Matteo Voltolini, estudiante español de ingeniería, 22 años: “Fui a uno de los lugares más pobres de Madagascar con dos maletas y un aerogenerador para que los niños de una escuela pudieran tener agua cada día”
Solidaridad
El joven valenciano pasó tres meses en un poblado minero del desierto de Madagascar instalando un aerogenerador que hoy bombea mil litros de agua cada noche y abastece a toda una escuela
Matteo junto a Arthur Ravelomihary, coordinador local del pueblo y uno de sus hombres de mayor confianza durante toda su estancia allí
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Cruzar medio mundo con dos maletas, un aerogenerador desmontado y la idea de llevar agua a un pueblo perdido en el desierto. Eso fue lo que hizo Matteo Voltolini, un estudiante valenciano de 22 años que decidió dejar las aulas de ingeniería para tratar de ayudar a los niños del cuarto país más pobre del planeta.
Su destino estaba al sur de Madagascar, en una zona árida explotada por una mina de zafiros donde los niños caminan kilómetros para tratar de llenar una simple garrafa de agua. Allí, en ese poblado minero sin ley, Matteo pasó tres meses conviviendo con sus habitantes, aprendiendo su idioma y ayudando a instalar un pequeño aerogenerador capaz de bombear mil litros de agua cada noche para abastecer a la escuela local.
Un año después, volvió acompañado de otros dos estudiantes para intentar algo aún más ambicioso: ofrecer alternativas a la mina. Lo que empezó como un proyecto técnico acabó convirtiéndose en una historia de humanidad, fe y resistencia. Matteo relata a La Vanguardia cómo el viento, el esfuerzo y un puñado de personas lograron cambiar la vida de todo un pueblo.
Es estudiante de Aeronáutica en la Universitat Politècnica de València y con solo 22 años decidió irse a un poblado minero perdido en Madagascar. ¿Qué le llevó a hacerlo?
Sobre todo, las ganas de compartir lo que sabes para mejorar la vida de los demás. Muchas veces lo que aprendes en la universidad se queda encerrado entre libros o laboratorios, y su impacto social es limitado. Tener la oportunidad de aplicar tus conocimientos para cambiar la vida real de las personas es un privilegio. Y si además puedes hacerlo mientras conoces un país, una cultura y una forma de vida totalmente distintas, era una oportunidad que no podía rechazar.
No fue fácil hacerlo, pero con voluntad y mucha ayuda lograron construir el molino
¿Cómo surgió esa oportunidad?
En la universidad me enteré de que existían becas para viajar a países en vías de desarrollo y colaborar en proyectos de cooperación. Mi perfil, al ser de Aeronáutica, no encajaba del todo, así que me pasaron de un departamento a otro hasta que conocí a un chico de Burkina Faso que había venido a Valencia con una beca. Me contó que dirigía un orfanato allí y me habló de la ONG que le había ayudado: Agua Pura, presente en Madagascar, Burkina Faso y Mozambique.
Fui a conocerlos y me contaron que querían instalar un pequeño aerogenerador en Madagascar. Buscaban a alguien dispuesto a ir, y ahí estaba yo, así que me decidí adentrarme en uno de los lugares más pobres de Madagascar con dos maletas y un aerogenerador para lograr que los niños de la escuela pudieran tener agua cada día.
Cuando llegué, entendí que había hecho lo correcto. Te das cuenta de que, pese a todo, hay humanidad en cada mirada
¿Qué se encontró al llegar?
Un país completamente desmontado. Sin infraestructuras, con una corrupción que se nota en cada esquina, y una pobreza que te desarma. Pero también una gente tremendamente alegre, cercana y generosa. Cruzar la isla fue una aventura en sí misma: en los autobuses, donde caben veinte personas van treinta y cinco, y por la carretera vas viendo cómo el país se empobrece poco a poco, cómo el color se apaga. Es como ver una película que va perdiendo brillo.
¿Cómo era el lugar donde iba a vivir?
