Las moscas volaban golosas hacia la serpentina marrón brillante que colgaba del techo sin saber que viajaban hacia la muerte. Quedaban pegadas moviendo sus patas filamentosas hasta la extenuación.
Ricardo las iba contado. Eran los minutos de un reloj imaginario que marcaban el discurrir de esas tardes calurosas en la que su madre le imponía una siesta.

Jóvenes en una piscina en verano
-No quiero dormir- protestaba.
-Pues si no duermes, velas.
Y eso es lo que hacía: pasaba el rato con los ojos abiertos y asistiendo al funeral de moscas, que se acumulaban en el pegamento.
Sus amigos estaban en la piscina desde primera hora de la tarde, pero en su casa existía la norma de no ir hasta que la campana de la iglesia tañera cinco golpes que atronaban todo el pueblo.
Se calzaba el bañador y las cangrejeras, pasaba por la cocina y cogía la merienda: un trozo de pan con chocolate que se iba comiendo por el camino para que no se derritiera con calor.
Junto a la puerta de la piscina había un banco de madera en el que se sentaba Anselmo, un anciano de tez morena que sostenía un garrote entre sus piernas. Bajo la sombra de un chopo pasaba la tarde hablando con los que respondían a su saludo. Tenía el pelo blanco y un flequillo muy corto como los romanos que salía en las películas de Semana Santa.
-No hables con él- le decía su madre- es un aventurero. Nunca ha tenido oficio ni beneficio.
Por llevarle la contraria, Ricardo se paraba y conversaba con él hasta que le daba el último bocado al bocadillo.
-Dentro del mar hay más vida que en la tierra. Todo está por descubrir. Yo era marinero y una tarde mientras atravesábamos el Atlántico surgió del océano un pez con la trompa de un elefante y las alas de un albatros. Voló a ras del agua a la velocidad del barco y antes de sumergirse de nuevo, me guiñó un ojo.
En la hora de la cena, Ricardo dijo que quería ser marino para surcar los mares en busca de animales fantásticos.
-Lo primero que tienes que hacer es aprender a nadar bien, que aún no sabes- le espetó su madre rompiéndole el futuro en un segundo.
Anselmo no le entretenía mucho, pero suficiente para contarle alguna vivencia que dejaba fascinado a Ricardo.
-Ves este diente de oro- y abría una boca llena de oscuridad y medio carcomida- me lo puse con la pepita que encontré en una mina de Kenia. Yo tenía una granja en África. El rugido del león me despertaba por las mañanas y desde mi ventana veía correr a jirafas por la sabana.
Entre zambullidas y aguadillas, Ricardo pasaba la tarde pensando que quería montar al lomo de un camello y ver el cielo de color naranja, como Anselmo le había contado.
Entre zambullidas y aguadillas, Ricardo pasaba la tarde pensando que quería montar al lomo de un camello y ver el cielo de color naranja, como Anselmo le había contado.
-Ese, ¿fue minero? Pues sería en Asturias porque de España no ha salido. -Por alguna razón que no atisbaba a averiguar su madre le odiaba-. Como vuelvas a hablar con él, te castigo con no ir a la piscina.
Pero Ricardo la desobedecía y antes de entrar a la piscina se paraba. Alguna vez, le ofrecía una onza de chocolate de su bocadillo.
-Se me van a caer los pocos dientes que me quedan, pero habrá merecido la pena. Que bien me sabe- decía mientras se relamía las comisuras de los labios.
Le contó que fue piloto de aviones cuando en España solo existía el aeropuerto de Madrid y que lo contrataron para llevar a los Reyes a la India y allí conoció a un señor que iba siempre en calzoncillos porque no necesitaba más para vivir en paz. Ese día, Ricardo dedujo que cuanta menos ropa llevaba uno encima, más feliz se es, y el ejemplo lo tenía delante de sus narices: en la piscina nadie estaba enfadado; todos chapoteaban y reían.
Una tarde, Anselmo le dio una piedra del tamaño de una aceituna de color negro.
-Has sido muy amable. Me has dado conversación y me has hecho compañía. Es un regalo. Siempre la he llevado conmigo.
-Pero es suya, no me la tiene que dar.
-Pero a mí me da placer de que la tengas tú. La cogí en uno de los cráteres que tiene la luna cuando estuve allí en misión secreta.
Ricardo estiró la palma de la mano y la sostuvo un rato antes de cerrar el puño. Era porosa, rugosa y falsa. Hasta ese día se había creído todas sus andanzas, pero lo de ir a la luna no colaba. Se lo había inventado: a la luna solo podían ir los americanos o los rusos, y ellos eran españoles. Al final, su madre tenía razón y Anselmo era un aventurero.
-Quiero que la guardes tú. Si la tienes cerca, nada te pasará. Es como un amuleto.
-Gracias- dijo Ricardo y se metió la piedra en el bolsillo mojado del bañador.
Al día siguiente, se acababa el verano, se cerraba la piscina y se volvía a la rutina. Ricardo cogió doble ración de chocolate para convidar a Anselmo. Se disponía a salir por la puerta cuando, mientras giraba el pomo, un soniquete lento y triste de campanas comenzó a sonar. Vio a su madre santiguarse haciendo la señal de la cruz.
-Virgen Santa, alguien se ha muerto en el pueblo ¿quién habrá sido?
Ricardo enseguida supo que el muerto era Anselmo porque no estaba sentado en el banco y era imposible que, siendo el último día del verano, faltara a su cita. Había cerrado los ojos al mismo tiempo que la naturaleza decía adiós al calor, al sol, a las fecundas cosechas, a la fruta madura, al aleteo de las mariposas y al olor de las flores del campo.
Se sentó en el banco donde se sentaba Anselmo, en el mismo lado. Desmenuzó el pan y lo esparció por el suelo para que las palomas vinieran a alimentarse. Las contemplaba picotear las migajas y tenía ganas de llorar. No sabía por qué, pero una congoja le subía por la garganta hasta los ojos. Eso era la pena, que como no la había experimentado nunca, todavía no la sabía identificar.
No tardarían mucho en aflorar las lágrimas y sus amigos se iban a reír de él por estar llorando. Y encima por un viejo que nadie saludaba y al que acusaban de estar medio loco. La tristeza no le impidió pensar rápido: si se metía en la piscina las lágrimas se mezclarían con el agua y nadie se daría cuenta.
Corrió veloz con los pies desnudos mientras se sacaba la camiseta por la cabeza. Metió la mano en el bolsillo del bañador, toco la piedra lunar y saltó en bomba:
-Por Anselmo- gritó mientras se daba el último chapuzón del verano.