No era la hora del Sunset. Solíamos acudir a la que su nombre aludía. Pero estaba harto de playa y me fui de cañas con uno de los mayores. Aún bajaban de los hoteles perezosos veraneantes para desayunar en las terrazas de la Plaza de Italia.
Varias sombras oscurecieron el interior del bar. Mike abrió la boca que mantenía oculta tras su barba rubicunda: “A qué vienen aquí estos”. Los cuatro peinaban gomina y lucían remangadas camisas de rayas.
- Ojito, jipis de mierda, que una noche de estas os vamos a reventar la cabeza como os veamos por aquí.
Mike se había quitado las gafas de Lennon y las limpiaba sin alzar la mirada con la gamuza que solía llevar en el bolsillo de la camisa.
- ¿Lo tenemos claro?
Cómo dudar de una afirmación tan concluyente. Pero permanecimos en silencio. El más alto me sonaba, de haberlo visto fardando en la hípica, con esa misma pinta de gilipollas y haciendo reír a Rocío, una chica que me gustaba.
- Qué miras, chaval. ¿No eres un poco joven para beber cerveza?
En efecto, lo era, pero quién te decía algo en los 70. Qué ganas de tirártela a la cara, payaso, pensé mientras me acojonaba. Deja al crío si no quieres que te parta los dientes, rumiaba Mike mientras colocaba las gafas en su funda y echaba un ojo al Marca para disimular. No hizo falta. Llegaron los dos Carlos: uno, mal encarado tras su sonrisa blanca; el otro, grande como un pilier galés.
- Qué pasa.
- Eh, eh, no quiero líos, intervino asomándose el barman, que hasta entonces se había hecho el longuis trasteando en la cocina.
- Nos vamos, quién quiere beber en este antro. Estáis avisados.
Salieron, fingiéndose airoso el cabecilla, apresurados en su desconcierto los secuaces.
El más alto me sonaba, de haberlo visto fardando en la hípica, con esa misma pinta de gilipollas y haciendo reír a Rocío, una chica que me gustaba
- De qué estamos avisados, preguntaron los Carlos al unísono.
- De que mañana es 18 de julio, respondió Mike.
- Ah, coño.
- Una vez vi a Franco, interrumpí.
- Dónde, inquirieron los tres; Mike, apuntándome con el botellín de Mahou, los Carlos, esperando por los suyos.
- Por la Plaza de Colón. Yo era muy pequeño. Pasaron varios coches grandes y él iba en un descapotable negro, vestido de blanco.
- Puede ser, dijo Mike. Estuvo en julio del 68. Hubo un desembarco en la Segunda, con helicópteros y todo. Aquel día no pudimos bajar a la playa. En algún momento tuvo que pasar por ahí. Iría en el Rolls.
- Si fue en el 68, yo tendría cuatro años.
- Y qué hacías ahí tú solo, preguntó el Carlos racionalista.
- No sé. Estaba sentado en las escaleras de La Casona. Me daba por contar coches. Cuántos Renault, cuántos Seat... No había nadie en la calle. Supongo que sería un Rolls, ese no lo conté, yo nunca había visto uno.
- ¿Cómo sabes que era Franco?, cuestionó el Carlos empírico.
- No sé. Un viejo con uniforme y en un Rolls...
Franco, en un Rolls
Nos fuimos. Arrastrando las alpargatas hacia los jardines de Piquío, donde nos separamos ¿Un mus después de comer?
En las escaleras de La Casona, zanganeaban mis amigos, recién llegados de la playa.
- Nos han llamado jipis de mierda.
- ¿Quién?
- Unos fachas.
- Si es que lo vais proclamando.
- Qué tal estaba el agua.
- Buena. Pero no había olas.
- Es un rollo con marea baja.
- ¿Bajamos esta tarde?
- Después de la partida.
Desde una ventana del entresuelo, se impuso la seca voz de la tía Juana.
- ¡Niñooos! ¡A comeeer!
- ¡¿Qué hay?!, exclamé volviéndome hacia la casa.
No entendí la respuesta, pero mi hermano formaba parte del grupo.
- Bonito, dijo sin rodeos.
- Joder ¿Otra vez?¿Puedo subir...? Supliqué a Germán, vecino del cuarto.
- Ni de coña. En mi casa no queremos jipis de mierda.
El pasillo olía a marmitako. “No pienso comer bonito”, proclamé desde la puerta del baño hacia la cocina. “Pues no hay otra cosa”, replicó mi madre, indiferente.
Allí los dejé, descojonándose, porque mi joven vejiga requería un urgente vaciado de cerveza. El pasillo olía a marmitako. “No pienso comer bonito”, proclamé desde la puerta del baño hacia la cocina. “Pues no hay otra cosa”, replicó mi madre, indiferente. Hice lo mío con trepidante puntería. “Jipi de mierda”, me dije mirándome amenazador al espejo mientras devolvía mis cosas a su sitio.
- Y que sea la última vez que no vienes a la playa.
La ignoré, como si no hablara conmigo. Salí y me apresuré hacia el pasillo.
- ¿Me has oído? Que tienes catorce años para ir por ahí con los mayores como un... Como un...
- Como un jipi, mamá, como un jipi, exclamé sin detenerme, dispuesto a comer cualquier cosa que me dieran en el cuarto y satisfecho de haber encontrado al fin mi lugar en el mundo.