¡Que vuelvan los Borja (Borgia) a Roma!

Diario de València

¡Que vuelvan los Borja (Borgia) a Roma!
Periodista

En tiempos de retórica de combate, de pulsiones que apuntan a una III Guerra Mundial, de fracturas de consensos fundamentales logrados en 1945 tras la II Guerra Mundial, de involucionismo en las principales democracias de Occidente, de excesivas polarizaciones, de incapacidades para las renuncias y del inicio de un proceso para la elección de un nuevo Papa tras el dulce pontificado de Francisco pienso en los Borja (Borgia). Pienso en el Papa Calixto III, Alfons de Borja; pero más aún en su sobrino Alexandre VI, Roderic de Borja, y en su mítica familia de origen valenciano: César, Juan, Lucrecia y Jofre; que ejercieron una política renacentista, maquiavélica, perversa, sagaz, astuta, cruel, pero también pragmática, mediterránea, que ansiaba ampliar complicidades y unir espacios geográficos en aquella Europa medieval que ansiaba dar un salto a la modernidad. Política conspirativa y culta, desarrollada entre pasillos, en salones iluminados con luces tenues, con misivas escondidas en los pliegues de los ropajes, política más de sugerencias que de mensajes, política también de silencios. ¿Cómo se hubiera enfrentado el Papa Borja a Donald Trump? ¡No me quito la idea de la cabeza!

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Cuadro del Papa Borja Alexandre VI

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Borja, familia en ocasiones tratada injustamente, ejemplificada en exceso por sus excesos (la leyenda negra), que los hubo; pero abundan también aquellos que subrayan el posibilismo de esta familia valenciana en el Vaticano, en Roma, que tuvo una idea moderna de Europa, la misma Europa que muchos quieren ahora empujar al pasado abrazando el populismo y el neofascismo, en los principales gobiernos. Hubo siempre un objetivo en los Borja, y a tal fin se empleaban los recursos, todos, los buenos y los malos. Pero de los buenos, del arte de la mejor política, surgieron pactos que afianzaron la idea de nuestra Europa, impulsaron el Renacimiento y alimentaron el mecenazgo artístico. Hay que leer a Miquel Batllori, el “Pare Batllori”; Manuel Vázquez Montalbán o Joan Francesc Mira (no vale la pena el de Mario Puzzo) para comprender la dimensión política de una familia que sirve como contraste para observar la mediocridad que se ha instalado en las principales capitales europeas.

Una “finezza” borgiana que contrasta con el verbo grueso, duro, que hoy se ha extendido en el mundo, con epicentro de Washington, con influencia en Europa y también en la política española; sin concesiones, en todos los niveles: Estado, autonomías y ciudades. No hay margen para los matices, para la filigrana. Se emiten construcciones simples, sujeto, verbo y predicado, y a poder ser frases breves, contundentes, que encajen bien en un tuit y que apelen en exceso al sentimiento, y poco a la razón, aprovechando la expansión de profundos malestares. Política de combate, planteada por quienes añoran tiempos pasados, en blanco y nebro, política de bajo nivel, pobre en recursos, incluso lingüísticos, sin espacio para el debate, sometida más al grito que al argumento, política tabernera, de músculo, muy masculina, sin perfumes, orientada siempre al desacuerdo, a la ruptura.

Esa “finezza” borgiana que contrasta con el verbo grueso, bélico, polarizado, duro, populista, involucionista, que hoy se ha extendido en el mundo, con epicentro de Washington, con influencia en Europa y también en la política española; sin concesiones, en todos los niveles”

Alejandro VI asumió el papado en un momento crítico. Italia era un mosaico de ciudades-estado en conflicto, Francia y España pugnaban por influencia, y el Vaticano mismo era un hervidero de conspiraciones. Lejos de ser un mero administrador espiritual, el nuevo papa gobernó como un príncipe secular. Su obsesión no era la salvación de las almas, sino la consolidación del poder borgiano. Y para ello, no dudó en emplear todas las herramientas a su disposición: el nepotismo, la simonía y, según sus detractores, incluso el veneno. Alejandro VI no fue un reformista ni un mártir. Fue un hombre de su tiempo: un príncipe renacentista que usó la tiara papal como corona terrenal. Su papado demostró que la Iglesia, lejos de ser una institución puramente espiritual, era un actor político de primer orden en la Europa del siglo XV. Y aunque su nombre sigue siendo sinónimo de corrupción, también fue un genio estratégico cuyas tácticas —amoralmente efectivas— podrían enseñar mucho a cualquier diplomático moderno.

En este ecosistema político, ni Alexandre VI, César o Lucrecia, los grandes perfiles de la familia Borja, hubieran encajado. Demasiado ruido, demasiada velocidad, demasiado brillo, imposible para la frase velada, misteriosa; para la mirada pícara y la sonrisa perspicaz, para la lectura de gestos mínimos con los que descubrir intenciones, para la meditación serena antes de adoptar las decisiones. Esa práctica política que, al fin, estuvo tras el éxito de la configuración de una Europa que ahora corre el riesgo de volver a caer en el abismo: ochenta años después de aquella gran guerra los europeos parecen haber perecido en un torbellino irresponsable de ambiciones. Es en este escenario cuando vale la pena mirar atrás y descubrir las muchas aristas de la fina diplomacia de los Borja. Y ahora que comienza el cónclave en Roma preguntarse que tipo de Papa sería el adecuado para gestionar la Iglesia en este complejo y desquiciado mundo. ¡Que vuelvan los Borja!.

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