El mundo está acelerando, pero no está claro hacia dónde. Por un lado, una burbuja tecnológica que podría romperse con una violencia inédita. Por otro, un influencer chino que asegura que a EE.UU. Le quedan 27 años antes del colapso. Dos diagnósticos distintos de una misma sensación global: la de que algo profundo está cambiando.
1. La sincronización emocional de los inversores
Las burbujas económicas siempre se han explicado con modelos, pero ninguna estalla por un modelo. Estallan por una emoción. La euforia que infla los precios más allá del sentido común. El miedo a quedarse fuera que nos empuja a comprar sin mirar. La negación que nos acompaña incluso cuando ya intuimos la grieta. Antes que financieras, las burbujas son fenómenos psicológicos.
Hoy sabemos algo más: también son neurológicas. Un estudio del Instituto japonés RIKEN mostró que, cuando un mercado empieza a comportarse como una burbuja, el cerebro del inversor cambia de marcha: se desactiva la red que evalúa el presente y se activa otra que imagina futuros deseados. Un pequeño circuito de wishful thinking que desplaza el análisis racional y lo sustituye por esperanza.
Esta semana, tanto el New York Times como el Financial Times se preguntaban lo mismo de manera sincronizada: ¿estamos en una burbuja de la inteligencia artificial? El primero intentaba demostrar racionalmente que no; el segundo pedía prudencia. Y es bueno que lo hagan. Mantener un relato que rebaje la ansiedad colectiva ayuda a que el mercado no pierda el equilibrio demasiado rápido.
Porque nadie discute que la IA es real, transformadora y central en el futuro económico. El debate está en otra parte: en si los actores financieros y tecnológicos que hoy lideran la carrera serán realmente los que dominen el futuro, o si les estamos atribuyendo un destino que no está escrito. Las burbujas nacen cuando la imaginación se toma como certeza.
El contexto actual amplifica esa confusión. Tras la pandemia, la inversión se ha democratizado y los mercados se han llenado de perfiles nuevos y muy diversos: desde ahorradores tradicionales que ahora operan con aplicaciones móviles hasta jóvenes, incluso adolescentes, que ven en la IA la oportunidad de “no quedarse atrás”. No son el centro del fenómeno, pero sí un síntoma: una parte del capital está hoy en manos de inversores más propensos al riesgo, más rápidos en sus decisiones y más reactivos. La impulsividad empieza a formar parte del ecosistema.
Y estos nuevos perfiles no se informan en Financial Times ni en New York Times. Se informan —o creen que se informan— en TikTok, Instagram y YouTube: plataformas donde los algoritmos priorizan emoción, promesa y urgencia por encima de cualquier rigor. Piense en un chaval de 22 años, deslizando el dedo por TikTok: no lee fundamentales ni informes técnicos; sigue a influencers que hablan en vídeos de veinte segundos, con subtítulos fluorescentes y promesas de riqueza inmediata. Esa escena, repetida millones de veces, es uno de los termómetros reales del mercado. Ahí se construye hoy la narrativa de la IA: un relato de inevitabilidad donde nadie quiere ser el que apague la música.
En ese entorno, las advertencias no generan pánico: generan indiferencia. Pero quedan ahí, latentes. Y basta un detonante para que resurjan: una noche como la de Lehman Brothers, un hallazgo científico disruptivo, una regulación inesperada, una mala noticia en uno de los gigantes del sector.
Cuando ese evento ocurre, las señales que antes ignorábamos regresan de golpe, amplificadas por la sincronía emocional de las redes. La burbuja no se desinfla: se rompe de forma abrupta. Y lo hace con una velocidad inédita porque la emoción colectiva ya no viaja por canales lentos: lo hace desde el móvil hasta el cerebro sin filtros de por medio.
Por eso una burbuja —sea de la IA, inmobiliaria o de cualquier otra industria— no necesita ser la más grande para ser la más violenta. Si es que existe, le basta con que millones de inversores —más diversos, más expuestos y más sincronizados— entren al mismo tiempo en ese patrón emocional que describe la neurociencia: un entusiasmo inicial, una duda que llega tarde, un miedo que llega de golpe. Y hoy ese golpe viaja más rápido y más lejos porque los algoritmos de recomendación sincronizan a millones de personas en cuestión de segundos.
