Camila se gana la vida pidiendo en la calle. Se sitúa todos los días y a la misma hora debajo de un ficus grande y frondoso que hay en la calle del Hospital, justo a la salida de la biblioteca. Escogió ese sitio porque le da mucho gozo ver a gente con los libros bajo el brazo. Unos van a estudiar, otros a tomar prestadas novelas que consumirán con rapidez porque en vacaciones se lee mucho.

Playa de la Malvarrosa de València
Despliega su silla de tijera, pone el letrero de cartón al lado del platillo y se sienta a esperar que la compasión afloje el bolsillo de los viandantes. Pasan pocos, estamos en agosto, hace calor y la mayoría son turistas que no saben leer en español. Es el peor momento para su oficio.
Además, ella solo pide dinero sin nada a cambio. Su madre al menos tocaba un instrumento y alegraba la calle de bonitas melodías. Era una virtuosa del violín que los afortunados de un buen oído agradecían con unas monedas. La de veces que su madre le recomendó que aprendiera a tocar un instrumento o hacer malabares o que tuviera paciencia para posar como una estatua, pero ella era joven, rebelde y desobediente.
Ahora que es adulta, comprende aquellas palabras de su madre. Tiene mucho que agradecer a su madre, además de traspasarle el oficio, una casa que compró y que Camila ha heredado. Está frente a la playa de la Malvarrosa; una sola habitación con la cocina incorporada y un retrete tapado por una cortina de tela. Es pequeña y destartalada, pero siempre será mejor que estar debajo de un puente como otros compañeros.
Le da pena las noches de mucho frío de invierno y los días calurosos como hoy. Sabe que debería invitarles a su casa. No lo hace. Sus compañeros de la calle tienen costumbres poco higiénicas y ella es pobre, pero no sucia. Prefiere que la critiquen antes de arriesgarse a llenar la casa de chinches.
La calle está triste con las persianas de los comercios bajadas. La panadería cerró a principios de mes y Camila se ha quedado sin almorzar esa empanadilla de pisto y piñones que le acercaba a media mañana Paqui, la panadera. “Dinero no te voy a dar, pero una barra de pan no te va a faltar”.
A veces es mejor que no te den dinero y asegurarte algo de comida todos los días. Ese era otro de los consejos sabios de su madre.
Paqui le da el pan; Akram, un pakistaní que ha abierto una frutería con sus hermanos emigrados, le guarda plátanos, manzanas y algún día le da fresas porque están a punto de pudrirse; cuando Paco tenía el bar, algún bocadillo de calamares o un pincho de tortilla le pasaba. Se jubiló hace dos años y en su local pusieron una franquicia de comida japonesa con unos camareros antipáticos que ni la miran cuando pasan por delante de ella.
Camila sabe que a ella solo le dan las sobras, pero le vienen muy bien; ya no tiene que pagar por comprarlas. Es como cuando Montse le dice que pase a cortarse el pelo a partir de las ocho de la tarde. Sabe que es cuando ya no hay clientas y entiende que la peluquería tiene una reputación que no puede ensuciar su presencia.
Ni un alma en la ciudad. Hasta el taxista, que pasa para darle la calderilla de la recaudación, le dijo que se iba al pueblo de su mujer, en Cuenca, donde se duerme con una manta en los pies. ¡Qué envidia!
Según el termómetro de la calle Àngel Guimerà la ciudad está a 35 grados. Normal que nadie quiera poner sus pies en el asfalto ardiente y respirar el sofocante poniente. Los únicos que pasan a su lado son los jóvenes estudiantes que carecen de dinero y de piedad.
Hace un rato una pareja de rusos le han pedido hacerle una foto, como si fuera una atracción más dentro de la ciudad, y ella ha resbalado los dedos corazón y pulgar en ese gesto universal que significa money. Le han plantado un billete encima de la mano, ha puesto su mejor sonrisa y ha escondido su rostro tras unas gafas de sol.
Ese billete le ha solucionado el día. No aguanta más a la intemperie. Recoge y se vuelve a casa. En metro. Como es menor de 30 años, lo tiene gratis. Va medio vacío y se está fresquito. ¡Qué maravilla!
Todos están de vacaciones menos ella. Se pasan el año ahorrando para salir fuera de su casa a ver mundo: un safari a África, una playa asiática o un país europeo en el que sentirse turista. O se alquilan un apartamento en la costa y vuelven con piel de cangrejo o una casa rural en medio de una montaña donde se hacen un esguince al no estar acostumbrados a caminar por caminos pedregosos. El caso es tener algo que contar a la vuelta a los vecinos y a los compañeros de trabajo.
Camila tuvo vacaciones cuando su madre le pagaba el billete del ferry para irse a Ibiza. Ahora ya no puede, lo que saca al día sirve para subsistir sin lujos. Está claro que el negocio familiar ha evolucionado a ruinoso.
Camila tuvo vacaciones cuando su madre le pagaba el billete el ferry para irse a Ibiza. Ahora ya no puede, lo que saca al día sirve para subsistir sin lujos. Está claro que el negocio familiar ha evolucionado a ruinoso”
Al salir de la estación del metro se choca con los que, como ella, tampoco tienen dinero para irse de vacaciones y se tienen que conformar con tomar el sol en la orilla de la playa. A Camila le da pena escuchar el fatigoso sonido del chancleteo de los que, cargados con la sombrilla y la silla, regresan a su casa con cuerpos bronceados pero sudados, dispuestos a pasar la noche como los pajarillos en una jaula.
Su casa no tiene ventilador, pero como es esquinera, abre las dos únicas ventanas, cada una da a una calle distinta, y corre una ligera brisa que ventila el ambiente. Pese a que es un cuchitril ha tenido ofertas para venderla. No lo hará. No hay dinero en el mundo que pueda pagar el bienestar que siente cuando abre la puerta tras un día de trabajo y sabe que esos pocos metros cuadrados son suyos, lo único que tiene suyo en esta vida. Es su hogar, sin muebles, pero con recuerdos.
Se sirve un café frío que le sobró esta mañana y se apoya en el alféizar de la ventana que da a la playa y bebe de la taza a pequeños sorbitos mientras escucha la voz de su madre diciéndole: “Mira qué afortunadas somos, nosotras no tendremos vacaciones, pero tenemos mar”.