El Sur de España es, desde tiempos remotos, una tierra de frontera. Esta condición obedece al imponderable geográfico: los casi 1.000 kilómetros del litoral meridional se abren a las aguas de la Mar Océana Atlántica, por decirlo en términos clásicos, y al Mediterráneo Occidental. Andalucía es el resultado de un sinfín de vaivenes de fronteras, que fueron cambiando sin cesar durante los siglos que discurren entre las invasiones del Norte de África y la reconquista castellana, que en las tierras del Mediodía se demoró durante casi doscientos cincuenta años, desde la toma de Sevilla (1248) a la rendición del reino nazarí de Granada (1492).
Este legado histórico ha tenido dos consecuencias. Primera: la identidad cultural del Sur de España es una suma (heterodoxa) de distintas civilizaciones, cada una de las cuales ha dejado, en mayor o menor grado, su particular huella. Su herencia. No es posible, salvo por intereses fenicios, definir un hecho diferencial andaluz, al modo de los nacionalismos del Norte.
El pacto PSOE-Junts genera dudas (más que razonables) en lo que se refiere al acceso y a los derechos de ciudadanía (autonómica)
Tampoco cabe hablar, salvo que se quiera incurrir en el ridículo, de pureza cultural, racial o social. Andalucía es sincretismo. Acarreo y mezcla. Sedimentación. Promiscuidad. Segunda: los andaluces siempre han sido emigrantes; primero, desde el campo a las propias urbes del Sur –“un país de ciudades” llamaba el historiador Antonio Domínguez Ortiz a Andalucía– y, después, en dirección a otros territorios. América, Madrid, Catalunya, Europa.
Este pasado, que explica entre otras muchas cosas que los experimentos políticos de orden nacionalista, a imitación de los catalanes y los vascos, nunca hayan tenido éxito político, es duradero. La costa meridional sigue siendo una de las zonas más calientes en el tráfico ilegal de personas. En ella convergen la presión migratoria africana y una parte de la americana.

Mapa histórico del litoral de Andalucía
Al contrario de lo que en el siglo XIX sucedió en Madrid y en Barcelona, la presencia de extranjeros en el Sur ha sido tradicionalmente menor. De los 6,8 millones de residentes de otras nacionalidades en España, un 10% son los inmigrantes de Andalucía, frente al 18,7% de Catalunya o al 16,7% de Madrid. Baleares (21%) y Valencia (19,3%) lideran esta lista.
De ahí que la cuestión migratoria, salvo en áreas concretas, como Almería o Huelva, y en momentos puntuales, no haya sido nunca un foco de inquietud social. La inmigración no es motivo de discordia entre los grandes partidos políticos andaluces. Ni siquiera cuando Vox, durante la primera legislatura de la derecha en la Junta (2018-2022), tuvo cierta influencia.

Personal de la Cruz Roja recorre el asentamiento de infraviviendas de El Hoyo, en el municipio almeriense de Níjar
Andalucía ha decidido no seguir el sendero abierto en Catalunya gracias a las dependencias mutuas entre PSOE, ERC y Junts. No ambiciona controlar las políticas migratorias y de extranjería que, según la Constitución, son un monopolio exclusivo e indelegable del Estado.
Al margen de esta discusión, políticamente candente, lo cierto es que la perspectiva con la que en Andalucía se contempla el fenómeno de la inmigración, en contraste con Catalunya, donde habitan casi medio millón de ciudadanos procedentes del Sur de España, es radicalmente divergente. Y dice muchas cosas. Basta analizar los estatutos de autonomía para darse cuenta.
El texto catalán, desarrollado mediante una ley específica sobre la materia aprobada en 2010, hace hincapié sobre todo en el “régimen de acogida” y en “la acomodación social y económica” de las personas inmigrantes; el estatuto andaluz, con menciones expresas al “marco constitucional”, se concentra más en la “integración” de esta población foránea.

Un grupo de temporeros siembra las plantas de fresas en una finca de Cartaya (Huelva)
Son distintos términos para expresar una realidad equivalente. También lo son las competencias. Ambas autonomías tienen encomendada, “en coordinación con el Estado”, la gestión de las autorizaciones de trabajo y políticas de acogida (orientación y asistencia social).
El pacto PSOE-Junts sobre inmigración, que esta semana ha sido objeto de críticas por parte del gobierno andaluz, en un contexto de malestar creciente por las constantes cesiones rubricadas entre la Moncloa y los independentistas –amnistía, cupo, mutualización estatal de la deuda catalana–, viene a alterar esta situación jurídica previa y genera dudas (más que razonables) en lo que se refiere al acceso y a los derechos de ciudadanía (autonómica).
La pertenencia jurídica a Catalunya o a Andalucía deriva de la ciudadanía española, que distingue nítidamente entre los residentes europeos y los extracomunitarios, y es de rango superior en términos legales. Para ser catalán o andaluz únicamente se exige como requisito la residencia legal y la nacionalidad española.
El estatuto de Catalunya define la “ciudadanía” como una condición de los catalanes que puede ser extensible a “otras personas”. Andalucía habla en su carta autonómica de “ciudadanos extranjeros” y contempla iniciativas para lograr su participación política, entre ellas el derecho de sufragio. El modelo andaluz parte pues de una concepción de la ciudadanía (regional) más amplia y menos restrictiva que en otros estatutos regionales, como el de Canarias. Va en consonancia con la lógica europea, que asimila los derechos de los extranjeros residentes legalmente a los de los nacionales de los Estados miembros.
Catalunya diseñó en los trabajos de su estatuto las políticas de inmigración con un régimen de competencias que, en su caso, además de la Generalitat, incluye a los ayuntamientos, a los que se encomiendan labores de acogida. Pero en ningún caso se contemplaba –hasta ahora– la posibilidad de ceder la capacidad legislativa en materia de inmigración a las autonomías.
Según la interpretación que está haciendo Junts de su acuerdo con el PSOE, la posibilidad de que Catalunya disfrute de esta capacidad genera controversia en otras muchas cancillerías autonómicas que, sin embargo, al igual que ocurre con la socialización (estatal) de una parte de la deuda autonómica, no tienen voluntad alguna de reclamar estas mismas competencias.
Su negativa, con independencia de la posible inconstitucionalidad del acuerdo negociado para Catalunya, lejos de ayudar a la Moncloa, multiplica sus problemas, ya que quiebra la estrategia política de contención de daños del Gobierno central frente a las acusaciones del PP de que Sánchez otorga a los independentistas catalanes privilegios económicos o poderes legislativos en perjuicio de otros territorios.
La táctica del café para todos, usada por Moncloa en el marco de un vaporoso modelo federal que no ha votado nadie, ni está tampoco recogido en la Constitución, con el fin de apaciguar el malestar existente fuera de Catalunya, no parece que esté surtiendo mucho efecto. Andalucía ya no quiere mimetizarse con Catalunya si el precio a pagar es dejar de ser España.