Suele decirse que somos lo que comemos, aunque quizá habría que matizarlo a “somos lo que hemos comido desde los primeros años de nuestra vida”. Así lo explica Martha Bolívar, dietista especializada en Psiconeuroinmunología y Nutrición Integrativa, y autora del libro Cortisol: la hormona que lo cambia todo, a sus pacientes, cuando acuden a su consulta por los malestares que comienzan a notar a partir de los 40 o 50 años.
“Muchos piensan que se debe simplemente a la edad, pero en realidad suele ser el resultado de la acumulación de estresores físicos y emocionales mantenidos en el tiempo”, señala en conversación con La Vanguardia, desde la Clínica Arvila Magna de Barcelona. Esa suma de hábitos, añade, es lo que determina que lleguemos a esa etapa de la vida en condiciones muy diferentes. Hablamos con ella para entender qué factores influyen realmente en el proceso de envejecimiento y qué podemos hacer para cuidar mejor de nuestra salud.
La alimentación deficiente, el sedentarismo, los ritmos circadianos alterados y el estrés emocional generan un estado inflamatorio
¿Qué hábitos aceleran el envejecimiento?
La alimentación deficiente, el sedentarismo, los ritmos circadianos alterados y el estrés emocional generan un estado inflamatorio, oxidativo y de baja inmunidad que constituye la base de la mayoría de las patologías. Por ejemplo, hay estudios que han demostrado que los niños que no consumen azúcar antes de los dos años presentan un mejor pronóstico en la edad adulta, con menor riesgo de enfermedades metabólicas, cardiovasculares y neurológicas. Sin embargo, muchos hemos tenido infancias “muy dulces”, con un alto consumo de azúcar desde edades tempranas.
El exceso de estrés se traduce en canas prematuras, arrugas y una menor calidad de la piel y los tejidos
¿Cómo afecta el estrés a la forma en qué envejecemos?
El estrés, tanto físico como emocional, acelera los procesos inflamatorios, incrementa la oxidación celular y debilita el sistema inmunitario, afectando directamente al envejecimiento. El estrés crónico se manifiesta de múltiples maneras. En el plano metabólico, provoca resistencia a la insulina, base de enfermedades como la diabetes, la obesidad o el hígado graso. En el ámbito visible, el exceso de estrés se traduce en canas prematuras, arrugas y una menor calidad de la piel y los tejidos, ya que el aumento de radicales libres supera la capacidad antioxidante del organismo. A nivel cognitivo, el cortisol elevado de forma prolongada afecta áreas del cerebro relacionadas con la memoria, el aprendizaje y la concentración, y acelera el acortamiento de los telómeros, estructuras que protegen el ADN. Cuando se deterioran, el pronóstico de longevidad empeora.
Cuando el intestino está equilibrado —sin hinchazón, gases ni estreñimiento—, entonces sí podemos centrarnos en lo que comemos
¿Cómo podemos regular el cortisol, la conocida como hormona del estrés?
Primero, debemos entender que el cortisol no siempre hay que bajarlo, sino equilibrarlo. Lo segundo es que es una hormona circadiana, por lo que su regulación pasa por ordenar los ritmos del día y la noche. Durante el día conviene moverse y exponerse a la luz natural, y por la noche reducir la luz artificial y evitar las pantallas. También es importante adaptar las comidas al ciclo de luz: comer más durante el día y menos cuando oscurece. Lo ideal es cenar tres o cuatro horas antes de dormir, para no interferir con la producción de melatonina, una hormona reparadora, antioxidante y antiinflamatoria. Romper esos ritmos —por ejemplo, cenando tarde o durmiendo poco— altera la melatonina y, a la larga, afecta al descanso, al equilibrio hormonal y a la longevidad.
Conviene cenar tres o cuatro horas antes de dormir, para no interferir con la producción de melatonina
¿Qué tipo de alimentación resulta más eficaz para preservar la salud y favorecer la longevidad?
Siempre empiezo hablando de salud digestiva porque muchas personas intentan mejorar su alimentación —añadiendo antioxidantes, grasas saludables o fermentados— sin tener antes un sistema digestivo en buen estado. Si el intestino y la microbiota no funcionan correctamente, el cuerpo no puede absorber de forma óptima los nutrientes de calidad.
El estrés, tanto físico como emocional, acelera los procesos inflamatorios
Cuando el intestino está equilibrado —sin hinchazón, gases ni estreñimiento—, entonces sí podemos centrarnos en lo que comemos. En ese punto, los alimentos antioxidantes cobran un papel fundamental. Los frutos rojos, por ejemplo, son ricos en polifenoles, compuestos activos con una potente acción antioxidante que también se encuentran en el té verde, el cacao, las verduras de hoja verde y las crucíferas (como el brócoli o la col). Estos alimentos deberían formar parte habitual de la dieta, junto con los fermentados, que aportan bacterias beneficiosas para la microbiota, y los prebióticos, que sirven de alimento para mantenerla equilibrada y saludable.
Todo aquello que no provenga directamente de la naturaleza habla un lenguaje diferente al de nuestro cuerpo y genera desequilibrio y malestar
¿Y qué alimentos perjudican la microbiota y aceleran el envejecimiento?
Siguiendo la misma línea, el principal factor de riesgo es contar con una microbiota intestinal desequilibrada, que no funciona correctamente. A partir de ahí, muchas personas consumen alimentos que agravan ese desbalance y deterioran la salud digestiva, como los ultraprocesados. Hay un componente del que se habla poco al referirse a este tipo de productos, pero que tiene un impacto muy negativo en la microbiota y en la mucosa intestinal: los espesantes. A ellos se suman numerosos aditivos alimentarios utilizados para modificar la textura o prolongar la vida útil de los alimentos. Aunque siempre se menciona el azúcar como el principal enemigo, estos aditivos —como los espesantes y aglomerantes— también resultan altamente perjudiciales.
Todos estos compuestos, presentes en alimentos procesados, congelados o de larga conservación, alteran la microbiota y dañan la mucosa intestinal. Un ejemplo claro es ese pan que puede durar un mes sin estropearse: lo consigue gracias a una gran cantidad de aditivos que terminan siendo nefastos para la salud intestinal. En definitiva, todo aquello que no provenga directamente de la naturaleza —de la tierra o de los animales— habla un lenguaje diferente al de nuestro cuerpo y, con el tiempo, genera desequilibrio y malestar.