Quizá por eso los magnates tecnológicos desean controlar las plataformas donde ocurre esta sincronización humana. Porque quien controla la conversación puede modular la euforia. Y quien consigue influir en esta euforia puede tener el control de los ciclos de las burbujas a su beneficio.
Pero esa será otra cápsula, para otro día.
Las burbujas no estallan cuando se agotan los datos, sino cuando se sincronizan las emociones
2. El hombre que dice que a EE.UU. Le quedan 27 años
Esta semana conocí a un personaje muy interesante: Yuanpu Huang, un divulgador chino que se ha especializado en traducir China al resto del mundo. Quiere ser un puente entre Occidente y su país, o al menos ayudarnos a entender cómo se ve China a sí misma frente al mundo. En apenas tres meses ha reunido una audiencia global de cientos de miles de personas, la mayoría occidentales, lo que ya dice mucho del momento en el que vivimos. Sus vídeos son suaves, casi amables, pero las ideas que deja caer no lo son tanto. A ratos brillante, a ratos propagandístico, pero siempre provocador.
Una de esas ideas se ha vuelto viral: Estados Unidos podría estar a 27 años de un colapso sistémico. No por una guerra ni una revolución, sino por un desgaste interno similar al que hundió a la dinastía Ming, cuando la concentración extrema de riqueza y poder terminó resquebrajando cada capa de la sociedad.
La comparación puede sonar exagerada, pero la lógica es reconocible: si la riqueza se acumula arriba y la base fiscal se estrecha, el Estado deja de poder sostenerse sin recurrir al crédito. No hace falta creer en Yuanpu para intuir la preocupación. Basta con mirar los gráficos.
Y mientras él desarrolla esta idea desde TikTok, Le Monde publica un dato esta semana que parece sincronizado con la idea de Huang. Según el World Inequality Lab, dirigido por Thomas Piketty, 56.000 personas poseen tanta riqueza como tres veces la mitad más pobre de la humanidad. Es una proporción estadística difícil de explicar. Y explica por qué incluso algunos miembros de esa élite empiezan a sugerir que, si no quieren que el sistema colapse, quizá deban contribuir más a sostenerlo.
Lo más llamativo, al menos para mí, no es la tesis sino su recepción. Los miles de comentarios al vídeo de Yuanpu no expresan miedo ni rechazo, ni enfado, sino agotamiento:
“27 años es ser optimista.”
“Nos quedan cinco, como mucho.”
“¿Cómo aceleramos esto? Estoy cansado.”
Ese tono resignado —entre la broma y el hartazgo— es nuevo. Antes los imperios se defendían con orgullo; ahora, con memes. Es una señal de época. Los imperios no caen cuando se quedan sin dinero, sino cuando se quedan sin ganas de seguir siendo imperios.
Puede que Yuanpu exagere. Puede que los datos de Piketty no cuenten toda la historia. O quizá ambos están señalando algo que preferimos no mirar de frente: que un sistema se mantiene unido no solo por su economía, sino por la confianza en que ese sistema merece seguir existiendo.
Yuanpu Huang, un divulgador chino que se ha especializado en traducir China al resto del mundo.
Gracias y hasta siempre, Robe
Esta semana murió Robe Iniesta de Extremoduro. El primer concierto al que fui en mi vida, con 13 años, fue suyo. A veces pienso que una parte de cómo entiendo el mundo viene de haberlo escuchado justo en ese momento en que uno empieza a decidir quién será.
Hoy me quedo con estos versos suyos:
Para algunos vivir es galopar un camino empedrado de horas, minutos y segundos. Yo más humilde soy y solo quiero que la ola que surge del último suspiro de un segundo, me transporte mecido hasta el siguiente.
Por muy mal que vaya todo, siempre queda el siguiente segundo para seguir.
Hasta siempre, Robe