Si miras Madagascar en el mapa, verás todo verde salvo una pequeña calva marrón y seca en el suroeste. Ahí fui yo. Es una zona desértica donde no vivía nadie hasta hace unos 25 años, cuando se descubrieron yacimientos de zafiro. Eso provocó una fiebre minera brutal: miles de personas de todo el país llegaron huyendo del hambre, y se formó una especie de Far West africano, un lugar sin ley lleno de buscadores, bandidos y supervivientes.
Los niños del pueblo están muy agradecidos con Matteo y todos los que han hecho posible el proyecto
Ahí no hay agua, y sin agua no hay agricultura, ni salud, ni futuro. Una ONG local, BelAvenir, abrió una escuela hace 15 años para dar comida y educación a los niños, pero sufrían el mismo problema que todos: la falta de agua. Por eso Agua Pura decidió instalar un aerogenerador que ayudara a bombearla. Y ahí entré yo.
Antes de usted, ningún blanco había pasado más de dos días en el pueblo. ¿Cómo fue llegar allí?
Fue un choque tremendo. Cuando conté que iba a ese lugar, unas chicas que habían estado en otras zonas del país me miraron con los ojos abiertos de par en par y me dijeron: “Estás loco, ahí te van a comer los bichos, el polvo y la miseria”. Pero pensé: “si uno quiere ayudar, debe ir donde hay necesidad”.
Y cuando llegué, entendí que había hecho lo correcto. Era una carretera estrecha con chozas de barro y chapa a los lados, un paisaje seco, sin árboles, sin nada. Pero la gente te desarma. Te das cuenta de que, pese a todo, hay humanidad en cada mirada.
Cuando te lo quitan todo, solo te queda lo humano, y eso, paradójicamente, te hace vivir mejor
¿Cómo le recibieron los habitantes?
Con una mezcla de curiosidad y fascinación. Este año, cuando volví, un compañero me decía que la palabra más oída en el pueblo era “Matteo, Matteo, Matteo”. Salías a la calle y todos los niños la repetían como un eco. Para ellos era algo fuera de su mundo, como si hubiera aterrizado un marciano, pero enseguida se rompió la barrera. Allí, la gente se acerca sin miedo, sin distancia. En España cuesta romper el hielo; allí, no. Allí bastan cinco minutos para sentirte parte de la comunidad.
¿Cómo era su día a día en esos tres meses?
Vivía como ellos. Comía arroz con habichuelas todos los días, dormía en una choza, aprendí malgache, me lavaba como podía y convivía con las familias. Al principio es un shock, pero luego descubres algo valiosísimo: que lo esencial no está en las comodidades, sino en lo que somos cuando desaparece todo lo accesorio. En Europa vivimos rodeados de entretenimiento, de lujos, de distracciones… y creemos que son imprescindibles. Allí, cuando te lo quitan todo, solo te queda lo humano, y eso, paradójicamente, te hace vivir mejor.
Además de ayudar al pueblo, Matteo ha logrado hacer grandes amigos allí
¿Qué le impresionó más de esa realidad?
La vulnerabilidad. Aquí en España puedes tener dificultades, pero no te mueres de hambre. Allí, cualquier contratiempo te puede destruir. Si enfermas, si pierdes una herramienta, si se seca el pozo… estás en el abismo. Esa tensión constante de vivir al borde marca, pero también te enseña que, dentro de esa miseria, las personas siguen siendo personas: igual de soñadoras, igual de tozudas, igual de contradictorias. Ni más buenas por ser pobres ni más malas por serlo. Solo humanas.
El molino
Agua para todo el pueblo
¿Y el proyecto? ¿Cómo consiguieron que el aerogenerador funcionara?
Fue un trabajo técnico y humano a la vez. Con las maestras del colegio hicimos hormigón, montamos la instalación eléctrica, y después de muchas semanas conseguimos que el aerogenerador echara a andar. Desde entonces bombea mil litros de agua cada noche para abastecer a la escuela. Puede parecer poco, pero allí es muchísimo. La escuela se abastece y los niños se llevan agua a casa. Eso mejora toda la comunidad. Calculamos que aumentamos un 30% la disponibilidad de agua en el pueblo.
