El coche de Elena se detuvo frente a la reja oxidada. Durante los últimos veinte kilómetros, había pasado revista a sus pérdidas como quien cuenta monedas en un bolsillo vacío: primero su padre, el viejo doctor Ruiz, muerto en marzo de una neumonía que se llevó sin prisa pero sin pausa; luego Jorge, su marido durante quince años, que una mañana de abril le anunció con la naturalidad con que se comenta el tiempo que se iba a vivir con Lucía, una profesora de yoga veinte años más joven. “Necesito algo más de vida”, le había dicho, mientras doblaba calcetines en una maleta que ella misma le regaló para su cumpleaños.

Una guitarra apoyada en un naranjo
El agente inmobiliario —un tipo llamado Marc con camisa azul celeste que le recordó demasiado a la blusa de seda que Jorge usaba los viernes— tosió incómodo al ver el estado del camino.
—¿Cuánto tiempo lleva la propiedad sin mantenimiento?
Elena apretó las llaves hasta sentir los dientes en la palma de su mano.
—Doce años. Desde que a mi padre le diagnosticaron Alzheimer y dejaron de venir.
El aire olía a naranjas podridas y tierra agrietada. La casa se alzaba ante ellos como un animal enfermo: tejas faltantes como costillas rotas, ventanas ciegas con cristales rotos que parecían lágrimas secas. Elena notó que Marc escribía “reformas integrales” en su tablet con un gesto que ya calculaba descuentos.
—El valor está en el terreno —murmuró—. Cinco hectáreas de regadío...
Elena no lo escuchaba. Cada grieta en las paredes de piedra le hablaba de los veranos en que su padre, antes de convertirse en el respetado cirujano, se transformaba en aquel joven rebelde que tocaba la guitarra hasta el amanecer. Recordaba cómo su madre los llamaba “mis dos niños salvajes” cuando volvían de la balsa con el pelo lleno de hojas y la piel marcada por el sol.
Dentro, el polvo danzaba en los rayos de luz que se filtraban por los agujeros del techo. Marc midió la sala principal haciendo muecas ante las manchas de humedad.
—Habrá que tirar tabiques, sanear muros...
Elena abrió el armario de roble junto a la chimenea. Un olor a madera vieja y lavanda marchita le golpeó el rostro. Allí, inclinada contra la pared trasera como un alma en pena, estaba la guitarra de su padre en su funda de tela descolorida.
Al sacarla, una polilla salió volando de entre las cuerdas. El mástil conservaba la hendidura del pulgar de su padre, esa marca que él llamaba “la cicatriz del primer acorde”. Sin pensarlo, Elena rozó las cuerdas. El sonido fue un quejido metálico que le recorrió la columna como una descarga.
De pronto estaba llorando. No el llanto discreto de los velorios o de las noches en que Jorge llegaba tarde, sino un sollozo profundo que le sacudía las entrañas. Recordó los últimos años de matrimonio, cómo había aprendido a hacerse invisible en su propia casa, a callar cuando Jorge hablaba de sus “proyectos” (que nunca incluían hijos), a fingir que no veía los mensajes en su móvil. Quince años sirviendo cafés perfectos a un hombre que solo veía en ella un mueble cómodo.
—Señora Ruiz... ¿está bien?
Marc estaba en la puerta, balanceándose sobre los talones de sus zapatos nuevos. Elena limpió las lágrimas con el dorso de la mano, dejando una mancha de polvo en la mejilla.
—No voy a vender.
El agente abrió la boca, pero algo en su mirada lo detuvo. Cuando el ruido del coche se perdió en la distancia, Elena salió al patio donde su padre plantó un limonero el día de su nacimiento. El árbol seguía allí, retorcido pero vivo.
Pero por primera vez desde que Jorge cerró la puerta de su vida sin mirar atrás, Elena supo exactamente quién era. Y era suficiente”
Se desnudó lentamente, dejando caer la ropa —un vestido beige que Jorge decía que le “alargaba la figura”— y los complementos, como caparazones inútiles. El calor húmedo le gustaba. El agua de la balsa estaba fría y viscosa contra su piel cuando se zambulló. Al emerger, con el pelo pegado al rostro y el sabor a infancia en los labios, miró hacia la casa.
En el porche, la guitarra parecía esperarla. Las cuerdas brillaban bajo el sol como promesas. Elena sintió que algo se recomponía dentro de ella, como esas grietas en la cerámica que los japoneses reparan con oro.
El camino sería largo: aprender los acordes que su padre no tuvo tiempo de enseñarle, reconstruir paredes, plantar nuevos naranjos. Pero por primera vez desde que Jorge cerró la puerta de su vida sin mirar atrás, Elena supo exactamente quién era.
Y era suficiente.