La noche anterior al 23F volvíamos de Chiva en el 850 familiar, con asientos rojos de escay y algunos cromados. Aún no me explico cómo mi padre cabía allí, cómo entrábamos los cinco, con maletas y algún carrito. En mi recuerdo infantil era un robusto 4x4 que desafiaba el camino sin asfaltar que llevaba a la casa, siempre lleno de barro en invierno, sin quitamiedos contra el barranco. A veces bajábamos en el último tramo, si las ruedas patinaban. Por si acaso. Y para quitarle peso. La vida diaria era una especie de gincana, en aquel tiempo.

Foto de archivo de Francisco Franco y su esposa Carmen Polo durante un acto público.
El día siguiente, lunes, tenía Juniors, después de clase. Me encantaba aquello: campamentos, acampadas, naturaleza y un punto de literatura, con Jesús en la recámara. Así nos captaban. Lo había confesado el padre Basté mucho tiempo antes, al impulsar el fútbol en el Patronato de la Juventud Obrera a través del Gimnàstic FC. Nunca he ido al fondo de esa cuestión, pero “los Juniors” no gustaban al franquismo. Quizá representaban una competencia para las organizaciones juveniles del régimen. Minutos después del tiroteo en el Congreso, alguien interrumpió nuestra reunión en el local de la iglesia, de aire clandestino, para enviarnos a casa. “Volved por el camino más corto, vuestros padres os explicarán qué sucede. No habléis con nadie y no se os ocurra decir de dónde venís”. Teníamos once años.

Mapa de 1852
Mi madre estaba frente a la máquina de coser, escuchando la radio, un pequeño transistor Sony con funda de polipiel. Me senté a su lado. Mi padre aún no había vuelto de trabajar. Años después supe que tenía carnet de CCOO del metal y que el jefe del taller era comunista. Llegó tarde. Yo respiré aliviado, aunque no dije nada. Franco fue, desde entonces, el miedo al golpe de Tejero.
Antes había sido una anécdota inconexa que, sin embargo, me marcó y siempre tengo presente. Año 62, Cuartel de Artillería. Mi padre habla con su madre por teléfono. Un sargento pasa cerca y sentencia que hablar valenciano contraviene el espíritu nacional. Le tatúa en la entrepierna la puntera de las botas de Segarra. Cae. Se ovilla en el suelo de hormigón. Los compañeros odian en silencio al chusquero que se marcha mascullando. “La próxima vez se lo pensará mejor antes de hablar en dialecto”. El auricular cuelga del cable en espiral y golpea la pared, mientras mi abuela no entiende qué pasa, al otro lado.
Hay quienes afirman, sin sonrojarse, que durante el franquismo, nadie prohibía hablar en valenciano. Son los mismos que hoy se refieren al valenciano como lengua de imposición, alertan del peligro de desaparición del castellano y sostienen que Franco hizo cosas buenas. Como un atenuante, una disculpa. Dan la razón a Kapuscinsky, cuando afirmaba que una dictadura de más de 30 años tiene efectos en los habitantes del país durante un siglo. Debe ser el principal motivo por el que convivimos con este franquismo sociológico medio siglo después de la muerte del dictador, y con su valencianofobia inherente, irrespirable.
La bota de Franco en nuestra entrepierna continúa lastrando, cincuenta años después de muerto, la recuperación de nuestra identidad como pueblo"
El franquismo era miedo y tortura, autarquía y machismo, xenofobia y homofobia, represalia y represión, nepotismo y malversación, chovinismo y militarismo, revanchismo, cunetas, etcétera. Y, para todos los que no somos de la “España uniforme”, también era un rodillo inmisericorde de uniformidad, centralismo y castellanización que sigue vivo, en Valencia como en ningún otro territorio de la “España asimilada”. La bota de Franco en nuestra entrepierna continúa lastrando, cincuenta años después de muerto, la recuperación de nuestra identidad como pueblo.