es una parte de la identidad barcelonesa, y para los creyentes, también de espiritualidad.
El templo encendido arrojaba luz en la oscuridad de la montaña. Servía de guía en la distancia para quienes arribaban a nuestra ciudad por carretera o en avión y, en la cercanía, realzaba su construcción singular con su apariencia de fortaleza almenada obra del arquitecto Enrique Sagnier. Su luz emanaba desde el anochecer hasta el amanecer sin interrupción alguna.
Algunos particulares sufragan el encendido con ofrendas puntuales a 20 euros la hora
Han transcurrido muchos años desde aquel 1898 en que se entregaron los terrenos a Don Bosco, después santo, y de aquel inicio de obras en 1902 con el cardenal Casañas al que prosiguió el impulso final por Amelia Vívé, seudónimo de María Victoria, quien promovió la campaña de dádivas para sufragar su coste tras los sacrilegios de la Setmana Tràgica de 1909. No son pocos los enfermos que han hallado consuelo y sí muchos los vecinos con sus ventanas encaradas al Tibidabo para los que el templo, iluminado o no, ha sido oratorio o un referente de su cotidianidad.

Así luce el Tibidabo iluminado
Sin embargo, el Tibidabo se apaga en su iluminación plena. La luz es la excepción, y solo es visible en los horarios restringidos del funcionamiento nocturno del parque de atracciones. Lo mismo sucede con el templo. Ahora es habitual en él una dilatada oscuridad solo rota por ofrendas puntuales de particulares que sufragan el encendido a 20 euros la hora, eso sí, sin exceder este de las 12 de la noche o durante el horario normal de 20 a 21 horas. Así, raro u ocasional es el día que lo vemos iluminado y ya nunca en toda la franja horaria íntegra de oscuridad, como era costumbre desde 1961, cuando el papa Juan XXIII la encendió.
Hubo quien desde el gobierno municipal atacó su proyección por considerarla contaminación lumínica. Llegaron leyes y ordenanzas paisajísticas y medioambientales tan exigentes con el templo como condescendientes con el parque de atracciones. Afloraron los complejos y desidias desde el ámbito eclesiástico para velar por su continuidad en plenitud nocturna. Y entre tantos todos a una contra la luz, me resisto a creer que de nada sirven las nuevas tecnologías austeras en el consumo eléctrico o de certeras angulaciones de los proyectores de luz u otras medidas para mantenerlo siempre iluminado.
El Sagrado Corazón y la Sagrada Família comparten ser templos expiatorios y que ambos deben soportar la censura de la luz. A la basílica gaudiniana, tras ser encendida hace tres años la estrella luminosa que remata la torre de la Virgen María, también le cercenaron horas y días de iluminación. Uno y otra sí son la buena estrella en el firmamento barcelonés y no la emplazada en la plaza Sant Jaume por el Ayuntamiento en formato astro meteorito en sustitución del pesebre.
La luz en el Tibidabo y en la Sagrada Família merece todo el reconocimiento y apoyo. Ya lo tienen de la mayoría de barceloneses, pero no así de nuestras instituciones ni en lo normativo ni en lo económico. No son menos que, por ejemplo, los haces de luz proyectados desde Montjuïc. Templo y basílica son indudables señas de identidad nuestras y de refrendo de raíces cristianas. Por eso y como antaño, y más en estas fechas navideñas, me parece oportuno reclamar: ¡que nos ilumine el Tibidabo!