Aquí en España puedes tener dificultades, pero no te mueres de hambre. Allí, cualquier contratiempo te puede destruir
¿Qué significó para usted ese logro?
Cuando vi el agua salir, sentí una mezcla de orgullo, alivio y humildad. Porque era la prueba de que algo tan pequeño podía tener un impacto enorme. No solucionas la pobreza, pero sí haces que un niño no tenga que caminar cinco kilómetros para llenar una garrafa. Y eso ya justifica todo el viaje.
Matteo, junto a algunos integrantes del pueblo y el molino
Un año después decidió volver. ¿Por qué?
Porque aquello me cambió. Me enamoré del lugar y de su gente, y sentí que tenía una responsabilidad. Madagascar es el cuarto país más pobre del mundo, y yo estaba en su rincón más pobre, en el valle más atrasado. Es el fondo del fondo. Y pensé: si tenemos la oportunidad de cambiar algo aquí, tenemos el deber moral de hacerlo. Así que regresé con otros dos estudiantes y con el apoyo de la universidad, para buscar alternativas al modelo minero.
En lugares así, la fuerza bruta y el poder conviven con el deseo de progreso
¿Y en qué consistió ese segundo proyecto?
Queríamos ofrecer una alternativa a la mina, algo que diera sustento sin destruir la vida de la gente. Hicimos asambleas, charlas, encuestas, y al final entendimos que había un grupo especialmente vulnerable: las madres solteras. Mujeres abandonadas, despreciadas, con muchos hijos y sin medios para sobrevivir. Decidimos empezar con ellas. Les conseguimos un terreno, las formamos y creamos una cooperativa agrícola. Hoy cultivan lechugas y pueden vivir de ello. Y, sobre todo, se han convertido en un modelo para el resto del pueblo. Antes eran las parias; ahora son las líderes.
Segundo proyecto
La cooperativa agrícola
¿Qué ha aprendido de ellas?
Que cuando una persona tiene una oportunidad, la agarra con una fuerza que conmueve. Ellas no solo trabajan la tierra, también devuelven esperanza. Y eso es contagioso. El pueblo entero quiere “ser como ellas”. Nosotros pusimos algo de dinero como préstamo, pero se queda en su cooperativa: cuando lo devuelven, no vuelve a España, sino que se reinvierte en ellas mismas. Eso las hace independientes y les da orgullo.
¿Vivió algún momento complicado allí?
Sí, más de uno. Hay un cacique local, una especie de jefe mafioso que controla las tierras y se lleva una mordida de todo. Intentó imponerse, llamarnos, presionarnos para que le compráramos terrenos que no queríamos. Tuvimos que negociar con él cara a cara, con diplomacia. No me sentí amenazado, pero la tensión está siempre ahí. En lugares así, la fuerza bruta y el poder conviven con el deseo de progreso. Es un equilibrio frágil.
Ahora, las mujeres del pueblo tienen una nueva vida gracias al proyecto
Después de todo lo vivido, ¿qué queda de aquel chico que solo había viajado en Cercanías?
Las ganas. Las ganas siguen intactas. Pero la manera de mirar el mundo ya no es la misma. Las herramientas, la madurez, la empatía… todo cambia. La experiencia me ha hecho más feliz, más consciente y más libre.
¿Qué le diría a otros jóvenes que sueñan con hacer algo parecido pero no se atreven?
Que lo hagan, que no lo duden. Nadie vuelve decepcionado, y tampoco hace falta irse a África para descubrir lo importante: lo esencial está en cualquier persona, aquí o allí. Lo encuentras cuando compartes, cuando ayudas, cuando miras al otro de verdad. Pero si tienes la oportunidad de cruzar el mundo para hacerlo, hazlo. No te arrepentirás nunca.